Frente a mi casa, en la estrecha
y sombría calle de mi pueblo, hay un edificio muy antiguo, descuidado, con la
fachada desconchada, cayéndose día tras día el humilde cemento que recubría sus
pobres paredes. Aparentemente la casa estaba desierta. Casi nunca se veía en la
humilde entrada o en la escalera que conducía a sus entrañas, movimiento de
gente alguna que saliera o entrara. Parecía que nadie vivía allí. Rara vez
alguien había visto luz en uno de sus reducidos balcones, casi siempre
cerrados. Los vecinos decía que allí vivía, o malvivía, una pequeña abuelita.
En pocas ocasiones se podía ver el paso rápido de una mujer joven que, con unas
bolsas de plástico, entraba en silencio y salía presurosa. Los más antiguos del
barrio afirmaban que era la hija de la anciana que iba, de vez en cuando, a ver
a su madre y a llevarle alimentos. Quizás también ropa limpia. Todos podíamos
percibir, sin embargo, una insignificante señal de vida: por la tarde, a la
hora de la merienda, siempre aparecía en un rincón de la acera, una piel de
plátano y otra de manzana. Se decía que era la anciana, que quería hacer
partícipes a las palomas que siempre revolotean por allí, de su pobre alimento
diario. Un día, en pleno invierno, con nuestra calle aún cubierta de restos
encharcados de la última nevada, nos dimos cuentas de que, a las seis de la
tarde, no estaba en el rincón de la acera la inevitable señal de vida: ni la
piel de plátano ni la de manzana. Pasaron dos o tres días sin los restos en la
acera. Después la noticia corrió de boca en boca: habían encontrado a la pobre
anciana muerta en su pobre casa completamente helada. Ningún ruido. Nadie había
oído nada. Todos comentaban lo mismo: “¡Ya me extrañaba a mí!”. Nadie vio más
ni la piel de plátano ni la de manzana. Una piel de plátano y una de manzana.
Dos expresiones de una vida que late con vigor aunque silenciosamente. Una vida
importante, como toda vida. Tan grande y tan humilde como todas. Todo el mundo
podía ver esas insignificantes señales de vida. Con la muerte todo desapareció:
ya no había una vida que hablara. La oración es, en su más humilde y profunda
expresión, una evocadora señal que expresa la vida. Las actitudes de la vida,
el latir de la vida han de ser la base de toda oración, viviendo siempre en
Dios desde el latir del corazón de la vida, siempre con el arrimo de la fe, la
esperanza y la caridad para crecer en Dios ■
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