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El amor a Dios es la más profunda realización de las capacidades implantadas por Dios en la naturaleza humana, destinadas a unirse con Él mismo. Al amarle, descubrimos, no sólo el íntimo significado de verdades que, de otra forma, nunca hubiéramos podido entender, sino que, además, encontramos en Él nuestra verdadera identidad. La caridad que despierta en nuestros corazones el Espíritu de Cristo, actuando en las profundidades de nuestro ser, nos hace empezar a ser las personas que, en los designios inescrutables de su Providencia, Él dispuso que fuéramos. Movidos por la Gracia de Cristo, empezamos a descubrir y a conocer a Cristo como un amigo conoce a su amigo: por la interior simpatía y el entendimiento que sólo la amistad puede otorgar. Este amoroso conocimiento de Dios es uno de los más importantes frutos de la comunión eucarística con Dios en Cristo Thomas Merton, El Pan Vivo, 54.

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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