A propósito de la última pregunta del Señor en el evangelio[1], y recordando la figura Raúl Follerau, viene a la memoria una historia que él mismo solía contar. Visitando una hospital para leprosos en una isla del Pacífico le sorprendió que, entre tantos rostros muertos y apagados, había alguien que había conservado unos ojos claros y luminosos, que aún sabían sonreír y que se iluminaban con un gracias cuando le ofrecían algo[2]. Cuando preguntó qué era lo que mantenía a este pobre leproso tan unido a la vida, alguien le dijo que observara su conducta por las mañanas.
Y vio que al amanecer aquel hombre acudía al patio que rodeaba el hospital y sentaba enfrente del alto muro de cemento que lo rodeaba. Y allí esperaba. Esperaba hasta que, a media mañana, tras el muro, aparecía durante unos cuantos segundos otro rostro, una cara de mujer, vieja y arrugadita, que sonreía. Entonces el hombre se unía a esa sonrisa y sonreía también. Sonreían los dos. Luego el rostro de mujer desaparecía y el hombre, iluminado, tenía ya alimento para seguir soportando una nueva jornada y para esperar a que mañana regresara el rostro sonriente. Era su mujer. Cuando lo sacaron del pueblo para que no contagiara la lepra a los demás, la mujer le siguió hasta el pueblo más cercano, quedándose a vivir allí. Y acudía cada mañana para continuar expresándole su amor. «Al verla cada día –comentaba el leproso- sé que todavía estoy vivo».
No exageraba: vivir es saberse queridos, sentirse queridos.
No les falta razón a psicólogos y psiquiatras cando afirman que los suicidas se matan cuando han llegado al convencimiento pleno de que ya nadie les querrá nunca. Y es que ningún problema es verdadero y totalmente grave mientras se tenga a alguien a nuestro lado.
Es fundamental que entendamos que la soledad es la mayor de las miserias y que lo que los demás necesitan verdaderamente de cada uno de nosotros no es siquiera nuestra ayuda, sino nuestro cariño.
La mayor desgracia que puede ocurrirle a un ser humano es vivir cerrado al amor que los demás pueden brindarle.
Para un enfermo es la compañía sonriente la mejor de las medicinas. Para un viejo no hay ayuda como un rato de conversación sin prisas y un poco de comprensión de sus rarezas. El mendigo necesita más nuestro cariño que nuestra limosna.
Y, asombrosamente, la sonrisa –que es la más barata de las ayudas- es la que más nos cuesta dar. Es mucho más fácil dar cien pesos a un pobre que dárselos con amor. Y es más sencillo comprarle un regalo al abuelo que ofrecerle media hora de amistad[3].
En nuestra fe católica todo está conectado: el amor necesita de la fe y la fe necesita de la acción. La acción sin la caridad se vuelve estéril y la caridad se traduce en obras.
Hace un par de semanas, junto con los apóstoles, le pedíamos al Señor que nos aumentara la fe[4], hoy le pedimos que esa fe que pedimos la sepamos vivir con caridad fraterna y nos sintamos responsables del amor que hemos de brindar a aquellos con quienes convivimos.
El amor es una luz –en el fondo la única- que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar[5].
Y vio que al amanecer aquel hombre acudía al patio que rodeaba el hospital y sentaba enfrente del alto muro de cemento que lo rodeaba. Y allí esperaba. Esperaba hasta que, a media mañana, tras el muro, aparecía durante unos cuantos segundos otro rostro, una cara de mujer, vieja y arrugadita, que sonreía. Entonces el hombre se unía a esa sonrisa y sonreía también. Sonreían los dos. Luego el rostro de mujer desaparecía y el hombre, iluminado, tenía ya alimento para seguir soportando una nueva jornada y para esperar a que mañana regresara el rostro sonriente. Era su mujer. Cuando lo sacaron del pueblo para que no contagiara la lepra a los demás, la mujer le siguió hasta el pueblo más cercano, quedándose a vivir allí. Y acudía cada mañana para continuar expresándole su amor. «Al verla cada día –comentaba el leproso- sé que todavía estoy vivo».
No exageraba: vivir es saberse queridos, sentirse queridos.
No les falta razón a psicólogos y psiquiatras cando afirman que los suicidas se matan cuando han llegado al convencimiento pleno de que ya nadie les querrá nunca. Y es que ningún problema es verdadero y totalmente grave mientras se tenga a alguien a nuestro lado.
Es fundamental que entendamos que la soledad es la mayor de las miserias y que lo que los demás necesitan verdaderamente de cada uno de nosotros no es siquiera nuestra ayuda, sino nuestro cariño.
La mayor desgracia que puede ocurrirle a un ser humano es vivir cerrado al amor que los demás pueden brindarle.
Para un enfermo es la compañía sonriente la mejor de las medicinas. Para un viejo no hay ayuda como un rato de conversación sin prisas y un poco de comprensión de sus rarezas. El mendigo necesita más nuestro cariño que nuestra limosna.
Y, asombrosamente, la sonrisa –que es la más barata de las ayudas- es la que más nos cuesta dar. Es mucho más fácil dar cien pesos a un pobre que dárselos con amor. Y es más sencillo comprarle un regalo al abuelo que ofrecerle media hora de amistad[3].
En nuestra fe católica todo está conectado: el amor necesita de la fe y la fe necesita de la acción. La acción sin la caridad se vuelve estéril y la caridad se traduce en obras.
Hace un par de semanas, junto con los apóstoles, le pedíamos al Señor que nos aumentara la fe[4], hoy le pedimos que esa fe que pedimos la sepamos vivir con caridad fraterna y nos sintamos responsables del amor que hemos de brindar a aquellos con quienes convivimos.
El amor es una luz –en el fondo la única- que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar[5].
[1] Homilía pronunciada el 21.X.2007, XXIX Domingo del tiempo ordinario, en la parroquia de St. Matthew en San Antonio (Texas).
[2] Raúl Follerau, el Vagabundo de la caridad fraterna, gustaba repetir: “Hombre es mi nombre de familia, cristiano es mi nombre de pila. Amigos, haced el favor de no dudar nunca de la bondad, la compasión, de la que he llamado amor, que salva al mundo”. Este hombre, uno de los cristianos más importantes de este siglo, defensor de los leprosos y los marginados, la voz de los sin-voz en todas las instituciones internacionales, y el creador de una mirada mundial nueva de ayuda a los leprosos, descubrió que sólo el amor y la compasión son capaces de salvar y liberar al mundo de su egoísmo y de su injusticia. El Vagabundo de la caridad fraterna sabía que el perdón y la solidaridad eran los únicos caminos para humanizar a este mundo, que conoce tanto de guerras, odios, envidias y marginaciones.
[3] Dar sin amor es ofender. Lo decía con palabras tremendas, pero muy verdaderas, San Vicente de Paúl: «Recuerda que te será necesario mucho amor para que los pobres te perdonen el pan que les llevas.» Solemos decir: «¡Son tan desagradecidos!.» Y no nos damos cuenta de que ellos perciben perfectamente cuándo damos sin amor, para quitárnoslos de encima y dejar tranquila nuestra conciencia. Son, por ello, lógicos odiando nuestra limosna, odiándonos. Les empobrecemos más al ayudarles, porque les demostramos hasta qué punto no existen para nosotros .
[4] Cfr Lc 17, 5
[5] BENEDICTO XVI, Carta encíclica, Deus caritas est, n. 14.
Ilustración: Death in the Sickroom (1895), óleo sobre tela (59 x 66 in), Galeria Nacional, Oslo
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