Un par de enamorados adolescentes pueden pensar que no habrá nunca discusión
que empañe su amor; un político puede llegar a creer que unirá voluntades sin
posibilidad de grietas en su partido; o un entrenador puede estar convencido de
sus habilidades para mantener la unidad del equipo... pero la realidad es que
la vida es conflicto, que hay siempre intereses encontrados, proyectos y
esperanzas de uno que chocan con las del otro.
Ni el Señor ni los evangelios han visto la Iglesia como un
lugar libre de conflictos o de ofensas personales. Ni la comunidad de clausura,
ni el grupo apostólico, ni el equipo sacerdotal, ni la parroquia, ni la
diócesis, ni grupo alguno se verá libre de diferencias y roces. El otro –pensamos
con frecuencia- con su modo distinto de ser, pensar o actuar, viene de algún
modo a destruir mi yo, y se convierte
de algún modo en mi enemigo, ¡la vida misma!
Y este miedo al conflicto dificulta fuertemente en la
Iglesia la corrección fraterna de la que nos habla hoy el evangelio. Disfrazado
de prudencia o de culto a la unidad,
lo que realmente existe es miedo al conflicto, y esto por una sencilla razón:
por falta de ejercicio y deseo de reconciliación. Así, tal cual. Todo miedo es
paralizante y esterilizador; y en este caso, al tener miedo a la conversación y
luego al perdón, se paraliza la salvación del hermano, y poco a poco se va
perdiendo la comunión. Común unión. Comunión.
Es buen y es sano que la Iglesia no aparezca libre de tensiones
de grupo y de ofensas personales. ¿Cómo no vamos a rozarnos o a tener
conflictos si somos seres humanos? El primer favor que Dios nos hace con
nuestros pecados de división, es curarnos de ese orgullo estéril e inútil e
invitarnos a tener un corazón misericordioso con los que sufren el mismo mal.
El segundo favor es abrirnos los ojos a la alegre noticia del perdón de los
pecados. Lo triste sería una Iglesia sin respuesta para sus propios conflictos
y, por consiguiente, sin un mensaje de perdón y alegría para anunciarlo al
mundo.
Uno de los mejores regalos que hemos recibido de Dios es el
perdón, el poder descubrir ¡todos los días! que el perdón de los pecados es
algo real. La reconciliación, el amor al enemigo, la otra mejilla[1],
el Padre perdónalos porque no saben lo que hacen[2],
ésta es la realidad de la Iglesia. Invento divino, porque desde Dios viene y de
su omnipotencia mana.
Lo que nos dice hoy san Mateo en el evangelio es quizá un
reflejo de la práctica que tenían ya las comunidades primitivas, y lo que importa,
además del examen de conciencia silencioso y personal, es actualizarlo en las comunidades de hoy: la
corrección y el perdón, el valor del Sacramento de la Reconciliación que nos
ayuda a comprender dónde está el secreto de que la comunidad permanezca unida a
pesar de los conflictos. En menos palabras: no es el tono humano -¡ay frase
desafortunada!- lo que nos mantiene unidos y en comunidad, sino el Don que
viene de lo alto: el Amor hecho Perdón[3] ■
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