Solemnidad de Todos los Santos


Es costumbre en algunos lugares de Norteamérica que el predicador glose la vida y virtudes de su santo patrono el primer día del mes de noviembre; y como la sabiduría popular reza que a donde fueres haz lo que vieres, van, pues, éstas breves líneas a propósito de la Solemnidad de todos los Santos[1].

Toda la vida de San Agustín es interesante. Esta vez centramos la atención en el periodo posterior de su conversión que comienza en la víspera de la Pascua del año 387. En aquella noche Agustín recibió el bautismo junto con Alipio y su hijo Adeodato, quien tenía entonces quince años y murió poco después. En el otoño de ese año resolvió retornar a África y fue a embarcarse en Ostia con su madre y algunos amigos. Mónica murió ahí en noviembre de ése mismo año (387). Agustín consagra seis conmovedores capítulos de las Confesiones a la vida de su madre. Viajó a Roma unos cuantos meses después y en septiembre del 388 se embarcó para África, viviendo en Tagaste.

Habiendo encontrado a Dios, vivió olvidado del mundo y al servicio de los hermanos a través con el ayuno, la oración y las buenas obras. Además de meditar sobre la ley de Dios, instruía a la gente que le rodeaba con sus discursos y escritos. Agustín y sus amigos habían puesto todas sus propiedades en común y cada uno las utilizaba según sus necesidades, como los primeros cristianos[2]. Aunque no pensaba en el sacerdocio, fue ordenado el año 391 por el obispo de Hipona, Valerio, quien le tomó por asistente. Así pues se trasladó allí y estableció una especie de monasterio en una casa próxima a la iglesia, como lo había hecho en Tagaste. Alipio, Evodio, Posidio y otros –canonizados después- formaban parte de la comunidad. El obispo, que era griego y tenía además cierto impedimento de la lengua, nombró predicador a Agustín. En el oriente era muy común la costumbre de que los obispos tuviesen un predicador, a cuyos sermones asistían; pero en el occidente eso constituía una novedad, así Agustín obtuvo permiso de predicar aun en ausencia del obispo, lo cual era inusitado. Desde entonces, el santo no dejó de predicar hasta el fin de su vida. Se conservan casi cuatrocientos sermones de San Agustín, la mayoría de los cuales no fueron escritos directamente por él, sino tomados por sus oyentes[3].

Alrededor del 395, Agustín fue consagrado obispo coadjutor de Valerio. Poco después murió este último y el santo le sucedió en la sede de Hipona. Generalmente, la correspondencia de los grandes hombres es muy interesante por la luz que arroja sobre su vida y su pensamiento íntimos. Así sucede, particularmente con la correspondencia de San Agustín[4]. En la carta LIV, dirigida a Januario, alaba la comunión diaria, con tal de que se la reciba dignamente, con la humildad con que Zaqueo recibió a Cristo en su casa; pero también alaba la costumbre de los que, siguiendo el ejemplo del humilde centurión, sólo comulgan los sábados, los domingos y los días de fiesta, para hacerlo con mayor devoción. La modestia y humildad de San Agustín se muestran en su discusión con San Jerónimo sobre la interpretación de la epístola a los Gálatas. A consecuencia de la pérdida de una carta, San Jerónimo, que no era muy paciente, se dio por ofendido. Agustín le escribió: "Os ruego que no dejéis de corregirme con toda confianza siempre que creáis que lo necesito; porque, aunque la dignidad del episcopado supera a la del sacerdocio, Agustín es inferior en muchos aspectos a Jerónimo". Impresionante.

Sin duda la obra más conocida de San Agustín son sus Confesiones[5], al leerlas encontramos a un hombre sediento Dios: «Grande eres, Señor, y laudable sobre manera; grande es tu poder, y tu sabiduría no tiene numero. ¿Y pretende alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación, y precisamente el hombre, que, revestido de su mortalidad, lleva consigo el testimonio de su pecado y el testimonio de que resistes a los soberbios? Con todo, quiere alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación. Tú mismo le excitas a ello, haciendo que se deleite en alabarte, porque nos has hecho para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en Ti»[6].

Un hombre con un profundo amor por Jesucristo: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y ves que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo mas yo no lo estaba contigo. reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y abraséme en tu paz»[7].

San Agustín de Hipona, un santo cuya vida vale la pena leer con calma y atención.

[1] Homilía pronunciada el 1.XI.2007, Solemnidad de Todos los Santos, en St. Matthew Catholic Church, en San Antonio (Texas).
[2] Cfr. Hech 4, 32-37.
[3] Algunos de sus más conocidos sermones pueden consultarse en castellano en http://www.sant-agostino.it/spagnolo/discorsi.htm
[4] Para conocer algunas de las cartas, puede consultarse: http://www.sant-agostino.it/spagnolo/lettere.htm
[5] Una estupenda traducción a cargo del P. Angel Custodio Vega, de la Órden de San Agustin, puede encontrarse en http://www.sant-agostino.it/spagnolo/confessioni/index2.htm
[6] Ídem.
[7] Ídem.

ilustración: JAN VAN SCOREL (1520), Battesimo di Sant' Agostino, Gerusalemme, Santo Stefano.

Solemnity of All Saints


A few months ago I finished reading a wonderful biography[1] of St. Thomas More[2], and I should to be honest: I hate the pious fictions of unrealistic individuals that characterized so much of the writings about the saints called hagiographies.

This biography of St. Thomas More was quite different. It presented Thomas as coming from a devout family, but being no more or less Christian or Catholic than those around him. In his early career as a lawyer, Thomas was even quite duplicitous. More was an independent thinker. Together with his Dutch friend, Erasmus, he framed new ways of stating the truths of the Christian Life. His famous book, Utopia, was a satire on the so-called Christian states of his day. His ideas were quite extraordinary for their time, but not excessive. When Martin Luther challenged the authority of the Church, the sacraments, etc, More responded with a vicious attack that would rise as many of our eyebrows as Luther’s theses.

Then something happened that transformed More from a Christian of his day to a saint for the ages, or as Erasmus would later call him, a man for all seasons. More had to choose between his conscience and his king, his faith and his social position, his life and his death. If you visit the Tower of London, the Beefeater guide will point out the area of the prison where More was confined, the place in the courtyard where he was beheaded, and the common grave in the chapel where his body was dumped. What the guide misses is the agony that More went through while waiting for his death. He loved his family dearly and had to endure their constant pleading with him to give in to the King. He prayed continually for forgiveness for his sins, but he was confronted with the questionable decisions he had made in his career. He had nightmares about the sentence of treason, which would be the grueling hang, drawn and quartered. When at the last minute the King commuted his sentence to beheading he felt that he was given a great mercy.

Thomas More was a very real, very imperfect Christian, who was called to make a radical decision for the Lord. He embraced this decision as an authentic reflection of who he is. His determination to be his best self helps us to make far less demanding choices in our lives to be our best selves.

The Solemnity of All Saints doesn’t just remind us of those who have made a radical decision to follow the Lord.

The Solemnity of All Saints calls us to look at our own lives and to seek out our true Christian persona. We ask the saints today to help us have the courage to radiate the presence of Christ in our lives.

[1] www.scepterpublishers.org/productexec/product_id/116/nm/Thomas_More_A_Portrait_of_Courage
[2] Saint Thomas More (1478–1535), he also was known as Sir Thomas More, was an English lawyer, author, and statesman. During his lifetime he earned a reputation as a leading humanist scholar and occupied many public offices, including that of Lord Chancellor from 1529 to 1532. More coined the word Utopia, a name he gave to an ideal, imaginary island nation whose political system he described in a book published in 1516. He is chiefly remembered for his principled refusal to accept King Henry VIII's claim to be supreme head of the Church of England, a decision which ended his political career and led to his execution for treason. In 1935, four hundred years after his death, More was canonized in the Catholic Church by Pope Pius XI, and was later declared the patron saint of politicians and statesmen by Pope John Paul II. He shares his feast day, 22 June on the Catholic calendar of saints, with Saint John Fisher, the only Bishop during the English Reformation to maintain his allegiance to the Pope. More was added to the Church of England's calendar in 1980.

Thirtieth Sunday in Ordinary Time


In our gospel for today the Pharisee comes to the Temple, not to cry out for help, but to remind God of his goodness: He fasts. He pays tithes. He reminds God that he is not like so many others who are grasping and crooked and adulterous, sadly the Pharisee has no sense of dependence on God; he is so full of himself that he doesn't recognize his own emptiness. He does not have enough sense to ask God to help him be a better person. He thinks he has everything. He leaves the Temple with nothing[1].

Saint Paul in the second reading, the orphan and widow in the first reading, and the tax collector in the parable, all have a sense of total abandonment, and they recognized their need for God. They ask God to fill their emptiness. They are justified, raised up to God by his gratuitous mercy.

We –and that’s the lesson for today- we come before God because we are so empty. We recognize how our sins have left us isolated in our worlds. We have lost close friends because we have not been able to control our tongues. We have destroyed relationships when we have allowed fantasy to be confused with reality. We have not loved as we could love because we have tried loving ourselves instead of others. As a result there are times that we don't even like ourselves. So we come before the Lord, alone, abandoned by some whom we love, perhaps abandoned by our own self esteem. And we ask the Lord to hear our cries.

And He does hear, and he responds with the greatest gift there is. He calls to us on the cross and asks, "Do you think that you are the first person to feel abandoned?" He responds with His Presence. He tells us to believe that He is with us, Emmanuel: God with his people[2]. Our lord fills up our emptiness. He helps us to love by seeing His presence in others. He helps us to love ourselves by seeing the capacity we have to reflect His Image to the world. He gives our lives meaning[3].

Every Sunday we begin Mass with a penitential rite. This brief liturgical action reminds us of our dependency on God, we ask for mercy for not responding to His Grace. Only after we recognize our need for God we are open for accept the gifts of His Love: His formative Word in scripture, the renewal of our salvation on the cross, the nourishment of His Eucharistic presence.

Our prayer today is the Pilgrim's prayer, the Jesus prayer: Lord Jesus, have mercy on me a sinner. Lord Jesus, Have mercy on me a sinner. Lord Jesus, have mercy on me a sinner[4]. And throughout the pilgrimage of our lives, we cry out Lord, I am not worthy to receive You, but only say the Word and I shall be healed[5].

[1] Sunday 28th October, 2007, 30th Sunday in Ordinary Time. Readings: Ecclesiasticus 35:12-14, 16-19. The Lord hears the cry of the poor. Ps 32(33):2-3, 17-19, 23. 2 Timothy 4:6-8, 16-18. Luke 18:9-14.
[2] Mt 1:23.
[3] I am the vine, you are the branches; he who abides in Me and I in him, he bears much fruit, for apart from Me you can do nothing (Joh 15: 5)
[4] Lk 18,38.
[5] Cfr Mt 8:8


ilustración: Abraham and Isaac (1783), William Blake, Drawing and watercolour, Museum of Fine Arts, Boston.

XXX Domingo del Tiempo Ordinario


Cuentan de aquel escritor que paseando por la calle se encontró con un amigo y comenzaron a hablar. Durante más de media hora el escritor le habló de sí mismo, sin parar ni un instante. De pronto se detuvo un momento, hizo una pausa, y le dijo: "Bueno, ya hemos hablado bastante de mí. Ahora hablemos de ti: ¿qué te ha parecido mi última novela?"[1].

Es un ejemplo gracioso de actitud aunque simple, plena de vanidad. De hecho, la mayoría de los vicios son también bastante simples. En cambio la soberbia –y todo esto va a propósito de los dos personajes del evangelio, uno sencillo, el otro soberbio- suele manifestarse bajo formas más complejas y apariencias sumamente diversas. La soberbia sabe bien que si enseña la cara, su aspecto es repulsivo, y por eso una de sus estrategias más habituales es esconderse, disfrazarse. Se mete dentro de otra actitud aparentemente positiva, que siempre queda contaminada[2].

Unas veces se disfraza de sabiduría, de lo que podríamos llamar una soberbia intelectual que se empina sobre una apariencia de rigor que no es otra cosa que orgullo altivo.

Otras veces se disfraza de coherencia, y hace a las personas cambiar sus principios en vez de atreverse a cambiar su conducta inmoral. Como no viven como piensan, lo resuelven pensando como viven. La soberbia les impide ver que la coherencia en el error nunca puede transformar lo malo en bueno.

También puede disfrazarse de un apasionado afán de hacer justicia, cuando en el fondo lo que les mueve es un sentimiento de despecho y revanchismo. Se les ha metido el odio dentro, y en vez de esforzarse en perdonar, pretenden calmar su ansiedad con venganza y resentimiento.

Hay ocasiones en que la soberbia se disfraza de afán de defender la verdad, de una ortodoxia altiva y hasta violenta; o de un afán de precisarlo todo, de juzgarlo todo, de querer tener opinión firme sobre todo. Todas esas actitudes suelen tener su origen en ese orgullo tonto y simple de quien se cree siempre poseedor exclusivo de la verdad. En vez de servir a la verdad, se sirven de ella –de una sombra de ella-, y acaban siendo marionetas de su propia vanidad, de su afán de llevar la contraria o de quedar por encima.

A veces se disfraza de un aparente espíritu de servicio, que parece a primera vista muy abnegado, y que incluso quizá lo es, pero que esconde un curioso victimismo resentido. Son aquellos que hacen las cosas, pero con aire de víctima ("soy el único que hace algo"), o lamentándose de lo que hacen los demás ("mira éstos en cambio...").

Puede disfrazarse también de generosidad, de esa generosidad ostentosa que ayuda humillando, mirando a los demás por encima del hombro, menospreciando. O se disfraza de afán de enseñar o aconsejar, propio de personas llenas de suficiencia, que ponen a sí mismas como ejemplo, que hablan en tono paternalista, mirando por encima del hombro, con aire de superioridad. O de aires de dignidad, cuando no es otra cosa que susceptibilidad, sentirse ofendido por tonterías, por sospechas irreales o por celos infundados.

¿Entonces la soberbia está detrás de todo? hombre, no siempre, pero por lo menos sabemos que lo intentará. Igual que no existe la salud total y perfecta, tampoco podemos acabar por completo con la soberbia. Pero podemos luchar contra ella día a día. Pero ¿cómo detectarla, si se esconde bajo tantas apariencias?

El quid está en la humildad que nos hace falta aceptar la crítica que los demás puedan hacernos. La soberbia meterse en una especie de castillo en el que nadie puede entrar. Una especie de laberinto. Cuando la soberbia se ha hecho su propia torre o incluso su propia ciudad, van creciendo sus manifestaciones más simples y primarias: susceptibilidad enfermiza, un continuo hablar de uno mismo, actitudes prepotentes y engreídas; vanidad y afectación en los gestos y el modo de hablar; decaimiento profundo al percibir la propia debilidad, etc.

Hay que romper alguna de las murallas de ésa ciudad. Dejar de construir la propia ciudad para construir la ciudad de Dios es clave para tener una espiritualidad y una forma de ser sanas, para mantener un trato cordial con las personas, para no sentirse ofendido por tonterías, para no herir a los demás..., para casi todo[3].

Por eso hay que tener miedo a la soberbia, y luchar seriamente contra ella. Es una lucha que toma el impulso del reconocimiento del error. Un conocimiento siempre difícil, porque el error se enmascara de mil maneras, e incluso saca fuerzas de sus aparentes derrotas, pero un conocimiento posible, si hay empeño por nuestra parte y buscamos ayuda en la fuerza de los hermanos.

[1] Homilía pronunciada el 28.X.2007 en la parroquia de St. Matthew, en San Antonio (Texas).
[2] La soberbia es como el río que sí está en su cauce, que nunca se desborda, que está sereno y tranquilo y, sin embargo, ¡ay!, está envenenado. Tiene la mejor de las apariencias, resulta maravilloso en su paisaje, pero todo el que beba de él morirá. Son los pecados del fariseo: la apariencia de virtud, el orgullo del que se siente poseído de una verdad sin amor, el juego de palabras muy bonitas faltas de contenido y de obras, la soberbia disfrazada de ser elegido, aristócrata del amor en el mundo, la vanidad de asimilarse siempre a los poderes del mundo y a una vida cinco estrellas. Y no es que Jesús no perdone con facilidad esos modos, es que el que los posee va por la vida sin siquiera darse cuenta. Le cuesta mucho advertir que está hecho una gusanera de suficiencia y de engreimiento. Le resulta más fácil pensar y juzgar lo que ve en otros: el desmadre de la carne, una vida desenfrenada, desordenada, errática. Y las juzga con dureza. Incapaces de entender el corazón, les encanta juzgar las acciones sólo por las apariencias. De hecho el exceso no siempre significa impureza: puede proceder de un impulso extremado superior al común de los mortales, o de una sed de infinito desorientada, pero no impura –así les sucede a tantas biografías apasionadas por una vocación interior-, o de la desesperación…Y también sucede que la impureza no acarrea necesariamente excesos: hay hombres que tienen por Dios a su vientre y que son relativamente sobrios; otros son lujuriosos hasta los tuétanos y, sin embargo, se conforman con una sola mujer; hay ambiciosos que son moderados en su audacia, y tantos otros pecadores de la pradera “prudentes” que por miedo a las complicaciones de la vida, a los sufrimientos, o por automatismo social, mantienen su bajeza dentro de los límites permitidos por la ley. Un fariseo es un señor que debería de saber que cada vez que su dedo índice acusa a otro, su dedo meñique, su dedo anular y su dedo corazón le están acusando a él.
[3] «Dos amores hicieron dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, hizo la ciudad del mundo; el amor de Dios, hasta el desprecio de sí mismo, hizo la Ciudad de Dios» (S. Agustín, La Ciudad de Dios, libro XIV, cap. XXVIII).
ilustración: Tránsito en espiral (1963), Remedios Varo, óleo sobre masonite, colección particular, New York.

XXIX Domingo del Tiempo Ordinario


A propósito de la última pregunta del Señor en el evangelio[1], y recordando la figura Raúl Follerau, viene a la memoria una historia que él mismo solía contar. Visitando una hospital para leprosos en una isla del Pacífico le sorprendió que, entre tantos rostros muertos y apagados, había alguien que había conservado unos ojos claros y luminosos, que aún sabían sonreír y que se iluminaban con un gracias cuando le ofrecían algo[2]. Cuando preguntó qué era lo que mantenía a este pobre leproso tan unido a la vida, alguien le dijo que observara su conducta por las mañanas.

Y vio que al amanecer aquel hombre acudía al patio que rodeaba el hospital y sentaba enfrente del alto muro de cemento que lo rodeaba. Y allí esperaba. Esperaba hasta que, a media mañana, tras el muro, aparecía durante unos cuantos segundos otro rostro, una cara de mujer, vieja y arrugadita, que sonreía. Entonces el hombre se unía a esa sonrisa y sonreía también. Sonreían los dos. Luego el rostro de mujer desaparecía y el hombre, iluminado, tenía ya alimento para seguir soportando una nueva jornada y para esperar a que mañana regresara el rostro sonriente. Era su mujer. Cuando lo sacaron del pueblo para que no contagiara la lepra a los demás, la mujer le siguió hasta el pueblo más cercano, quedándose a vivir allí. Y acudía cada mañana para continuar expresándole su amor. «Al verla cada día –comentaba el leproso- sé que todavía estoy vivo».

No exageraba: vivir es saberse queridos, sentirse queridos.

No les falta razón a psicólogos y psiquiatras cando afirman que los suicidas se matan cuando han llegado al convencimiento pleno de que ya nadie les querrá nunca. Y es que ningún problema es verdadero y totalmente grave mientras se tenga a alguien a nuestro lado.

Es fundamental que entendamos que la soledad es la mayor de las miserias y que lo que los demás necesitan verdaderamente de cada uno de nosotros no es siquiera nuestra ayuda, sino nuestro cariño.

La mayor desgracia que puede ocurrirle a un ser humano es vivir cerrado al amor que los demás pueden brindarle.

Para un enfermo es la compañía sonriente la mejor de las medicinas. Para un viejo no hay ayuda como un rato de conversación sin prisas y un poco de comprensión de sus rarezas. El mendigo necesita más nuestro cariño que nuestra limosna.

Y, asombrosamente, la sonrisa –que es la más barata de las ayudas- es la que más nos cuesta dar. Es mucho más fácil dar cien pesos a un pobre que dárselos con amor. Y es más sencillo comprarle un regalo al abuelo que ofrecerle media hora de amistad[3].

En nuestra fe católica todo está conectado: el amor necesita de la fe y la fe necesita de la acción. La acción sin la caridad se vuelve estéril y la caridad se traduce en obras.

Hace un par de semanas, junto con los apóstoles, le pedíamos al Señor que nos aumentara la fe[4], hoy le pedimos que esa fe que pedimos la sepamos vivir con caridad fraterna y nos sintamos responsables del amor que hemos de brindar a aquellos con quienes convivimos.

El amor es una luz –en el fondo la única- que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar[5].


[1] Homilía pronunciada el 21.X.2007, XXIX Domingo del tiempo ordinario, en la parroquia de St. Matthew en San Antonio (Texas).
[2] Raúl Follerau, el Vagabundo de la caridad fraterna, gustaba repetir: “Hombre es mi nombre de familia, cristiano es mi nombre de pila. Amigos, haced el favor de no dudar nunca de la bondad, la compasión, de la que he llamado amor, que salva al mundo”. Este hombre, uno de los cristianos más importantes de este siglo, defensor de los leprosos y los marginados, la voz de los sin-voz en todas las instituciones internacionales, y el creador de una mirada mundial nueva de ayuda a los leprosos, descubrió que sólo el amor y la compasión son capaces de salvar y liberar al mundo de su egoísmo y de su injusticia. El Vagabundo de la caridad fraterna sabía que el perdón y la solidaridad eran los únicos caminos para humanizar a este mundo, que conoce tanto de guerras, odios, envidias y marginaciones.
[3] Dar sin amor es ofender. Lo decía con palabras tremendas, pero muy verdaderas, San Vicente de Paúl: «Recuerda que te será necesario mucho amor para que los pobres te perdonen el pan que les llevas.» Solemos decir: «¡Son tan desagradecidos!.» Y no nos damos cuenta de que ellos perciben perfectamente cuándo damos sin amor, para quitárnoslos de encima y dejar tranquila nuestra conciencia. Son, por ello, lógicos odiando nuestra limosna, odiándonos. Les empobrecemos más al ayudarles, porque les demostramos hasta qué punto no existen para nosotros .
[4] Cfr Lc 17, 5
[5] BENEDICTO XVI, Carta encíclica, Deus caritas est, n. 14.
Ilustración: Death in the Sickroom (1895), óleo sobre tela (59 x 66 in), Galeria Nacional, Oslo

Twenty-ninth Sunday in Ordinary Time


This morning’s readings lead us to a consideration of prayer. What is prayer? Well, prayer is communion with God. The Eucharist is the most powerful communion with God, but it is one of many forms of communion or prayer. Taking a moment to talk to God during the day is communion with him, is prayer. Saying the rosary while driving to work is communion with God. Reading the Bible or a spiritual book and reflecting on God’s love is communion with God or prayer. The emphasis is on communion with God, not on the rote recitation of words[1].

Why do we pray? Well, we pray because we need to be united to God. Some people have developed a strange notion that prayer keeps God happy: “I have to go to Mass on Sunday to keep God happy.” That’s wrong. We pray because we need God, not because He needs us.

Also, prayers are not magic incantations that cause something to happen. Then, should we teach our children the Our Father, Hail Mary, and other prayers? Should we say these prayers ourselves? Of course we should. But we should also understand that these formula prayers are background music to the symphony of our union with God[2].

Among the many forms of praying, the most powerful is liturgical prayer. Liturgical prayer is the prayer of the people united together forming the Church bound together by the Holy Spirit and with Christ as its head. We experience this prayer most often when we come together to pray the Mass. It is during the Mass that we have the most complete union of the people with God through his Son, Jesus Christ[3]. We experience his presence in Word and in the Offering of Cross in Eucharist.

Some people have formed the incorrect concept that liturgical prayer, particularly the Mass and Eucharist, is just an add on to daily, private prayer. Why do we come to Mass? Why is this necessary? The answers to these questions are found in the very word Mass. The word Mass is derived from the Latin word Missa which means a sending.
At Mass we receive what we need so we can be sent to bring the message of Jesus to the world. We don’t go to Mass just for the experience of the hour a week. We attend Mass so we can both experience Christ ourselves and bring this experience of Christ to others throughout the week.

Every ancient drawing of Christians showed them with their hands raised up in prayer. This is the natural state of people in union with God.

We are not that different from those ancient Christians. Union with God, prayer, defines who we are. Today’s readings encourage us to ask God to strengthen our union with him, to strengthen our prayer life.

[1] Sunday 21st October, 2007, 29th Sunday in Ordinary Time. Readings: Exodus 17:8-13. Our help is from the Lord, who made heaven and earth. Ps 120(121). 2 Timothy 3:14—4:2. Luke 18:1-8.
[2] For example, we should pray to God to care for us through the Our Father: “May your kingdom come in our lives, Father, especially in our family. Grant us your gifts for our physical lives as well as our spiritual lives. Help us to forgive so we can be forgiven”. Prayers like the Rosary should be a backdrop to union with God as we consider the mysteries of his love for us. The Rosary is an extremely powerful prayer. Perhaps the reason is that the Rosary forces us to be in communion with God for fifteen minutes.
[3] We highly recommend The Lamb's Supper - The Mass as Heaven on Earth by Scott Hahn. You can visit: http://www.scotthahn.com/
ilustration: Sarcophagus with a man in prayer, Roma, Torlonia Museum.

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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