Comienza hoy, con la liturgia
del Miércoles de Ceniza, el itinerario cuaresmal de cuarenta días que nos
llevará al triduo pascual, memoria de la pasión, muerte y resurrección del Señor,
corazón del misterio de nuestra salvación. Es un tiempo propicio en el que la
Iglesia invita a los cristianos a tomar una conciencia más viva de la obra
redentora de Cristo y a vivir con más profundidad el propio Bautismo. De hecho,
en este período litúrgico, el Pueblo de Dios desde los primeros tiempos se
alimenta con abundancia de la Palabra de Dios para reforzarse en la fe,
recorriendo toda la historia de la creación y de la redención.
Con
su duración de cuarenta días, la Cuaresma adquiere una indudable fuerza
evocativa. Pretende recordar algunos de los acontecimientos que han marcado la
vida y la historia del antiguo Israel, volviendo a presentarnos también a
nosotros su valor paradigmático: pensemos, por ejemplo, en los cuarenta días
del diluvio universal que concluyeron con el pacto de alianza establecido por
Dios con Noé y de este modo con la humanidad, y en los cuarenta días de
permanencia de Moisés en el Monte Sinaí, a los que siguieron el don de las
tablas de la Ley. El período cuaresmal quiere invitarnos sobre todo a revivir
con Jesús los cuarenta días que pasó en el desierto, rezando y ayunando, antes
de emprender su misión pública. Nosotros emprendemos también hoy un camino de
reflexión y oración con todos los cristianos del mundo para dirigirnos
espiritualmente hacia el Calvario, meditando en los misterios centrales de la
fe. De este modo, nos prepararemos para experimentar, después del misterio de
la Cruz, la alegría de la Pascua de resurrección.
En
todas las comunidades parroquiales se realiza hoy un gesto austero y simbólico:
la imposición de las cenizas, y este rito es acompañado por dos fórmulas llenas
de significado que constituyen un apremiante llamamiento a reconocerse
pecadores y a volver a Dios. La primera fórmula dice: «Acuérdate de que eres
polvo y al polvo volverás»[1].
Estas palabras, tomadas del libro del Génesis, evocan la condición humana
sometida al signo de la caducidad y de la limitación, y quieren llevarnos a
poner únicamente la esperanza en Dios.
La
segunda fórmula se remonta a las palabras pronunciadas por Jesús al inicio de
su ministerio itinerante: «Convertíos y creed en el Evangelio»[2].
Es una invitación a hacer de la adhesión firme y confiada al Evangelio el
fundamento de la renovación personal y comunitaria. La vida del cristiano es
vida de fe, fundamentada en la Palabra de Dios y alimentada por ella. En las
pruebas de la vida y en cada tentación, el secreto en la victoria consiste en
escuchar la Palabra de verdad y en rechazar con decisión la mentira del mal.
Éste es el programa auténtico y central del tiempo del Cuaresma: escuchar la
Palabra de vedad, vivir, hablar y hacer la verdad, rechazar la mentira que
envenena a la humanidad y que es la puerta de todos los males. Es urgente, por
tanto, volver a escuchar, en estos cuarenta días, el Evangelio, la Palabra del
Señor, Palabra de verdad, para que en todo cristiano, en cada uno de nosotros,
se refuerce la conciencia de la verdad que le ha dado, que nos ha dado, para
vivirla y ser sus testigos. La Cuaresma nos estimula a dejar que la Palabra de
Dios penetre en nuestra vida y a conocer de este modo la verdad fundamental:
quiénes somos, de dónde venimos, adónde tenemos que ir, cuál es el camino que
hay que tomar en la vida. De este modo, el período de Cuaresma nos ofrece un
camino ascético y litúrgico que, ayudándonos a abrir los ojos ante nuestra
debilidad, nos hace abrir el corazón al amor misericordioso de Cristo.
El
camino cuaresmal, al acercarnos a Dios, nos permite mirar con nuevos ojos a los
hermanos y a sus necesidades. Quien comienza a ver a Dios, a contemplar el
rostro de Cristo, ve con otros ojos al hermano, descubre al hermano, su bien,
su mal, sus necesidades. Por este motivo, la Cuaresma, como tiempo de escucha
de la verdad, es un momento propicio para convertirse al amor, pues la verdad
profunda, la verdad de Dios, es al mismo tiempo amor. Un amor que sepa asumir
la actitud de compasión y de misericordia del Señor, como he querido recordar
en el Mensaje para la Cuaresma, que tiene por tema las palabras del Evangelio:
«Al ver Jesús a las gentes se compadecía de ellas»[3].
Consciente
de su misión en el mundo, la Iglesia no deja de proclamar el amor
misericordioso de Cristo, que sigue dirigiendo la mirada conmovida a los
hombres y los pueblos de todos los tiempos: «Ante los terribles desafíos de la
pobreza de gran parte de la humanidad --escribía en el citado Mensaje
cuaresmal--, la indiferencia y el encerrarse en el propio egoísmo aparecen como
un contraste intolerable frente a la ”mirada” de Cristo. El ayuno y la limosna,
que, junto con la oración, la Iglesia propone de modo especial en el período de
Cuaresma, son una ocasión propicia para conformarnos con esa “mirada”» (párrafo
3), la mirada de Cristo, y para vernos a nosotros mismos, a la humanidad, a los
demás, con su mirada. Con esto espíritu, entramos en el clima austero y orante
de la Cuaresma, que es precisamente un clima de amor por el hermano.
Que
sean días de reflexión y de intensa oración, en los que nos dejemos guiar por
la Palabra de Dios, que la liturgia nos propone abundantemente. Que la Cuaresma
sea, además, un tiempo de ayuno, de penitencia y de vigilancia sobre nosotros
mismos, conscientes de que la lucha contra el pecado no termina nunca, pues la
tentación es una realidad de todos los días y la fragilidad y los espejismos
son experiencias de todos. Que la Cuaresma sea, por último, a través de la
limosna, hacer el bien a los demás, que sea una ocasión sincera para compartir
los dones recibidos con los hermanos para prestar atención a las necesidades de
los más pobres y abandonados.
Que
en este camino de penitencia nos acompañe María, la Madre del Redentor, que es
maestra de escucha y de fiel adhesión a Dios. Que la Virgen María nos ayude a
celebrar, purificados y renovados en la mente y en el espíritu, el gran
misterio de la Pascua de Cristo. Con estos sentimientos deseo a todos una buena
y fecunda Cuaresma[4] ■
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