Samuel, en el silencio de la
noche y en la quietud del santuario, oye que alguien lo llama por su nombre.
Piensa que es Elí, pero en realidad es el Señor quien lo busca. Le costó a
Samuel reconocerlo pero cuando lo hizo la respuesta fue perfecta: Habla, Señor, que tu siervo escucha. Y
el Señor le habló. Surgió así el profeta Samuel.
Lo
mismo pasa con nosotros: vivimos tan inmersos en un mundo en el que el silencio
a veces es prácticamente imposible, que hemos olvidado algo impresionante:
nuestra llamada personal por el Señor; hemos olvidado el sentido de nuestra
identidad, hemos olvidado eso tan maravilloso que es estar convencido de que yo
–ponga aquí cada uno su nombre y apellidos- he sido llamado personalmente por
Dios, he sido elegido por El y tengo un camino específico que recorrer, un
camino que no será igual al de ningún otro hombre, por sencillo que parezca. El
problema está en que seamos capaces de discernir la llamada porque estamos tan
solicitados por tantas cosas, tan entretenidos, tan preocupados por tantos
problemas, tan inquietos por tantas tonterías, que difícilmente encontramos un
rato de silencio y tranquilidad para que la Voz del Señor nos llegue a lo más
profundo del corazón y nos despierte del sueño que nos invade. Pero la llamada
existe. Esto es lo importante y puede quedar sin respuesta a causa de nuestra
pertinaz sordera.
Pero
si respondemos, si somos capaces de decir como Samuel, con toda la sinceridad
del corazón, habla, Señor, que tu siervo
escucha, se producirá el milagro de convertirnos en hombres de Dios, en
hombres capaces de hacer que el Reino sea una realidad aquí y ahora y no algo
que sólo sucederá al final de los tiempos. Si respondemos puede realizarse el
milagro de convertirnos en hombres y mujeres de paz, que reparten bondad, que
se empeñan conscientemente en quitar las tinieblas que rodean el mundo para
invadirlo de luz, una luz que hoy aparece nítidamente en el Jordán y que, si
respondemos a la llamada de Dios, nos puede invadir para siempre.
Sin
embargo la respuesta da paso frecuentemente a un camino con dificultades. Para
Samuel, convertido en profeta las dificultades aparecieron en seguida. En el evangelio
de hoy, que es precioso y está lleno de ternura, Juan se apresura a señalar a
sus discípulos quién es aquél a quien tienen que seguir. Y lo señala con una
frase que a nosotros se nos repite siempre que celebramos una Eucaristía (¡sin
que produzca los mismos efectos que produjo en aquellos discípulos de Juan!). Cuando
ellos escucharon de Juan: Este es el
Cordero de Dios, siguieron a Jesús inmediatamente y, tras preguntarle dónde
vivía, se quedaron con Él. Se quedaron con Él para siempre. La vida ya no sería
para ellos igual que antes, ni ellos serían ya los mismos. Se había producido
el acontecimiento mayor de los tiempos: el
encuentro de un hombre con Cristo. El Evangelio no nos dice dónde se
quedaron, donde vivía Cristo, sólo nos dice lo más importante: que se quedaron
porque en el encuentro con Cristo lo de menos es dónde tiene lugar; lo
importante es que se produzca y que algo en nuestra intimidad nos anuncie que
el encuentro se ha producido y que una fuerza nueva se instala en nosotros y
nos hace capaces de aventurarnos en el camino del cristianismo tomado en serio.
A
los discípulos de Juan les bastó una sola advertencia para seguir a Jesús.
Nosotros parece que somos más duros de oído o estamos más distraídos, ¿cuántas
veces se nos ha anunciado "éste es el Cordero de Dios"? Estamos
todavía lejos de seguirle y quedarnos con El y salir corriendo para decirle al
mundo que lo hemos encontrado, como hicieron aquellos dos primeros apóstoles
que no se sintieron capaces de guardar para sí el descubrimiento que habían
hecho. Quizás a partir de hoy, cuando en la Eucaristía escuchemos
al sacerdote decir Este es el Cordero de Dios, algo se mueva en nuestro
interior, algo que nos haga ver lo importante que en nuestra vida cristiana es
seguir a ese Cordero de Dios cuya misión es devolver al mundo la luz, la vida,
la esperanza, el amor[1] ■
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