Aquel hombre que asciende a la
montaña
a Dios está anhelando con sed
viva;
pierde su corazón allá en la
fuente
donde el dolor se pierde y
pacifica,
y el donde el Padre engendra al
Hijo amado
con el Amor que de su pecho
espira.
Aquel hombre de rostro penetrante
sobre su sangre y éxodo medita;
una luz desde dentro se abre
paso,
la hermosa faz más limpia que el
sol brilla,
porque es el bello rostro de Jesús,
cuyos ojos los ángeles ansían.
Es el Hijo en la Nube del
Espíritu,
el Amado nacido antes del día;
el Padre lo pronuncia con
ternura,
con la voz de sus labios lo
acaricia;
los testigos videntes de la
Gloria,
ebrios de amor lo adoran y se
inclinan.
Pasó el fuego encendido en la
montaña
y otra vez susurró la suave
brisa;
y era él, ya no más
transfigurado,
Jesús de Nazaret, el de María;
mas para aquel que vio la faz
divina,
sin destellos la faz será la
misma.
Jesús de la montaña y de la
alianza
presente con gloriosa cercanía,
en el fuego sagrado de la fe
te adoramos, oh luz no consumida;
traspasa tu blancura
incandescente
a tu esposa que en ti se
glorifica. Amén ■
R. M. Grández y F. Aizpuríal, capuchinos,
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