Aquel hombre que asciende a la montaña
a Dios está anhelando con sed viva;
pierde su corazón allá en la fuente
donde el dolor se pierde y pacifica,
y el donde el Padre engendra al Hijo amado
con el Amor que de su pecho espira.

Aquel hombre de rostro penetrante
sobre su sangre y éxodo medita;
una luz desde dentro se abre paso,
la hermosa faz más limpia que el sol brilla,
porque es el bello rostro de Jesús,
cuyos ojos los ángeles ansían.

Es el Hijo en la Nube del Espíritu,
el Amado nacido antes del día;
el Padre lo pronuncia con ternura,
con la voz de sus labios lo acaricia;
los testigos videntes de la Gloria,
ebrios de amor lo adoran y se inclinan.

Pasó el fuego encendido en la montaña
y otra vez susurró la suave brisa;
y era él, ya no más transfigurado,
Jesús de Nazaret, el de María;
mas para aquel que vio la faz divina,
sin destellos la faz será la misma.

Jesús de la montaña y de la alianza
presente con gloriosa cercanía,
en el fuego sagrado de la fe
te adoramos, oh luz no consumida;
traspasa tu blancura incandescente
a tu esposa que en ti se glorifica. Amén


R. M. Grández y F. Aizpuríal, capuchinos,

II Domingo de Cuaresma (B)

En aquel día de la Transfiguración que el evangelio nos recuerda este segundo domingo de Cuaresma, Pedro, Santiago y Juan viven una experiencia inolvidable, una experiencia que Pedro, imprudente como siempre, resume en una sola y expresiva frase: Maestro, ¡qué a gusto estamos aquí! Ninguna otra frase hubiera podido resumir mejor aquel momento.

La escena del Tabor debió ser imborrable para aquellos hombres, y es posible que pasando el tiempo, cuando llegaron los momentos oscuros y dolorosos, cuando pareciera que la elección que habían hecho era vana y que todo con lo que habían soñado se desvanecía, recordasen esta escena del Tabor y sacaran de ella fuerzas para continuar en el camino que un día emprendieron en las orillas del lago, respondiendo a la llamada del Señor.

Esa misma frase de Pedro cada uno la hemos pensado y hasta dicho en muchas ocasiones, ¡vaya que sí! Tengo para mi que al lado de Jesús los apóstoles estaban muy a gusto, experimentaban el deseo de permanecer siempre como estaban, de quedarse con el Él. Y Tengo también para mí precisamente que esa es nuestra misión como cristianos: presentar al mundo un Jesús con el que dé gusto estar, con el que a uno quiera quedarse un rato a conversar, a revisar los problemas grandes y pequeños de la vida diaria. Es misión de los cristianos presentar a un Jesús, digamos, transfigurado, Hijo predilecto de un Dios que es amor, justicia, comprensión, omnipotencia y misericordia.

Hoy podemos preguntarnos si efectivamente hemos conseguido presentar al mundo a este Jesús transfigurado, junto al que uno está feliz, o lo hemos presentado deformado, consiguiendo un efecto contrario al que consiguió la experiencia del Tabor. Personalmente me pregunto si los hombres de todos los tiempos han podido conocer, a través de lo que los cristianos les hemos dicho o enseñado, a un Jesús nacido en el silencio, forjado en el anonimato y capaz de recorrer el mundo sin tener dónde reclinar su cabeza y rodeado de gente del pueblo, de esa gente a la que a veces contemplamos con la ceja arqueada, si los hombres han podido conocer a un Jesús que no impone su seguimiento, sino que lo ofrece con total sencillez; a un Jesús que trae un mensaje nuevo que se resume en pocas pero efectivas palabras: amar a Dios y al hombre en el que tenemos que encontrarlo. O si por el contrario, han conocido a un Jesús opulento, impresionante por su magnificencia externa, copiada de los grandes de la tierra, que se impone por la fuerza, que es intransigente; si han contemplado un Jesús que en lugar de transmitir un mensaje liberador, que trasciende la ley, aparece rodeado de códigos, jerarquías y autoridad; si han conocido, en fin, a un Jesús junto al que no se encuentran bien y del que prefieren separarse.

Esta mañana de Domingo seamos sinceros al preguntarnos cómo los cristianos estamos o hemos estado presentando a Jesús al mundo –amigos, vecinos, compañeros de trabajo- de esto depende que cambiemos y no deformemos la imagen del Señor, quitándole ese especial atractivo. El Jesús que presentamos con nuestra actitud –y los sacerdotes con nuestra predicación- debe ser el que nos haga exclamar las mismitas (sic) palabras de Pedro: ¡qué a gusto estamos aquí! [1]



[1] A. María Cortés, Dabar 1985, n. 16.

nEw-olD-ideAs


Hay un medio excelente para ganar amigos: la sonrisa. No la sonrisa irónica y burlona, la sonrisa despectiva, que enjuicia y humilla. Sino la sonrisa amplia, limpia, la sonrisa a flor de labios. Sabe sonreír, ¡qué fuerza! Fuerza de apaciguamiento, fuerza de dulzura, de calma, fuerza de irradiación. Alguien se burla de ti cuando pasas… tienes prisa… no puedes detenerte… sin embargo, sonríe, sonríe ampliamente. Si tu sonrisa es abierta, alegre, el otro sonreirá también.., y todo habrá terminado en paz. ¡Pruébalo! Quieres hacer a un compañero una advertencia que crees necesaria, darle un consejo que te parece útil. (La advertencia, el consejo, son cosas duras de tragar.) Sonríe, compensa la dureza de tus palabras con el afecto de tu mirada, con la sonrisa de tus labios, con todo tu semblante alegre. Y tu advertencia, tu consejo, serán bien recibidos, puesto que no habrán herido. Hay situaciones difíciles en las que uno no sabe qué decir, en las que no salen las palabras de consuelo… Sonríe con todo tu corazón, con toda tu alma compasiva. Has sufrido y la sonrisa muda de un amigo te confortó. Imposible no haberlo experimentado ya alguna vez. Haz lo mismo con los demás. “Cristo – decía Jacques d’Arnoux -, cuando tu madero sagrado me canse y me desgarre, dame, a pesar de todo, la fuerza de practicar la caridad de la sonrisa”. Porque la sonrisa es caridad. Sonríe al pobre a quien das limosna, a la señora a la cual cediste tu asiento, al señor que se disculpa por haberte pisado. Es muy difícil a veces dar con la palabra justa, la actitud verdadera, el gesto apropiado. Sonríe, es tan fácil y arregla tantas cosas… ¿Por qué no usar y abusar de este medio tan sencillo? La sonrisa es un reflejo de la alegría. Es su fuente. Y donde reina la alegría – hablo de la alegría verdadera, la alegría profunda del alma pura – también florece la amistad. Seamos portadores de sonrisas y, de este modo, sembradores de alegría Guy de Larigaudie

VISUAL THEOLOGY

El monte Tabor (en en hebreo: הר תבור‎, Har Tabor) está localizado en la Baja Galilea, al este del Valle de Jezreel, 17 kilómetros al oeste del Mar de Galilea. Su altura es de 575 msnm (1.843 pies) y se eleva a 400 m con respecto a su entorno. Su cumbre se destaca desde lejos. Visto de este a oeste (desde Kfar Tabor) su cumbre es muy aguda; visto de sur a norte (desde Afula) es redondeada. Se lo conoce también con el nombre de Jebel a'tur (en árabe), Itabyrium y el Monte de la Transfiguración.  Alberga en su cumbre la Basílica de la Transfiguración. Tres aldeas árabes se hallan a los pies del monte: Shibli (al este), Umm-el-ghanam (al sur este) y Daburiya (al oeste)

Second Sunday of Lent (B)

Today's readings present us with several figures from the Jewish tradition. In the first reading we come upon Abraham, the Father of Faith and his son Isaac. In the Gospel we encounter Moses, the lawgiver, and Elijah, the greatest of the prophets. On the Mountain of the Transfiguration, Moses and Elijah discuss God's plan for his people with Jesus. This plan was to be a new and greater covenant, a new and greater relationship, greater even than the original relationship established with Abraham[1].

            This week we are presented with the covenant of Abraham, the covenant of faith. The covenant is that if we trust in God, have faith, and he will reward us for this faith. 

            The first reading for this Sunday is the sacrifice of Isaac.  This is a hard test for us to understand. The Jewish people never practiced human sacrifice. Why is Abraham was called to kill Isaac? It appears only as a demonstration of how deep his faith in God needed to be. Well, as we know, he did have faith. He had faith in God's promise that he would build him into a nation even though the only way that would happen would be through his son Isaac, the very son he was asked to sacrifice.  As you know, God did not allow him to kill his son, and his faith was rewarded by a covenant with him saying that his descendants would be as countless as the stars of the sky and the sands of the seashore, they will conquer their enemies and all nations will bless Abraham.  Indeed, Abraham is the father of faith not just for those of the Jews and Christians, but even for those who follow Islam.
 
            The point for us today is that God is aware of our faith.  He knows the struggles we have to believe! Abraham did not want to sacrifice his son, but trusted in God.  Jesus cried during the agony in the garden for his father to free him from the terrible suffering he was going to endure, but he still trusted in God.  How about us?  God sees us here, praying to him, wanting to grow closer to him.  At the same time he sees how our faith is continually tested by the turmoil of our lives. It is easy for us to believe and be so called people of faith when all is going well and we are happy. It is easy to believe, be people of faith, when we are enjoying our family, our children, our lives. It’s easy to believe, be people of faith, when we leave Church feeling warm and deeply moved. But faith is difficult when we are in turmoil! When relationships meant to be growing and nurturing, such as marriage, become bitter and end up destructive, when children push people to the edge, when jobs that we don’t even like are in jeopardy, then faith is difficult. It is difficult to believe in God when we are a loved one is sick, or if a loved one has passed away.

            God knows how often we are just plain angry, angry with him for the difficulties of our lives. He knows that sometimes we become so angry that we even doubt his existence. He knows that sometimes we wonder if he really cares. God knows how often we feel weak in our faith, but he also knows that we do want to have faith. “I do believe,” said the man whose son had leprosy and whom the disciples could not cure. “I do believe,” the man said, “but help my unbelief.” God sees us here as people of faith, who are begging him to help them grow in faith.  When times of turmoil take over our lives, we have to focus in on the covenant with Abraham, the covenant of faith.  Abraham trusted that God would find a way to reward him for his faith.  And God did reward him.  And he does reward us for our faith.

            When the disciples, Peter, James, and John saw Jesus transfigured on the Mountain and Elijah and Moses with him they wanted to erect booths. Maybe they wanted to sell religious articles. Some nice plastic statues of Moses that people could plant upside down in their yards when they wanted to sell their property would be go over big.  Or maybe there was some other superstition that they could make money on in the name of faith.  Maybe, the disciples wanted to organize pilgrimages to the mountain, and then invest in a Hilton nearby. People these days are continually looking for the spectacular as a basis for their faith.  But Jesus told the disciples and us that glory comes only after they and we understand what to rise from the dead means.  We cannot celebrate the Glory of the Lord until we share in his passion, his death, and his sacrifice. Our faith is tested like Abraham's faith and like Jesus' faith. We are called to give our best to the Lord and trust him to transform the sacrifice into a new covenant far greater than we could ever imagine.

            “If God is for us,” St. Paul tells the Romans and us, “who can be against us?” He, who did not spare his own son for us, will prevent the forces of evil from attacking us. This includes those forces within us tearing at our psyche, leading us away from the Lord.  Today, we pray for the faith of Abraham, trusting in God to reward our determination to be his





[1] 2nd Sunday of Lent B, March 1, 2015. Readings: Genesis 22:1-2, 9a, 10-13, 15-18
Psalm 116:10, 15, 16-17, 18-19; Romans 8:31b-34; Mark 9:2-10.
Llorando los pecados
tu pueblo está, Señor.
Vuélvenos tu mirada
y danos el perdón.

Seguiremos tus pasos,
camino de la cruz,
subiendo hasta la cumbre
de la Pascua de luz.

La Cuaresma es combate;
las armas: oración,
limosnas y vigilias
por el Reino de Dios.

"Convertid vuestra vida,
volved a vuestro Dios,
y volveré a vosotros",
esto dice el Señor.

Tus palabras de vida
nos llevan hacia ti,
los días cuaresmales
nos las hacen sentir.

Amén

tomado del los himnos comunes del Tiempo de Cuaresma 
para el Oficio de Laudes la Liturgia de las Horas. 

I Domingo de Cuaresma (B)

Es el Espíritu quien conduce a la Iglesia a un nuevo desierto. La Cuaresma que iniciamos el miércoles pasado es la gran invitación a dejarnos conducir al desierto para que Dios nos pueda hablar calmada y amorosamente. Como Iglesia, como Pueblo de Dios caminamos hacia la Pascua, para renovar nuestra fe un año más pero también para renovarnos a nosotros mismos. Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios, dice el Señor en evangelio. Debemos saber aprovechar este tiempo escuchando con atención, pero ¿cómo escucharemos si no hay silencio en nuestro corazón? Es necesario apartarnos del ruido cotidiano para oír mejor la llamada del Señor a cambiar, a renovarnos, a revivir la gracia de nuestro bautismo, a morir y resucitar con Él. Esta es la experiencia del desierto, de reflexión, de ayuno, de caridad y de oración que se nos vuelve a proponer, para poder celebrar la Pascua de verdad. Esto es la Cuaresma.

Soy consciente de que cuesta creer en la posibilidad de cambiar. Parece difícil. O incluso imposible. Quizá ya lo hemos intentado otras veces sin mucho resultado, pero ¡Fiémonos de Dios! Para Él nada es imposible, Él no quiebra la caña resquebrajada ni apaga la mecha que aún humea[1]. Dejémonos conducir hacia el desierto por el Dios de las promesas, para tomar concienciar del mal que hemos hecho y Él será quien vencerá el mal en nosotros, ayudándonos a responder decididamente a su llamada de conversión.

Este domingo es un buen momento para pedir la gracia ¡el milagro! de darnos cuenta más claramente de todo lo que nos aleja de Dios y del prójimo. Vamos a pedir que tengamos suficiente luz en nuestro entendimiento para darnos cuenta del desorden general que puede haber en nosotros, y arrepintiéndonos vivamos según los criterios del Evangelio, y no con los criterios del mundo que nos presenta la abundancia material como sinónimo de éxito y la sensualidad como la auténtica felicidad. Esta es la gracia más grande que la Cuaresma debe producir en todos los cristianos, que sepamos preguntarnos: “¿Quiero escuchar la voz del Señor, dejar que su amor informe mi vida; deseo acoger su Reino, y creer de verdad?”

Hoy podemos empezar a luchar contra ésos ídolos que sólo nos conducen hacia la muerte. Toda cosa, persona o ideología que ocupe el lugar de Dios, que arrastre al hombre al vacío y rompa la comunión y el amor es un ídolo. Y éstos días –estos domingos- son el tiempo ideal reconocer los ídolos que pueda haber en nuestra vida. Escuchemos atentamente el evangelio del cada domingo, no fueron elegidos aleatoriamente. Los textos que escucharemos por cinco semanas no son otra cosa que la buena noticia de Jesús, que será Buena Noticia para nosotros en la medida que lo acojamos humildemente en nuestra existencia personal y en nuestra convivencia con los hermanos, y así podemos experimentar que su presencia nos hace más humanos, más libres, más capaces de amar, de vivir y de crear. Realicémoslo ya ahora en esta Eucaristía que celebramos esta mañana[2]



[1] Cfr. Is 42, 3.
[2] Joan Enric Vives, Misa Dominical 1988, n. 5.

NeW-oLD-IdEas

Hay una sola cosa importante por sobre todas: el retorno al Padre. El Hijo vino al mundo y murió por nosotros, resucitó y subió al Padre; nos envió su Espíritu para que en El y con El podamos volver al Padre. Para que podamos salir limpiamente de en medio de todo lo transitorio e inconcluso: volver a lo Inmenso, lo Primordial, a la Fuente, al Desconocido, a Aquel que ama y sabe, al Silencioso, al Misericordioso, al Sagrado,  a Aquel que lo es todo. Buscar algo, preocuparse de algo que no sea esto es sólo locura y enfermedad, pues ese es el entero significado y el núcleo de toda existencia, y en eso toman su justa significación todos los asuntos de la vida, todas las necesidades del mundo y de los hombres. Todos apuntan a ese gran  regreso a la Fuente. Todas las metas que no sean definitivas, todos los términos de la línea que podemos ver y planear como ‘términos’ son sencillamente absurdos porque ni siquiera empiezan. El ‘retorno’ es el fin más allá de todos los fines y el comienzo de los comienzos. El  ‘regreso al Padre’ no es ‘retroceder’ en el tiempo, ni enrollar el rollo de la historia, ni volver del revés nada. Es ir adelante, ir más allá, pues volver sobre los propios pasos sería una vanidad, una repetición del mismo absurdo, al revés. Nuestro destino es ir más allá de todo, dejarlo todo, apremiar adelante, hacia el Fin, y hallar en el Fin nuestro Comienzo. El Comienzo siempre nuevo que no tiene fin  T. Merton 

VISUAL THEOLOGY


Artist from the south of Italy,  Italian school, 17th Century, Jesus tempted by the demon and served by angels, Oil on canvas (256 x 336 cm) Created around the phrase from the gospel of Matthew: “And angels came to him and served him”, this painting shows episodes from the temptation of Christ, when after his baptism he is led by the Holy Spirit into the desert, where he remains for forty days.  As in the other canvases in this series, the artist opts for a narration broken down into several scenes within the same pictorial space.  Though the principal subject of the painting remains the banquet offered by the angels to Christ, the scenes of temptation—which he will resist—are represented in the background, within an abundant and mountainous landscape full of vivid colours, with a flowery motif blending into the foliage

First Sunday of Lent (B)

The grave purple colors, the ashes and sticks, the lack of flowers, cross everywhere; all remind us that this week we begin Lent. “Here we go, again,” we might think.  “No, not already,” we might protest.  Maybe we’ll look into our religious storeroom and cart out some of practices we’ve stored since last spring. Let’s see, “Oh yeah, I gave up.........last year.  That worked.  Hmm, I also gave up alligator nuggets. Not a whole lot of desire for those anyway.  Hmm, I made extra time for some spiritual reading that was good.  I made a contribution to Catholic Relief Services. That worked.” And so, we pull out of the closet well-worn items to enter the season properly. I guess that is all good, even if it is boring.  Maybe, though, we can find a way to make this Lent special[1].

The Gospel for today is very simple. Instead of elaborating on the temptations of the Lord, Mark just briefly says that Jesus went into the desert for forty days, fought off temptation, was administered to by angels and then returned and went to battle.  He proclaimed the Kingdom of God.

Instead of complicating our lives this Lent, may I suggest that we picture a simple image and let that image motivate our lives. I have an image that we could keep before us throughout Lent. The image is Jesus crying.
 
We find several instances of Jesus crying in the Gospels.  Jesus looked at the city of Jerusalem and wept, O Jerusalem, Jerusalem how often I would have gathered you as a mother hen gathers her chicks, but you would not have me. He wept over his friend Lazarus, over death and the pain that death brought to Lazarus’ sisters, Mary and Martha, their neighbors and the entire village of Bethany. When the night before he died, Judas betrayed him, you could sense the pain in the Lord’s voice and the tear in his eye when he said, Judas, do you betray me with a kiss, a kiss of friendship. Before this Jesus wept in that Garden.  He could feel the gravity of our sins and the personal price he would have to pay for them.

The image of the weeping Jesus could be ours for this Lent.  How must the Lord feel, knowing that his people can find no solutions to world events other than the organized killing called war? Jesus weeps. How must he feel knowing that the money spent on eye makeup or video games in one year in the United States could end the African famine so easily ignored in our country? Jesus cries. How must the Lord feel knowing that we have used the advancement of technology to devise new ways of killing from the womb to the battlefield? Jesus weeps. How must the Lord feel knowing that we have used devotion to Him as an excuse to attack people He also loves, like the gay trying to live a chaste life or the woman suffering from post abortion trauma. Jesus weeps. How must the Lord feel knowing that so often we have all just given up, pushed our Christian responsibilities to the side, attempted to separate morality from our faith and claimed that any twinge of conscience is merely Catholic guilt not an inner call to conversion.  Jesus weeps.

What we do during Lent, what we surrender, is not for its own sake, nor is it simply for our own self-improvement.  What we do, the good deeds, the prayers, the sacrifices, all have as their goal a deep and personal relationship with Jesus Christ. Our goal is to know him with a burning desire and to love him with a burning passion.

The image of Jesus weeping reminds us that He is someone who cares about each one of us. He suffers when we hurt ourselves by giving in to sin. He allows His love for us to reduce him to tears whenever we betray that love.

And God placed the rainbow in the sky. It was a sign. It was a covenant. It was a sign that God would never give up on His people. It was a covenant, that if his sons and daughters would turn from sin and choose Him, their lives would be full of beauty, love and goodness.

He will not give up on us. He cries when He sees us jump into immorality. He cries when we give up on ourselves. He cries out of love.

Perhaps if we contemplate the weeping Jesus this Lent, we will turn from all that is destroying us.  We will turn from all that gives him pain.  Perhaps we will really change our lives. Perhaps we will give up those elements of our lifestyle that are slowly killing us.  If we contemplate the weeping Jesus, we can change this Lent. And this won’t be because we fear a spanking. It will be because we can hear Jesus crying



[1] First Sunday of Lent B, February 22, 2015. Readings: Genesis 9:8-15; Psalm 25:4-5, 6-7, 8-9; 1 Peter 3:18-22, Mark 1:12-15.
Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte contemplando
como se pasa la vida, como se viene la muerte tan callando;
cuán presto se va el placer, como, después de acordado, da dolor;
cómo, a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor.

Nuestras vidas son los ríos que van a dar en el mar, que es el morir;
allí van los señoríos derechos a se acabar
y consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
y más chicos;
y, llegados, son iguales
los que viven por sus manos y los ricos.

Este mundo es el camino para el otro, que es morada sin pesar;
más cumple tener buen tino para andar esta jornada
sin errar.

Partimos cuando nacemos, andamos mientras vivimos, y llegamos
al tiempo que fenecemos; así que cuando morimos descansamos.
Este mundo bueno fue
si bien usásemos de él como debemos,
porque, según nuestra fe, es para ganar aquel
que atendemos.

Aún aquel Hijo de Dios, para subirnos al cielo, descendió
a nacer acá entre nos, y a vivir en este suelo do murió


Liturgia de las Horas, himno para el Miércoles de Ceniza 
(Jorge Manrique, 1440-1479)

nEw-Old-IdEas


Exploremos, pues, este magnífico jardín de la Sagrada Escritura, un jardín que es oloroso, suave, lleno de flores, que alegra nuestros oídos con el canto de múltiples aves espirituales, llenas de Dios; que toca nuestro corazón y lo consuela cuando se halla triste, lo calma cuando se irrita, lo llena de eterna alegría; que eleva nuestro pensamiento sobre el dorso brillante y dorado de la divina paloma (cfr. Sal 67:14), que con sus alas esplendorosas nos lleva hasta el Hijo Unigénito y heredero del dueño de la viña espiritual, y por medio de Él al Padre de las luces (Sant 1:17). Pero no lo exploremos con desgana, sino con ardor y constancia; no nos cansemos de explorarlo. De este modo se nos abrirá. Si leemos una vez y otra un pasaje, y no lo comprendemos, no nos debemos desanimar, sino que hemos de insistir, reflexionar, interrogar. Está escrito, en efecto: interroga a tu padre y te lo anunciará, a tus ancianos y te lo dirán (Dt 32:7). La ciencia no es cosa de todos (cfr. 1 Cor 8:7). Vayamos a la fuente de este jardín para tomar las aguas perennes y purísimas que brotan para la vida eterna (cfr. Jn 4:14). Gozaremos y nos saciaremos, sin saciarnos, porque su gracia es inagotable. Si podemos tomar algo útil también de los de fuera [de los escritores profanos], nada nos lo prohibe; pero comportémonos como expertos cambistas, que recogen el oro genuino y puro, mientras rechazan el oro falso. Acojamos sus buenas enseñanzas y arrojemos a los perros sus divinidades y sus mitos absurdos, pues de todo eso sacaremos más fuerzas para combatirlos S. Juan Damasceno, El jardín de la Sagrada Escritura (Exposición de la fe ortodoxa, IV 17).

Miércoles de Ceniza 2015

Comienza hoy, con la liturgia del Miércoles de Ceniza, el itinerario cuaresmal de cuarenta días que nos llevará al triduo pascual, memoria de la pasión, muerte y resurrección del Señor, corazón del misterio de nuestra salvación. Es un tiempo propicio en el que la Iglesia invita a los cristianos a tomar una conciencia más viva de la obra redentora de Cristo y a vivir con más profundidad el propio Bautismo. De hecho, en este período litúrgico, el Pueblo de Dios desde los primeros tiempos se alimenta con abundancia de la Palabra de Dios para reforzarse en la fe, recorriendo toda la historia de la creación y de la redención.

Con su duración de cuarenta días, la Cuaresma adquiere una indudable fuerza evocativa. Pretende recordar algunos de los acontecimientos que han marcado la vida y la historia del antiguo Israel, volviendo a presentarnos también a nosotros su valor paradigmático: pensemos, por ejemplo, en los cuarenta días del diluvio universal que concluyeron con el pacto de alianza establecido por Dios con Noé y de este modo con la humanidad, y en los cuarenta días de permanencia de Moisés en el Monte Sinaí, a los que siguieron el don de las tablas de la Ley. El período cuaresmal quiere invitarnos sobre todo a revivir con Jesús los cuarenta días que pasó en el desierto, rezando y ayunando, antes de emprender su misión pública. Nosotros emprendemos también hoy un camino de reflexión y oración con todos los cristianos del mundo para dirigirnos espiritualmente hacia el Calvario, meditando en los misterios centrales de la fe. De este modo, nos prepararemos para experimentar, después del misterio de la Cruz, la alegría de la Pascua de resurrección.

En todas las comunidades parroquiales se realiza hoy un gesto austero y simbólico: la imposición de las cenizas, y este rito es acompañado por dos fórmulas llenas de significado que constituyen un apremiante llamamiento a reconocerse pecadores y a volver a Dios. La primera fórmula dice: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás»[1]. Estas palabras, tomadas del libro del Génesis, evocan la condición humana sometida al signo de la caducidad y de la limitación, y quieren llevarnos a poner únicamente la esperanza en Dios.

La segunda fórmula se remonta a las palabras pronunciadas por Jesús al inicio de su ministerio itinerante: «Convertíos y creed en el Evangelio»[2]. Es una invitación a hacer de la adhesión firme y confiada al Evangelio el fundamento de la renovación personal y comunitaria. La vida del cristiano es vida de fe, fundamentada en la Palabra de Dios y alimentada por ella. En las pruebas de la vida y en cada tentación, el secreto en la victoria consiste en escuchar la Palabra de verdad y en rechazar con decisión la mentira del mal. Éste es el programa auténtico y central del tiempo del Cuaresma: escuchar la Palabra de vedad, vivir, hablar y hacer la verdad, rechazar la mentira que envenena a la humanidad y que es la puerta de todos los males. Es urgente, por tanto, volver a escuchar, en estos cuarenta días, el Evangelio, la Palabra del Señor, Palabra de verdad, para que en todo cristiano, en cada uno de nosotros, se refuerce la conciencia de la verdad que le ha dado, que nos ha dado, para vivirla y ser sus testigos. La Cuaresma nos estimula a dejar que la Palabra de Dios penetre en nuestra vida y a conocer de este modo la verdad fundamental: quiénes somos, de dónde venimos, adónde tenemos que ir, cuál es el camino que hay que tomar en la vida. De este modo, el período de Cuaresma nos ofrece un camino ascético y litúrgico que, ayudándonos a abrir los ojos ante nuestra debilidad, nos hace abrir el corazón al amor misericordioso de Cristo.

El camino cuaresmal, al acercarnos a Dios, nos permite mirar con nuevos ojos a los hermanos y a sus necesidades. Quien comienza a ver a Dios, a contemplar el rostro de Cristo, ve con otros ojos al hermano, descubre al hermano, su bien, su mal, sus necesidades. Por este motivo, la Cuaresma, como tiempo de escucha de la verdad, es un momento propicio para convertirse al amor, pues la verdad profunda, la verdad de Dios, es al mismo tiempo amor. Un amor que sepa asumir la actitud de compasión y de misericordia del Señor, como he querido recordar en el Mensaje para la Cuaresma, que tiene por tema las palabras del Evangelio: «Al ver Jesús a las gentes se compadecía de ellas»[3].

Consciente de su misión en el mundo, la Iglesia no deja de proclamar el amor misericordioso de Cristo, que sigue dirigiendo la mirada conmovida a los hombres y los pueblos de todos los tiempos: «Ante los terribles desafíos de la pobreza de gran parte de la humanidad --escribía en el citado Mensaje cuaresmal--, la indiferencia y el encerrarse en el propio egoísmo aparecen como un contraste intolerable frente a la ”mirada” de Cristo. El ayuno y la limosna, que, junto con la oración, la Iglesia propone de modo especial en el período de Cuaresma, son una ocasión propicia para conformarnos con esa “mirada”» (párrafo 3), la mirada de Cristo, y para vernos a nosotros mismos, a la humanidad, a los demás, con su mirada. Con esto espíritu, entramos en el clima austero y orante de la Cuaresma, que es precisamente un clima de amor por el hermano.

Que sean días de reflexión y de intensa oración, en los que nos dejemos guiar por la Palabra de Dios, que la liturgia nos propone abundantemente. Que la Cuaresma sea, además, un tiempo de ayuno, de penitencia y de vigilancia sobre nosotros mismos, conscientes de que la lucha contra el pecado no termina nunca, pues la tentación es una realidad de todos los días y la fragilidad y los espejismos son experiencias de todos. Que la Cuaresma sea, por último, a través de la limosna, hacer el bien a los demás, que sea una ocasión sincera para compartir los dones recibidos con los hermanos para prestar atención a las necesidades de los más pobres y abandonados.

Que en este camino de penitencia nos acompañe María, la Madre del Redentor, que es maestra de escucha y de fiel adhesión a Dios. Que la Virgen María nos ayude a celebrar, purificados y renovados en la mente y en el espíritu, el gran misterio de la Pascua de Cristo. Con estos sentimientos deseo a todos una buena y fecunda Cuaresma[4]



[1] Cf. Génesis 3, 19.
[2] Marcos 1, 15.
[3] Mateo 9, 36
[4] Intervención de Benedicto XVI en la audiencia general del Miércoles de Ceniza del 2006 (Marzo 1 del 2006) en la Plaza de San Pedro.

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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