La Exltación de la Santa Cruz (2014)

La liturgia de éste domingo –el XXIII del tiempo Ordinario según el calendario- se detiene un momento y celebra la fiesta de la exaltación de la Santa Cruz. Aun cuando la fiesta nos habla de la cruz, y la cruz tiene un sentido importantísimo en la vida del cristiano, es bueno y es sano tener presente también que si el Señor hubiera querido que le amásemos o creyésemos en Él sólo por su sufrimiento, sus treinta y tres años de vida hubieran sido muy diferentes a lo que nos cuentan los Evangelios.

Jesús tenía humor y provocaba sonrisas: nace en un establo y le colocan en un pesebre rodeado del cariño de sus padres, con una mula y un buey que le dan calor,  y podemos imaginar cómo sonríe a los pastores que le llevan regalos. Que sepamos, el Señor nunca se quejó de haber nacido allí, incluso debió de hacerle gracia cuando se lo contaron. Luego sabemos que se perdió en el Templo pero él no se asustó, se asustaron sus padres; una travesura, sin más. Luego viene su vida oculta: treinta años trabajando en algo que sin duda le debía gustar. Los evangelistas no nos cuentan que estuviera estresado o que su trabajo y su vida fuera un terrible esfuerzo, o que fuera infeliz. Con toda seguridad Jesús era feliz con lo que hacía. Era una persona buena y por lo tanto, feliz. Para darse a conocer realiza su primer milagro -un milagro propio de un hombre con un profundo sentido del humor- convierte el agua en vino, disfrutando con toda seguridad de aquel vino del que bebió una copa o dos. Jesucristo es Dios, sí, pero que al mismo tiempo es perfecto hombre.

A partir de aquel momento y durante tres años recorre aquellas tierras; habla, llama hipócritas a los que se rigen únicamente por la letra de la Ley, las normas al pie de la letra, pero no tienen corazón. Se pone al lado de los que sufren; rehúsa el poder temporal y político porque su reino no es de este mundo; nos enseña cómo ser libres siendo honestos; nos avisa que es una gran tontería acaparar tesoros en la tierra. Y nos regala las Bienaventuranzas, que son como el gesto de Dios que pasa su brazo por los hombros de sus hijos y los atrae hacia sí.

Durante aquellos años el Señor habla con palabras de vida eterna; y la gente se siente a gusto con él, tan a gusto que se les hacía de noche y no se querían ir a sus casas. Y el Señor gastaba bromas: andaba sobre las aguas, o sacaba peces y más peces y panes y más panes de entre las manos de sus apóstoles, como si fuera el mejor de los magos.

La vida de Jesús es, además de la cruz, su mensaje, su manera de vivir y de reír. La vida de Jesús fueron treinta y tres años. De esos treinta y tres, doce horas son su prendimiento, pasión y muerte.

Es bueno detenerse un momento a pensar que el Señor no está eternamente clavado en la Cruz. Lo estuvo, sí, pero ya no lo está más. De hecho nadie está eternamente muriendo y sufriendo. Y Jesucristo no fue una excepción: doce horas terribles, pero treinta y tres años felices, conviviendo con sus hermanos los hombres. Dios Padre no quiso ni a su propio Hijo –ni nos quiere a sus hijos- eternamente sufriendo.

Muchas veces me he preguntado: si Jesucristo no hubiera muerto en la Cruz, ¿su vida, sus palabras, sus enseñanzas, no habrían servido? Dicho en otras palabras: su mensaje de alegría, de paz, de querernos contentos y nobles, enseñándonos a luchar contra las injusticias y a descomplicarnos y a ver dónde está lo que es importante y lo que es accidental y no tiene importancia... su amor, el amor a Dios ¿ya no tendrían valor?

La Cruz es una parte de la vida del Señor, quizá la más importante, pero no la única que ha de iluminar la vida del cristiano. La vida del Señor es una unidad. Todos y cada uno de sus actos son redentores y llenan de luz nuestra vida y nuestra espiritualidad.

¿Cómo acercarnos entonces al misterio de la cruz del Señor? Quizá como lo sugería un padre oriental del siglo II: Encontraréis la verdad y frente a ella sentiréis asombro, después temor, y por fin amor.


Tal vez el asombro y el amor nos ayuden a algo. El asombro de que esto haya ocurrido en nuestra tierra, a nuestra raza. El amor de que se haya hecho hombre por nosotros. El temor de pasar junto a la vida y la cruz de Jesús sin descubrir que en cada momento –en su vida oculta y en el momento de la cruz- se jugó la aventura más alta de la historia y de ella cada uno nos beneficiamos abundantemente ■

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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