Tu Palabra me da vida, confío en Tí Señor,
Tu Palabra es eterna, en ella esperaré.

Dichoso el que con vida intachable,
camina en la ley del Señor.
Dichoso el que guardando sus preceptos,
lo busca de todo corazón.

Postrada en el polvo está mi alma,
devuélvame la vida tu Palabra;
mi alma está llena de tristezas,
consuélame, Señor, con tus promesas.

Escogí el camino verdadero,
y he tenido presente tus decretos;
correré por el camino del Señor,
cuando me hayas ensanchado el corazón.

Este es mi consuelo en la tristeza,
sentir que tu Palabra me da vida;
por las noches me acuerdo de tu Nombre,
recorriendo tu camino, dame vida.

Repleta está la tierra de tu gracia,
enséñame, Señor, tus decretos;
mi herencia son tus mandatos,
alegría de nuestro corazón 


IV Domingo del Tiempo Ordinario (B)

En el evangelio de hoy habla de la impresión que causaban entre la gente las palabras del Señor. Nos dice san Marcos que quienes le escuchaban quedaban asombrados y se preguntaban los unos a los otros qué significaba aquella manera de hablar. Aunque aquellas preguntas no eran todavía la fe sí que ran como una condición previa y necesaria, y es que el asombro no es sólo el principio del conocimiento –o de la filosofía, como se ha dicho a veces- sino también de la fe, o de la no-fe, pero nunca de la indiferencia, del olvido, de la rutina. Por eso, cuando escuchamos  el evangelio sin asombro, como quien oye llover o como si no fuera una gran y alegre noticia, se pueden tener creencias pero no una fe viva. ¿no estaremos volviendo el Cristianismo pues algo convencional porque hemos ido perdiendo poco a poco la capacidad de asombro?

En este mundo desencantado y aburrido en el que casi nada o casi nadie consigue llamar nuestra atención, en este mundo saturado de conocimientos y noticias en el que lo importante es lo que se puede tocar o contar –para qué sirve esto, cómo se hace aquello, cuántas personas van a misa el domingo, etc.- y se marginan las preguntas por el significado y el sentido de la vida, se comprende que el evangelio no llame la atención. Y yo me pregunto –y voy a tirar unas piedras sobre mi propio tejado- si no tendremos buena culpa los que predicamos la palabra de Dios. Los escribas y fariseos –lo dice el evangelio este domingo- enseñaban en Israel por oficio. Y su oficio era comentar la Ley y las tradiciones de los mayores, leer lo que estaba escrito y repetir lo que ellos habían aprendido antes en las escuelas, administrar las verdades y creencias adquiridas, lo que siempre se había dicho. Su magisterio era pues conservador, legalista y ritualista. Los rabinos conservaban muy bien la letra, pero se olvidaban del espíritu, y la letra sin espíritu mata, mata también de aburrimiento. Por eso no asombraban a nadie.

El Señor en cambio enseñaba con autoridad, y así quienes le escuchaban, decían: Tú tienes palabras de vida eterna[1].

El Señor se presentaba como verdad viva y palpitante, como palabra encarnada. Lo que él decía, podían verlo en sus obras. Por eso maravillaba, por eso tenía autoridad, por eso era noticia,  ¿hacemos lo mismo sus sacerdotes, sus ministros ordenados?

El Señor no solo daba lecciones morales, sino que se mostraba como una luz que se enciende, que sirva a todos los que quieren ver, pero que no se impone: El que tenga oídos para oír, que oiga[2]. Y no mandaba caer fuego del cielo para los que no le escuchaban… ¿Cómo enseñamos nosotros el evangelio? Es una pregunta que debemos hacernos constantemente: nuestra misión como cristianos consiste en enseñar el evangelio, en manifestarlo al mundo, en hacerlo ver con palabras y obras. Si queremos enseñar como Jesús debemos practicar lo que enseñamos, para que sea noticia en nuestras vidas, para que sea tradición viva y vivificante… y no una simple alacena llena de doctrinas enlatadas, usos, tradiciones y costumbres que huelen ¡ay! a viejo, a naftalina



[1] Cfr. Jn 6, 68.
[2] Cfr. Mc 4, 23.

nEw-oLd-IdeAS

Déjate perseguir, pero tú no persigas. Déjate ofender, pero tú no ofendas. Déjate calumniar, pero tú no calumnies. Regocíjate con aquellos que se regocijan, llora con aquellos que lloran,
ese es el signo de la pureza...Sé amigo de todos, pero, en tu espíritu, permanece sólo  Isaac el Sirio

VISUAL THEOLOGY



La fiesta de la Purificación de María, llamada también Fiesta de la Candelaria y Fiesta de la Presentación del Niño Jesús en el Templo, en el rito latino se observa el día 2 de febrero. Desde Jerusalén esta fiesta del día cuadragésimo se extendió a toda la Iglesia, y más tarde se celebraba el 2 de febrero, ya que en los últimos veinticinco años del siglo IV se introdujo la fiesta romana de la Natividad de Cristo (25 de diciembre). Fue atestiguada en Antioquía en 526 (Cedrenue); el emperador Justiniano I la introdujo a todo el Imperio Oriental (542) en acción de gracias por el cese de la gran peste que había despoblado la ciudad de Constantinopla. En la Iglesia Griega fue llamada Hypapante tou Kyriou, el encuentro (occursus) del Señor y su Madre con Simeón y Ana. Los armenios la llaman: "La Venida del Hijo de Dios al Templo" y todavía la observan el 14 de febrero. Quizás el decreto de Justiniano también le dio ocasión a la Iglesia Romana (¿a Gregorio I?) para que introdujera esta fiesta

Fourth Sunday in Ordinary Time (B)

In today's Gospel reading the sacred writer speaks about the authority of the Lord. The reading is taken from the first chapter of the earliest of the Gospels, the Gospel of Mark.  Jesus begins to teach in Capernaum. The people are held spellbound because he spoke with authority, not like the scribes.  A man comes before Jesus who is in the hand of the power of evil.  Jesus makes the devil come out of the man. The bystanders are amazed because Jesus has such authority[1].

            What do we mean when we speak about the authority of the Lord?  What do we mean when we talk about authority in general?  What ways do we exercise authority?  What ways do we exercise the authority of the Lord?

            The word authority comes from the Latin word auctoritas.  The basic meaning of this Latin word is creator.  The word author also comes from this word. A writer can look at his or her work, an essay, a short story, a novel, a poem, a non-fiction study, whatever; an author can look at this work and say, “This is my creation.”  The government recognizes that the author has rights over his or her creation. 

             When we talk about the authority of the Lord, we recognize that He is the Creator, or Author of the Universe.  He has the power to govern the universe.  Just as an author can determine what takes place in the short story he or she writes, God can determine what takes place in the universe He has created.
 
           All authority is by nature transitional. There is a huge exception, though. The exception is the authority that comes from the Lord. In the Gospel of Mark, the people who listened to Jesus were amazed because they had never experienced someone speaking with such authority. Jesus held people spellbound because God gave Him the authority to teach the truth. This authority would never be removed from Jesus because Jesus was intimately united to his Father, the source of the authority.

            We share in the authority of the Lord to the extent that we are united to the source of this authority. When we are confirmed we receive the power, the authority, to defeat evil in the world and to lead others to Jesus, the source of all truth. God gives this authority to us. God has entrusted us with his authority only to the extent that we allow him into our lives. That is the reason why the Church is adamant that we attend Church regularly and receive the sacraments regularly. We need to have union with God so we can bring his authority, his power to the world.

            The crowd was spellbound because Jesus spoke with authority, not like the scribes and Pharisees. People are no different now than they were then. People want to hear the real Word of God, and feel the presence of God in the words of the speaker.  We can do this. We have the authority to do this.  People can witness the Word of God present in our lives, and then choose to make the Word of God present in their own lives.  We can do this.  We can make Jesus' presence real for others.  We have the authority to do this.   People want to learn how to live their lives in such a way that when they conclude their lives they can stand before the Lord saying that they have made His Presence known in the world.  We can do this.  We have the authority, the power, to form others into Christian leaders. We have the authority, the power of Jesus Christ if only we stay united to him.

            Today we pray that we may remain united to the Lord, the source of the power and the authority we have received



[1] 4th Sunday of Ordinary Time B, February 1, 2015. Readings: Deuteronomy 18:15-20; Responsorial Psalm 25: 1-2, 6-7, 7-9; 1 Corinthians 7:32-35; Mark 1:21-28. 

Señor, tú me llamaste
para ser instrumento de tu gracia,
para anunciar la Buena Nueva,
para sanar las almas.

Instrumento de paz y de justicia,
pregonero de todas tus palabras,
agua para calmar la sed hiriente,
mano que bedice y que ama.

Señor, tú me llamaste
para curar los corazones heridos,
para gritar, en medio de las plazas,
que el Amor está vivo,
para sacar del sueño a los que duermen
y liberar al cautivo.
Soy cera blanda entre tus dedos,
haz lo que quieras conmigo.

Señor, tú me llamaste
para salvar al mundo ya cansado,
para amar a los hombres
que tú, Padre, me diste como hermanos.
Señor, me quieres para abolir las guerras
y aliviar la miseria y el pecado;
hacer temblar las piedras
y ahuyentar a los lobos del rebaño. Amén

Himno del Oficio de Laudes de la Liturgia de las Horas



III Domingo del Tiempo Ordinario (B)

La palabra del Señor fue dirigida a Jonás, hijo de Amittay, en estos términos: levántate, vete a Nínive, la gran ciudad, y clama contra ellos, porque su maldad ha subido hasta mí[1]. Así comienza el libro de Jonás[2]. Y luego nos cuenta que Jonás se resiste y huye de Dios lo más lejos posible, pero Dios persigue a su profeta y Jonás tiene que volver al camino que Dios le señala hacia la gran ciudad. ¿Qué palabra es esa que Dios dirige, que levanta al profeta, de la que éste huye y que al final viene de nuevo sobre Jonás y éste proclama? Es la palabra de Dios, no la de Jonás. Es una fuerza y no sólo una frase, una verdad. Jonás, el profeta, es un servidor de la Palabra. Este profeta gruñón muestra en su comportamiento el destino de todos los profetas bajo la autoridad inapelable de la Palabra de Dios.

El profeta es un enviado, un hombre movido por la Palabra de Dios que no puede ir donde le place sino donde Dios le envía, y para decir lo que Dios quiere. Es posible que el profeta parezca en ocasiones al pueblo como un entrometido, un hombre que va donde nadie le espera (¿quién esperaba en Nínive a Jonás?) Una parte del actual desprecio por la Iglesia se debe a esta inoportunidad del profeta. Una palabra que nos compromete y nos saca de nuestra rutina, que nos echa en cara nuestro pecado, que amenaza y que invita a cambiar de vida, no puede tener siempre entre nosotros una buena acogida.

Sin embargo, la predicación de Jonás fue bien recibida en Nínive. Me pregunto si la predicación del Evangelio en las grandes ciudades de nuestros días tendrá éxito semejante, y es que las grandes ciudades parecen estar construidas más bien para huir de Dios y desentenderse del prójimo. ¿Quién tocará el corazón del ser humano que a veces da la impresión de solo querer consumir, y gastar? ¿Cómo hacer ver a los hombres, que hay cimas mucho más altas que el bienestar material o económico? Sólo la Palabra de Dios proclamada y vivida puede hacer el milagro. Detrás de una civilización de consumo está el Reino de Dios, el reino de la paz verdadera, de la justicia y de la libertad.

La Palabra de Dios proclamada en medio de nosotros llama a penitencia. Es preciso renovar la mente y el corazón y descubrir de nuevo la vocación con la que hemos sido llamados para entrar en el Reino de Dios. El Reino de Dios es de los pobres. Sólo éstos pueden seguir a Cristo que no tenía donde reposar la cabeza. La Palabra de Dios no nos pide a todos que dejemos las redes, nuestro pequeño negocio, nuestra ocupación. Nos invita a salir para descubrir horizontes más amplios, descubrir al prójimo y la gran esperanza del Reino de Dios. Este es el camino cristiano y también el camino de la auténtica promoción humana[3]



[1] Jon 1, 1-2.
[2] El libro de Jonás es una historia narrativa que tiene como propósito dar testimonio de la gracia de Dios y que el mensaje de salvación es para todos los seres humanos. Este libro difiere de los otros (libros proféticos) en el hecho de que se concentra en el profeta y no en sus profecías. En el Nuevo Testamento Jesús mencionará la historia de Jonás como una ilustración de su muerte y resurrección
[3] Eucaristía 1970, n. 12.

nEw-Old-IdEas

Creo que es san Agustín quien con mesura y equidad concede que cada cristiano ame la escena evangélica que más le guste y hasta tenga cada cual su versículo favorito de toda la vasta Escritura. Tras esta amplia concesión, la Cristiandad entera ha hecho el lícito ejercicio de esta prebenda. Aunque, en rigor, hay que notar que no todos los pasajes gozaron de igual número de adeptos ni todos los rincones de la variopinta geografía y grafía evangélica fueron elegidos por igual. Hay regiones superpobladas… y hay páramos.

Sobre gustos no habrá nada escrito, mas sobre escritos sí que hay muchos gustos. Y yo haré público el mío. Un poco –confieso- por desmarcarse de los lugares comunes, como quien busca una playa con menos densidad turística. Pero no, no es sólo eso. No sin rubor revelaré mi prosaica elección. Y no es que me falte paladar para degustar un “¡es el Señor!” en la dorada aurora de Tiberíades, ni entrañas para conmoverme entero ante un “¿por qué me pegas?” en el inicuo Pretorio, o sensibilidad ante un “si supieras quién te pide de beber” a la hora sin sombras de Samaría… No obstante es más fuerte que yo. Es más fuerte incluso que todo lo que, sin ser yo, tironea por dentro a mi yo hacia opciones más augustas o gallardas. Pero hay un versículo –o medio versículo en rigor- una escuetísima expresión que, desde mi temprana juventud, cada vez que cae en mis oídos y rueda cuesta abajo hasta mi centro interior… logra desarmarme por completo. ¿Por bello? Sí; creo que sí. Aunque sería insólito procurar una defensa objetiva de su hermosura. ¿Por alumbrar con una prístina Verdad? Sí, ya lo creo… aunque, otra vez, batallar en su favor sería vano. ¿Por mover las fibras todas del propio ser hacia el Bien? Sin duda. Pero –hay- dudo que haya un solo manual de moral cristiana que aluda a estas pocas sílabas que me han robado y ordenado la vida. No en vano avisa la carta de Gandalf a Frodo que hay oros que no relucen; y que de algún modo, ese aforismo es regla de oro. No sin algo de sonrojo, insisto, como quien se enamora perdidamente de la más fea de la clase, me hago cargo y confieso mi libérrima elección: cada vez que Juan avisa “eran casi las cuatro de la tarde” se me dislocan las entrañas todas, se me entrecorta el respirar, y detendría el rodar mismo del orbe para prolongar un instante más esa experiencia impar. ¿Qué es lo que “me gusta” tanto de ese “eran casi las cuatro de la tarde”? A Dios gracia no sabría explicarlo. Y ha de ser ese infundamentable fundamento la razón del corazón que torna indeleble y siempre virgen el contacto conmovedor con la frase. “Eran casi las cuatro de la tarde”. Lo escribiría cientos y miles de veces como único recurso, como quien vuelve a apretar play para “explicarle” a alguien lo sublime del Erbarme dich de Bach.

No crean, no obstante, que no lo he intentado. Mil veces. Casi como un catador de vinos neologiza y articula fonemas acerca de sabores y aromas para tratar de ofrecerles alguna gramática a lo que le está ocurriendo en el paladar. Eran casi las cuatro de la tarde. Una genialidad –una de entre mil, claro- es que no sea parte de otra oración. Juan no lo quiere mezclar ni con lo previo ni lo siguiente. Es imprescindible que en el fraseo completo de la secuencia, tras el “fueron, vieron donde vivía y se quedaron con él” tiemble unos instantes la escena en su silencio. Y entonces recién, con solemnísimo timbre y demorada gracia se entonan estos sublimes acordes: eran casi las cuatro de la tarde. Con cierto aire, tal vez, a aquellos logrados versos de García Lorca, se podría arriesgar: eran las cuatro en todos los relojes; eran las cuatro, en sombra de la tarde… Lo sublime de la frase ciertamente no proviene de su estructura interna: de hecho, la expresión suelta sin más contexto, no mueve ni conmueve. La genialidad justamente radica en el poder que tiene de engolfar todo lo dicho hasta ahí –y no menos, en un estuario invertido, todo cuanto se dirá después –para forjarlo, para fraguarlo, para catalizarlo con el peso infinito de la existencia. De algún modo, hasta el “eran las cuatro de la tarde”, toda la gloria, la majestuosa hermosura de cada pasaje evangélico, de cada palabra y gesto del Maestro podían parecer suspendidos en el aire, flotando en la insoportable levedad de las formas puras. Nuestro escogido “eran las cuatro de la tarde”, sin procesos ni progresiones, de un solo golpe cristaliza toda la saga en existencia, todo el mito en hecho. Por eso el “eran las cuatro de la tarde” no sabe a sí mismo: sabe a todo cuanto el Señor haya dicho y hecho, con la plusvalía, con el sabor adicional de la incrustación temporal. De algún modo la expresión es imbricable entre los pliegos de cualquier escena evangélica: el Cristo durmiendo sobre la proa de la barca, o huyendo a Egipto sobre los hombros de José, llorando a mares sobre la colina de Jerusalén o entrando con su gente a la boda de Caná… a todo Cristo, a cada Cristo, le cabe el “eran las cuatro de la tarde”, como el toque mágico y perfecto que le otorga el pondus exacto a la escena y le inyecta vida. “Eran casi las cuatro de la tarde” es el reactivo preciso que le otorga gravedad a todo el Evangelio y, por ende, a toda nuestra Fe. Un poco como el “en tiempos de Poncio Pilato” de nuestro Credo. Pero con mucha más precisión, gracia y hermosura. “Eran las cuatro de la tarde” es una suerte de sinécdoque con que pulsar a un solo acorde nuestra vera Fe, nuestra robusta Fe, nuestra vigorosa Fe, ajena a los sombríos fantasmas atemporales.

No importa demasiado que haya sido cerca de las cuatro, y no a las ocho. Lo importante es que si fue a las cuatro menos diez, fue. Esa es la sazón. Es la estaca bien clavada en la roca del tiempo. Desde ese inconmovible jalón se tensarán las cuerdas todas –hacia atrás y hacia delante de ese hito- con firme y rotunda temporalidad. Con sólida porfía, cada vez que sobre alguna escena o parlamento de Cristo se empiezan a atrincherar los negros nubarrones del criticismo exegético y caen las primeras gotas del ángel sin garbo con su funesto “no temas María, que no soy más que un género literario”, uno empuña y desenvaina y estoca a lustroso acero: vale Dios que eran las cuatro de la tarde, estúpido. Sí; nuestro “hora erat quasi decima” es una auténtica y efectiva pica en Flandes donde perseverar en el diario batallar contra los que intentan disolver, soliviar y vaporear la contundencia de nuestra Religión. Es el más eficaz de los antídotos al deletéreo y funesto arte de enfantasmarlo a nuestro Señor, de desencarnarlo al Verbo. Y le va bien lo de pica en Flandes, también, por aquello de que la pica no vale ni por el Tercio ni por Flandes, sino por el glorioso imperio –que en este caso es Reino- que solventa con denuedo a sus espaldas. Si me permiten la lúdica asociación: el brioso “eran las cuatro de la tarde” es nuestro “Santiago y cierra España” con que arengarse en la contienda contra las vaporosas doctrinas llamativas y extrañas.


Agustín dirá con redonda firmeza: nunca más bello que colgado del Madero. Y vale. No reclamo yo adeptos a mi elección ni amigos para mi oro viejo y perla preciosa. Pero blandiría espada y hasta vertería mi sangre toda en defensa de mi “eran casi las cuatro de la tarde”, pues mi Fe entera pende de esa pica hecha estandarte del grandísimo Rey. Pues aunque me confiese paje del Soberano sempiterno, ¡Dios me guarde!, no menos soy vasallo y subalterno, del Señor de las cuatro de la tarde Diego de Jesú,  18 de enero 2015. Homilía alEvangelio de Jn 1, 35-42

VISUAL THEOLOGY



(A propósito de la fiesta de la conversión de san Pablo que la Iglesia celebra habitualmente el 25.I) Caravaggio tiene dos versiones, ambas fechadas en torno a 1600-1601 y ambas conservadas en Roma: una en la colección Odescalchi Balbi; y otra en Santa Maria del Popolo. El atrevimiento de Caravaggio en la representación de esta escena originó una curiosa polémica. Se preguntó al pintor por qué había puesto al caballo en medio y a San Pablo en el suelo "¿Es acaso el caballo Dios?", le preguntó alguien. El artista respondió: "No, pero el animal está en el centro de la luz de Dios ■



Third Sunday in Ordinary Time (B)

I am not sure how familiar you are with the opera. A few years ago I saw Mozart’s Don Giovanni[1]. The story is sometimes called Don Juan. It is the story of a horrible man who uses and dumps as many women as he can; laughing at the fact that he can’t even count his victims. At the end of the opera Don Giovanni (or for that matter, at the end of the opera Faust), the main character has the ability to be forgiven, but out of pride refuses to recognize his sins and would rather be condemned to hell[2].

            Well, these are just plays or operas, but what saddens me is that many people act the same way. There are people who think that it is too late for them. They think that they cannot be forgiven.  They think that their sins are too numerous or too grave to merit forgiveness. Perhaps you know some of these people. Perhaps you are one of these people. If you think that it is too late to be forgiven or that your sins are too grave, you are wrong.

            Look at the first reading for this weekend. It is from the Book of Jonah. Now when we hear about Jonah we think about the guy who spent three days in the belly of a whale, foreshadowing Christ’s three days in the tomb.  That is only part of the story. The whole reason why Jonah got gobbled up was because he refused to listen to God and preach to the people of Nineveh. God told Jonah to go to Nineveh and tell the people that they were condemned due to their sins, so It wasn’t too late for the Ninivites. It is never too late for us. We think that it is too late for us to be forgiven, or that the sin was too much to forgive. Sometimes we think that even we don’t belong in Church. Wrong! God wants everybody here. God wants everybody here because he wants us to receive healing from the community.

            Some people come to Church battling sin and frequently losing that battle.  They might have gotten through a week or two, but then they succumb again.  Once in Church they see so many around them living a moral life that they feel that they don’t belong here.  But they are wrong.  The need to be here because they need to be in the presence of compassion and love, compassion and love emanating from Christ and reflected by the Catholic community. It is not too late for them.  It is never too late for any of us!

            Today’s Gospel sums up all of Jesus’ teaching. His message was simple: repent and believe in the Gospel, the Good News. The Good News is that happiness and peace are offered to us if we are willing to fight against sin and turn to the Lord. The Good News is that nothing can take Christ from us.  No one, no situation in life, nothing can destroy the joy that we have in being united to the Lord.

            And this joy is there for us, every one of us. We can embrace the joy. We do not have to be like Don Giovanni. We cannot allow our pride to destroy us. We can the humility to embrace the Lord’s compassion. The Lord never gives up on us.   We do not have the right to give up on ourselves



[1] Don Giovanni (K. 527; complete title: Il dissoluto punito, ossia il Don Giovanni, literally The Rake Punished, or Don Giovanni) is an opera in two acts with music by Wolfgang Amadeus Mozart and Italian libretto by Lorenzo Da Ponte. It is based on the legends of Don Juan, a fictional libertine and seducer. It was premiered by the Prague Italian opera at the Teatro di Praga on October 29, 1787. Da Ponte's libretto was billed, like many of its time, as dramma giocoso, a term that denotes a mixing of serious and comic action. Mozart entered the work into his catalogue as an opera buffa. Although sometimes classified as comic, it blends comedy, melodrama and supernatural elements. A staple of the standard operatic repertoire, Don Giovanni is currently tenth on the Opera base list of the most-performed operas worldwide. It has also proved a fruitful subject for writers and philosophers.
[2] 3rd Sunday of Ordinary Time B, January 25, 2015. Readings: Jonah 3:1-5, 10; Responsorial Psalm 25: 4-5, 6-7, 8-9; 1 Corinthians 7:29-31; Mark 1:14-20. 
En dónde moras, Señor,
que anhelo tu compañía,
e intuyo lo que sería
enamorado en tu amor...?

Yo moro en la intimidad
de la noche silenciosa,
en el diálogo callado
y la oración amorosa.
Yo moro donde el Espíritu
se hace nube esplendorosa,
y baja como en María
a fecundar a la esposa.

Yo moro en la fe probada
del pobre que al cielo llora
y sin triunfar con palabras
en el Padre se abandona.
Mi morada trinitaria
se ha hecho cuna sin corona,
y en la humildad van mis huellas
como pétalos de rosas.

Lo pequeño es mi grandeza,
lo débil mi fuerza toda.
la cruz es resurrección
en donde la vida brota.
Pentecostés es el fuego
del amor que se desborda;
yo moro en la suma paz,
la paz es mi eterna hora.

Yo habito en tu corazón
con presencia creadora
y en la santa comunión
yo soy tú..., silencio, adora.
Y confía a lo infinito
que tu despojo es mi obra,
sin ti sería infeliz,
contigo el Verbo se goza. Amén

P. Rufino Mª Grández, ofmcap.

Puebla, 12 enero 2012.

II Domingo del Tiempo Ordinario (B)

Samuel, en el silencio de la noche y en la quietud del santuario, oye que alguien lo llama por su nombre. Piensa que es Elí, pero en realidad es el Señor quien lo busca. Le costó a Samuel reconocerlo pero cuando lo hizo la respuesta fue perfecta: Habla, Señor, que tu siervo escucha. Y el Señor le habló. Surgió así el profeta Samuel.

Lo mismo pasa con nosotros: vivimos tan inmersos en un mundo en el que el silencio a veces es prácticamente imposible, que hemos olvidado algo impresionante: nuestra llamada personal por el Señor; hemos olvidado el sentido de nuestra identidad, hemos olvidado eso tan maravilloso que es estar convencido de que yo –ponga aquí cada uno su nombre y apellidos- he sido llamado personalmente por Dios, he sido elegido por El y tengo un camino específico que recorrer, un camino que no será igual al de ningún otro hombre, por sencillo que parezca. El problema está en que seamos capaces de discernir la llamada porque estamos tan solicitados por tantas cosas, tan entretenidos, tan preocupados por tantos problemas, tan inquietos por tantas tonterías, que difícilmente encontramos un rato de silencio y tranquilidad para que la Voz del Señor nos llegue a lo más profundo del corazón y nos despierte del sueño que nos invade. Pero la llamada existe. Esto es lo importante y puede quedar sin respuesta a causa de nuestra pertinaz sordera.

Pero si respondemos, si somos capaces de decir como Samuel, con toda la sinceridad del corazón, habla, Señor, que tu siervo escucha, se producirá el milagro de convertirnos en hombres de Dios, en hombres capaces de hacer que el Reino sea una realidad aquí y ahora y no algo que sólo sucederá al final de los tiempos. Si respondemos puede realizarse el milagro de convertirnos en hombres y mujeres de paz, que reparten bondad, que se empeñan conscientemente en quitar las tinieblas que rodean el mundo para invadirlo de luz, una luz que hoy aparece nítidamente en el Jordán y que, si respondemos a la llamada de Dios, nos puede invadir para siempre.

Sin embargo la respuesta da paso frecuentemente a un camino con dificultades. Para Samuel, convertido en profeta las dificultades aparecieron en seguida. En el evangelio de hoy, que es precioso y está lleno de ternura, Juan se apresura a señalar a sus discípulos quién es aquél a quien tienen que seguir. Y lo señala con una frase que a nosotros se nos repite siempre que celebramos una Eucaristía (¡sin que produzca los mismos efectos que produjo en aquellos discípulos de Juan!). Cuando ellos escucharon de Juan: Este es el Cordero de Dios, siguieron a Jesús inmediatamente y, tras preguntarle dónde vivía, se quedaron con Él. Se quedaron con Él para siempre. La vida ya no sería para ellos igual que antes, ni ellos serían ya los mismos. Se había producido el acontecimiento mayor de los tiempos: el encuentro de un hombre con Cristo. El Evangelio no nos dice dónde se quedaron, donde vivía Cristo, sólo nos dice lo más importante: que se quedaron porque en el encuentro con Cristo lo de menos es dónde tiene lugar; lo importante es que se produzca y que algo en nuestra intimidad nos anuncie que el encuentro se ha producido y que una fuerza nueva se instala en nosotros y nos hace capaces de aventurarnos en el camino del cristianismo tomado en serio.

A los discípulos de Juan les bastó una sola advertencia para seguir a Jesús. Nosotros parece que somos más duros de oído o estamos más distraídos, ¿cuántas veces se nos ha anunciado "éste es el Cordero de Dios"? Estamos todavía lejos de seguirle y quedarnos con El y salir corriendo para decirle al mundo que lo hemos encontrado, como hicieron aquellos dos primeros apóstoles que no se sintieron capaces de guardar para sí el descubrimiento que habían hecho. Quizás a partir de hoy, cuando en la Eucaristía escuchemos al sacerdote decir Este es el Cordero de Dios, algo se mueva en nuestro interior, algo que nos haga ver lo importante que en nuestra vida cristiana es seguir a ese Cordero de Dios cuya misión es devolver al mundo la luz, la vida, la esperanza, el amor[1]


[1] A.M. Cortés, Dabar 1988, n. 11

nEw-Old-IdeAS


Frente a mi casa, en la estrecha y sombría calle de mi pueblo, hay un edificio muy antiguo, descuidado, con la fachada desconchada, cayéndose día tras día el humilde cemento que recubría sus pobres paredes. Aparentemente la casa estaba desierta. Casi nunca se veía en la humilde entrada o en la escalera que conducía a sus entrañas, movimiento de gente alguna que saliera o entrara. Parecía que nadie vivía allí. Rara vez alguien había visto luz en uno de sus reducidos balcones, casi siempre cerrados. Los vecinos decía que allí vivía, o malvivía, una pequeña abuelita. En pocas ocasiones se podía ver el paso rápido de una mujer joven que, con unas bolsas de plástico, entraba en silencio y salía presurosa. Los más antiguos del barrio afirmaban que era la hija de la anciana que iba, de vez en cuando, a ver a su madre y a llevarle alimentos. Quizás también ropa limpia. Todos podíamos percibir, sin embargo, una insignificante señal de vida: por la tarde, a la hora de la merienda, siempre aparecía en un rincón de la acera, una piel de plátano y otra de manzana. Se decía que era la anciana, que quería hacer partícipes a las palomas que siempre revolotean por allí, de su pobre alimento diario. Un día, en pleno invierno, con nuestra calle aún cubierta de restos encharcados de la última nevada, nos dimos cuentas de que, a las seis de la tarde, no estaba en el rincón de la acera la inevitable señal de vida: ni la piel de plátano ni la de manzana. Pasaron dos o tres días sin los restos en la acera. Después la noticia corrió de boca en boca: habían encontrado a la pobre anciana muerta en su pobre casa completamente helada. Ningún ruido. Nadie había oído nada. Todos comentaban lo mismo: “¡Ya me extrañaba a mí!”. Nadie vio más ni la piel de plátano ni la de manzana. Una piel de plátano y una de manzana. Dos expresiones de una vida que late con vigor aunque silenciosamente. Una vida importante, como toda vida. Tan grande y tan humilde como todas. Todo el mundo podía ver esas insignificantes señales de vida. Con la muerte todo desapareció: ya no había una vida que hablara. La oración es, en su más humilde y profunda expresión, una evocadora señal que expresa la vida. Las actitudes de la vida, el latir de la vida han de ser la base de toda oración, viviendo siempre en Dios desde el latir del corazón de la vida, siempre con el arrimo de la fe, la esperanza y la caridad para crecer en Dios

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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