Es éste –el vigésimo quinto en el Tiempo Ordinario- un domingo de parábola.
El Señor les cuenta a quienes le escuchan la historia de un hombre que llama a
un número de obreros a trabajar en su viña, y lo hace a distintas horas,
literalmente cuando a él se le da la gana. A algunos al alba, a otros hacia las
nueve de la mañana, todavía a otros al mediodía y a la tres, a los últimos
hacia las cinco[1].
San Gregorio Magno, que sabía mucho de éstas cosas porque poseía una profunda
espiritualidad, lo comenta de manera maravillosa[2]. Él
interpreta las diversas horas de la llamada poniéndolas en relación con las
edades de la vida[3].
«Es posible –escribe- aplicar la diversidad de las horas a las diversas edades
del hombre: la mañana puede representar ciertamente la infancia. Después, la
tercera hora se puede entender como la adolescencia: el sol sube hacia lo alto
del cielo, es decir crece el ardor de la edad. La sexta hora es la juventud: el
sol está como en el medio del cielo, esto es, en esta edad se refuerza la
plenitud del vigor. La ancianidad representa la hora novena, porque como el sol
declina desde lo alto de su eje, así comienza a perder esta edad el ardor de la
juventud. La hora undécima es la edad de aquéllos muy avanzados en los años
(...). Los obreros, por tanto, son llamados a la viña a distintas horas, como
para indicar que a la vida santa uno es conducido durante la infancia, otro en
la juventud, otro en la ancianidad y otro en la edad más avanzada». En menos
palabras: siempre es tiempo de Dios y cada día es un momento oportuno para
enriquecer la vida espiritual. «La vida espiritual –esta vez el padre Grün
quien escribe- consiste en vivir bajo los ojos amorosos de Dios y sentir en mí
no sólo el amor hacia los seres humanos sino hacia Dios, el Único que puede
satisfacer los deseos existentes en cada amor humano… se trata de vivir una
espiritualidad que experimenta a Dios con el corazón y todos los sentidos y que
desea encontrar en Dios paz y vida abundante».
El trabajo o construcción de la propia vida
espiritual debe ser siempre alegre, positivo, lleno de lucha, pero también
–quizá en mayor medida- de esperanza. El signo de una ascesis enfermiza aparece
cuando el ser humano se enfada consigo mismo. Lucha contra sí mismo, porque no
puede asumir lo que ha descubierto en su interior. Una ascesis sana parte
siempre de la aceptación de uno mismo. Solo puedo transformar lo que he
aceptado. Sólo puedo avanzar si acepto ante mí mismo dónde me encuentro. Hay
personas que se sólo identifican con altos ideales. Se las puede comparar con
aquellos que cuelgan de una barra fija pero ¡ay! sin tocar el suelo. Pueden
hacer todos los esfuerzos que quieran, pero nunca subirán más arriba. La causa
del duro juicio que tienen de sí mismas radica en que las personas no han
descubierto la imagen de Dios en ellas y persiguen una imagen ideal que se han
fabricado. Sólo cuando reconozca que me encuentro en el nivel más bajo, puedo
subir paso a paso[4].
Cuando la espiritualidad no está sana se parte de ideales
externos, no se tiene en cuenta la estructura del alma humana, y entonces
violenta el alma y el cuerpo. Cuando hay un espíritu sano, alimentado del
evangelio, la vida parroquial e incluso los momentos duros de la vida diaria,
el alma se ejercita y se fortalece con todo lo que Dios ha depositado dentro. Lo
mejor de todo es que siempre es momento de crecer espiritualmente. Como a los
trabajadores de la parábola, a unos los llama por la mañana, a otros nos ha
llamado al medio día y habrá a quienes los llame al final del día. Dichosos si
el dueño de la viña nos encuentra cuidando de nuestra alma, en oración.
La oración no es una huida piadosa del yo propio, sino, antes que nada, un
entrar dentro de nosotros mismos. Un verdadero encuentro con Dios sólo puede
producirse si le presento todo lo que hay en mí. Si me entrego a la oración
exclusivamente con la razón, podré reflexionar sobre Dios, pero no me
encontraré realmente con Él. Nuestra oración no tiene que ser devota, sino
necesariamente sincera…desplegar ante Él toda nuestra vida. Dios quiere nuestro
corazón, con todo lo que hay dentro de él –bueno y malo- para poder llenarlo
con su amor. La oración ilumina todos los abismos de mi alma. La oración es
siempre un camino para acceder a la verdad. Orar significa no detenernos
solamente en nuestra realidad, sino presentársela a Dios ■
[1] Cfr. Mt. 20, 1
ss.
[2] San Gregorio Magno (ca. 540 en Roma-604), fue el primer
monje en llegar al papado, y probablemente la figura definitoria de la posición
medieval del papado como poder separado del Imperio romano. Hombre
profundamente místico, la Iglesia romana adquirió gracias a él un gran
prestigio en todo Occidente, y después de él los papas quisieron en general
titularse como él hiciera: «siervo de los siervos de Dios» (servus servorum Dei).
[3] Hom. in Evang.
I, XIX, 2: PL 76, 1155.
[4] Anselm Grün, Un largo y gozoso camino. Las claves de mi
vida. Ed.
Sal Terrae, 2004.
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