La liturgia de éste domingo –el XXIII del tiempo Ordinario según el
calendario- se detiene un momento y celebra la fiesta de la exaltación de la
Santa Cruz. Aun cuando la fiesta nos habla de la cruz, y la cruz tiene un
sentido importantísimo en la vida del cristiano, es bueno y es sano tener
presente también que si el Señor hubiera querido que le amásemos o creyésemos
en Él sólo por su sufrimiento, sus treinta y tres años de vida hubieran sido
muy diferentes a lo que nos cuentan los Evangelios.
Jesús tenía humor y provocaba sonrisas: nace en un
establo y le colocan en un pesebre rodeado del cariño de sus padres, con una
mula y un buey que le dan calor, y
podemos imaginar cómo sonríe a los pastores que le llevan regalos. Que sepamos,
el Señor nunca se quejó de haber nacido allí, incluso debió de hacerle gracia
cuando se lo contaron. Luego sabemos que se perdió en el Templo pero él no se
asustó, se asustaron sus padres; una travesura, sin más. Luego viene su vida
oculta: treinta años trabajando en algo que sin duda le debía gustar. Los
evangelistas no nos cuentan que estuviera estresado o que su trabajo y su vida
fuera un terrible esfuerzo, o que fuera infeliz. Con toda seguridad Jesús era
feliz con lo que hacía. Era una persona buena y por lo tanto, feliz. Para darse
a conocer realiza su primer milagro -un milagro propio de un hombre con un
profundo sentido del humor- convierte el agua en vino, disfrutando con toda
seguridad de aquel vino del que bebió una copa o dos. Jesucristo es Dios, sí,
pero que al mismo tiempo es perfecto hombre.
A partir de aquel momento y durante tres años recorre
aquellas tierras; habla, llama hipócritas a los que se rigen únicamente por la
letra de la Ley, las normas al pie de la letra, pero no tienen corazón. Se pone
al lado de los que sufren; rehúsa el poder temporal y político porque su reino
no es de este mundo; nos enseña cómo ser libres siendo honestos; nos avisa que
es una gran tontería acaparar tesoros en la tierra. Y nos regala las
Bienaventuranzas, que son como el gesto de Dios que pasa su brazo por los
hombros de sus hijos y los atrae hacia sí.
Durante aquellos años el Señor habla con palabras de vida
eterna; y la gente se siente a gusto con él, tan a gusto que se les hacía de
noche y no se querían ir a sus casas. Y el Señor gastaba bromas: andaba sobre
las aguas, o sacaba peces y más peces y panes y más panes de entre las manos de
sus apóstoles, como si fuera el mejor de los magos.
La vida de Jesús es, además de la cruz, su mensaje, su
manera de vivir y de reír. La vida de Jesús fueron treinta y tres años. De esos
treinta y tres, doce horas son su prendimiento, pasión y muerte.
Es bueno detenerse un momento a pensar que el Señor no
está eternamente clavado en la Cruz. Lo estuvo, sí, pero ya no lo está más. De
hecho nadie está eternamente muriendo y sufriendo. Y Jesucristo no fue una
excepción: doce horas terribles, pero treinta y tres años felices, conviviendo
con sus hermanos los hombres. Dios Padre no quiso ni a su propio Hijo –ni nos
quiere a sus hijos- eternamente sufriendo.
Muchas veces me he preguntado: si Jesucristo no hubiera
muerto en la Cruz, ¿su vida, sus palabras, sus enseñanzas, no habrían servido?
Dicho en otras palabras: su mensaje de alegría, de paz, de querernos contentos
y nobles, enseñándonos a luchar contra las injusticias y a descomplicarnos y a
ver dónde está lo que es importante y lo que es accidental y no tiene
importancia... su amor, el amor a Dios ¿ya no tendrían valor?
La Cruz es una parte de la vida del Señor, quizá la más
importante, pero no la única que ha de iluminar la vida del cristiano. La vida
del Señor es una unidad. Todos y cada uno de sus actos son redentores y llenan
de luz nuestra vida y nuestra espiritualidad.
¿Cómo acercarnos entonces al misterio de la cruz del
Señor? Quizá como lo sugería un padre oriental del siglo II: Encontraréis la
verdad y frente a ella sentiréis asombro, después temor, y por fin amor.
Tal vez el asombro y el amor nos ayuden a algo. El
asombro de que esto haya ocurrido en nuestra tierra, a nuestra raza. El amor de que se haya
hecho hombre por nosotros. El temor de pasar junto a la vida y la cruz de Jesús sin
descubrir que en cada momento –en su vida oculta y en el momento de la cruz- se
jugó la aventura más alta de la historia y de ella cada uno nos beneficiamos
abundantemente ■