El Exultet llamado también Pregón Pascual, es uno de los más antiguos himnos de la tradición litúrgica romana.
Existen testimonios de su existencia desde fines del siglo IV dc. Se canta
integralmente la noche de Pascua en la Solemnidad de la Vigilia Pascual, por un
diácono, por el propio sacerdote celebrante o por un cantor seglar. Con este
himno el declamador invita la Iglesia entera a exaltar y alegrarse por el
cumplimiento del misterio pascual, recorriendo en el canto los prodigios
cumplidos en la historia de la salvación. El Exultet venía escrito sobre un
largo rollo que llevaba el texto en un sentido y las imágenes en el sentido
contrario, de modo que, mientras el diácono-cantante narraba el contenido y
entonces corría el pergamino del púlpito, los fieles pudiesen seguir la
historia mirando las ilustraciones.
Exulten por fin los coros de los
ángeles,
Exulten las jerarquías del cielo,
y por la victoria de rey tan
poderoso
que las trompetas anuncien la
salvación.
Goce también la tierra, inundada
de tanta claridad,
y que, radiante con el fulgor del
Rey eterno,
se sienta libre de la tiniebla,
que cubría el orbe entero.
Alégrese también nuestra madre la
Iglesia,
revestida de luz tan brillante;
resuene este templo
con las aclamaciones del pueblo.
Por eso, queridos hermanos,
que asistís a la admirable
claridad de esta luz santa,
invocad conmigo la misericordia
de Dios omnipotente,
para que aquel que, sin mérito
mío,
me agregó al número de los
Diáconos,
completen mi alabanza a este
cirio,
infundiendo el resplandor de su
luz.
V. El Señor esté con ustedes.
R. Y con tu espíritu.
V. Levantemos el corazón.
R. Lo tenemos levantado hacia el
Señor.
V. Demos gracias al Señor, nuestro
Dios.
R. Es justo y necesario.
Realmente es justo y necesario
aclamar con nuestras voces
y con todo el afecto del corazón
a Dios invisible, el Padre
todopoderoso,
y a su único Hijo, nuestro Señor
Jesucristo.
Porque Él ha pagado por nosotros
al eterno Padre
la deuda de Adán
y, derramando su Sangre , canceló
el recibo,
del antiguo pecado.
Porque éstas son las fiestas de
Pascua
en las que se inmola el verdadero
Cordero,
cuya Sangre consagra las puertas
de los fieles.
Esta es la noche en que sacaste
de Egipto,
a los israelitas, nuestros
padres,
y los hiciste pasar a pie el mar
Rojo.
Esta es la noche en que la
columna de fuego
esclareció las tinieblas del
pecado.
Esta es la noche
en la que por toda la tierra,
los que confiesan su fe en
Cristo, son arrancados
de los vicios del mundo
y de la oscuridad del pecado,
son restituidos a la gracia
y son agregados a los santos.
Esta es la noche en que,
rotas las cadenas de la muerte,
Cristo asciende victorioso del
abismo.
¿De qué nos serviría haber nacido
si no hubiéramos sido rescatados?
¡Qué asombroso beneficio de tu
amor por nosotros!
¡Qué incomparable ternura y
caridad!
Para rescatar al esclavo,
entregaste al Hijo!
Necesario fue el pecado de Adán,
que ha sido borrado por la muerte
de Cristo.
¡Feliz la culpa que mereció tal
Redentor!
¡Qué noche tan dichosa!
Sólo ella conoció el momento
en que Cristo resucitó del
abismo.
Esta es la noche de que estaba
escrito:
«Será la noche clara como el día,
la noche iluminada por mi gozo.»
Y así, esta noche santa
ahuyenta los pecados,
lava las culpas,
devuelve la inocencia a los
caídos,
la alegría a los tristes,
expulsa el odio,
trae la concordia,
doblega a los potentes.
En esta noche de gracia,
acepta, Padre Santo,
el sacrificio vespertino de esta
llama,
que la santa Iglesia te ofrece
en la solemne ofrenda de este
cirio,
obra de las abejas.
Sabemos ya lo que anuncia esta
columna de fuego,
ardiendo en llama viva para
gloria de Dios.
Y aunque distribuye su luz,
no mengua al repartirla,
porque se alimenta de cera
fundida,
que elaboró la abeja fecunda
para hacer esta lámpara preciosa.
¡Qué noche tan dichosa
en que se une el cielo con la
tierra,
lo humano con lo divino!
Te rogamos, Señor, que este
cirio,
consagrado a tu nombre,
para destruir la oscuridad de
esta noche,
arda sin apagarse
y, aceptado como perfume,
se asocie a las lumbreras del
cielo.
Que el lucero matinal lo
encuentre ardiendo,
ese lucero que no conoce ocaso
Jesucristo, tu Hijo,
que, volviendo del abismo,
brilla sereno para el linaje
humano,
y vive y reina por los siglos de
los siglos.
Amén ■