En aquel día de la
Transfiguración que el evangelio nos recuerda este segundo domingo de Cuaresma,
Pedro, Santiago y Juan viven una experiencia inolvidable, una experiencia que
Pedro, imprudente como siempre, resume en una sola y expresiva frase: Maestro, ¡qué a gusto estamos aquí! Ninguna
otra frase hubiera podido resumir mejor aquel momento.
La
escena del Tabor debió ser imborrable para aquellos hombres, y es posible que
pasando el tiempo, cuando llegaron los momentos oscuros y dolorosos, cuando
pareciera que la elección que habían hecho era vana y que todo con lo que
habían soñado se desvanecía, recordasen esta escena del Tabor y sacaran de ella
fuerzas para continuar en el camino que un día emprendieron en las orillas del
lago, respondiendo a la llamada del Señor.
Esa
misma frase de Pedro cada uno la hemos pensado y hasta dicho en muchas
ocasiones, ¡vaya que sí! Tengo para mi que al lado de Jesús los apóstoles estaban
muy a gusto, experimentaban el deseo de permanecer siempre como estaban, de
quedarse con el Él. Y Tengo también para mí precisamente que esa es nuestra misión como cristianos: presentar
al mundo un Jesús con el que dé gusto estar, con el que a uno quiera quedarse
un rato a conversar, a revisar los problemas grandes y pequeños de la vida diaria.
Es misión de los cristianos presentar a un Jesús, digamos, transfigurado, Hijo
predilecto de un Dios que es amor, justicia, comprensión, omnipotencia y
misericordia.
Hoy
podemos preguntarnos si efectivamente hemos conseguido presentar al mundo a
este Jesús transfigurado, junto al que uno está feliz, o lo hemos presentado
deformado, consiguiendo un efecto contrario al que consiguió la experiencia del
Tabor. Personalmente me pregunto si los hombres de todos los tiempos han podido
conocer, a través de lo que los cristianos les hemos dicho o enseñado, a un
Jesús nacido en el silencio, forjado en el anonimato y capaz de recorrer el
mundo sin tener dónde reclinar su cabeza y rodeado de gente del pueblo, de esa
gente a la que a veces contemplamos con la ceja arqueada, si los hombres han
podido conocer a un Jesús que no impone su seguimiento, sino que lo ofrece con
total sencillez; a un Jesús que trae un mensaje nuevo que se resume en pocas
pero efectivas palabras: amar a Dios y al hombre en el que tenemos que
encontrarlo. O si por el contrario, han conocido a un Jesús opulento,
impresionante por su magnificencia externa, copiada de los grandes de la
tierra, que se impone por la fuerza, que es intransigente; si han contemplado
un Jesús que en lugar de transmitir un mensaje liberador, que trasciende la
ley, aparece rodeado de códigos, jerarquías y autoridad; si han conocido, en
fin, a un Jesús junto al que no se encuentran bien y del que prefieren separarse.
Esta
mañana de Domingo seamos sinceros al preguntarnos cómo los cristianos estamos o
hemos estado presentando a Jesús al mundo –amigos, vecinos, compañeros de
trabajo- de esto depende que cambiemos y no deformemos la imagen del Señor,
quitándole ese especial atractivo. El Jesús que presentamos con nuestra actitud
–y los sacerdotes con nuestra predicación- debe ser el que nos haga exclamar
las mismitas (sic) palabras de Pedro: ¡qué a gusto estamos aquí! [1]■
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