III Domingo del Tiempo Ordinario (B)

La palabra del Señor fue dirigida a Jonás, hijo de Amittay, en estos términos: levántate, vete a Nínive, la gran ciudad, y clama contra ellos, porque su maldad ha subido hasta mí[1]. Así comienza el libro de Jonás[2]. Y luego nos cuenta que Jonás se resiste y huye de Dios lo más lejos posible, pero Dios persigue a su profeta y Jonás tiene que volver al camino que Dios le señala hacia la gran ciudad. ¿Qué palabra es esa que Dios dirige, que levanta al profeta, de la que éste huye y que al final viene de nuevo sobre Jonás y éste proclama? Es la palabra de Dios, no la de Jonás. Es una fuerza y no sólo una frase, una verdad. Jonás, el profeta, es un servidor de la Palabra. Este profeta gruñón muestra en su comportamiento el destino de todos los profetas bajo la autoridad inapelable de la Palabra de Dios.

El profeta es un enviado, un hombre movido por la Palabra de Dios que no puede ir donde le place sino donde Dios le envía, y para decir lo que Dios quiere. Es posible que el profeta parezca en ocasiones al pueblo como un entrometido, un hombre que va donde nadie le espera (¿quién esperaba en Nínive a Jonás?) Una parte del actual desprecio por la Iglesia se debe a esta inoportunidad del profeta. Una palabra que nos compromete y nos saca de nuestra rutina, que nos echa en cara nuestro pecado, que amenaza y que invita a cambiar de vida, no puede tener siempre entre nosotros una buena acogida.

Sin embargo, la predicación de Jonás fue bien recibida en Nínive. Me pregunto si la predicación del Evangelio en las grandes ciudades de nuestros días tendrá éxito semejante, y es que las grandes ciudades parecen estar construidas más bien para huir de Dios y desentenderse del prójimo. ¿Quién tocará el corazón del ser humano que a veces da la impresión de solo querer consumir, y gastar? ¿Cómo hacer ver a los hombres, que hay cimas mucho más altas que el bienestar material o económico? Sólo la Palabra de Dios proclamada y vivida puede hacer el milagro. Detrás de una civilización de consumo está el Reino de Dios, el reino de la paz verdadera, de la justicia y de la libertad.

La Palabra de Dios proclamada en medio de nosotros llama a penitencia. Es preciso renovar la mente y el corazón y descubrir de nuevo la vocación con la que hemos sido llamados para entrar en el Reino de Dios. El Reino de Dios es de los pobres. Sólo éstos pueden seguir a Cristo que no tenía donde reposar la cabeza. La Palabra de Dios no nos pide a todos que dejemos las redes, nuestro pequeño negocio, nuestra ocupación. Nos invita a salir para descubrir horizontes más amplios, descubrir al prójimo y la gran esperanza del Reino de Dios. Este es el camino cristiano y también el camino de la auténtica promoción humana[3]



[1] Jon 1, 1-2.
[2] El libro de Jonás es una historia narrativa que tiene como propósito dar testimonio de la gracia de Dios y que el mensaje de salvación es para todos los seres humanos. Este libro difiere de los otros (libros proféticos) en el hecho de que se concentra en el profeta y no en sus profecías. En el Nuevo Testamento Jesús mencionará la historia de Jonás como una ilustración de su muerte y resurrección
[3] Eucaristía 1970, n. 12.

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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