Aquella tarde, la de la Resurrección, Tomás
tenía los ojos abiertos. Bien abiertos. Tomás siempre, digamos, pedía ver. Tomás
no se conforma con bellas teorías, con sospechosos
testimonios, con charlitas de tres al cuarto. Tomás quería más. Veinte siglos
después la raza de Tomás sigue bien viva ¡para bien de la Iglesia! Y es que a
la gente que realmente piensa no se le convence con estructuraciones mentales
atractivas ni con argumentos de irrefutable historicidad. Ser cristiano es
creer que Jesús es Dios, pero es mucho más. Es convivir en el amor con los
demás hombres. Es renacer a una vida nueva, distinta, plena.
La fe viene de Dios, sí, es un regalo
que recibimos en el bautismo (y un poco o un mucho todos los días) pero no
sabemos qué caminos tomará. El camino más normal, el más accesible a todos, es
el del "contagio". Puede haber re-nacimientos a la fe absolutamente
fuera de todo cauce acostumbrado: una melodía, una revelación directa, un
desbordamiento del amor del Padre. Pero lo normal es que alguien crea porque
otros le han transmitido la fe en su infancia o se la han
"contagiado" en su juventud, en su madurez. El Señor, nos dice el
evangelio, exhala su aliento y aquellos
hombres llenos de miedo reciben el poder y la valentía de transmitir el
Mensaje. El grupo de los creyentes es, debe ser, el pueblo-imán de los hijos de
Dios y hermanos de todos los hombres. El testimonio vivo del Resucitado. “Mirad
como se aman”, decían de los primeros cristianos[1].
Y más gente venía a participar del "milagro" del amor. Y creía en
Jesús.
Como Tomás, hoy también pedimos lo
mismo: palpar, tocar, cerciorarnos. Y no está mal, siempre y cuando lo hagamos
desde la sencillez y el buscar entender y sobre todo de la acción ¡gran
predicador es fray ejemplo! Que dice la sabiduría popular.
Sin caer en la tentación de la
nostalgia, en la tentación del perfeccionismo imposible, y sobre todo (y perdón
por el término tan rebuscado pero no hay otro pa'explicarlo mejor) ni del
aristocratismo de las élites –Jesús vino para todos- es bueno que reflexionemos
sobre el testimonio que en la Iglesia estamos dando sobre la Resurrección de
Jesús. Hoy más que nunca necesitamos estar encendidos pero no para dar
sensación de poderío, sino sensación de fe y caridad. Sensación de esperanza.
Tomás tenia los ojos abiertos y pedía ver, quería meter su mano en el costado abierto ¡deseaba tanto palpar el amor!
Y la verdad es que tenía derecho. Sí: tenía derecho. A Tomás no le bastaba con
disfrutar cálidos amores familiares, idílicos paisajes de amistad. Exige que
ese amor que parece sustancia y razón de la vida, máxima expresión de nuestra
fe se haga presente. Lo mismo con nosotros: no basta que los cristianos nos
queramos entre nosotros y demos –que tampoco la damos, ¡ay!- la impresión de
una familia unida: hace falta que el cristianismo sea una inmensa casa de
recepción para todos los que buscan, para todos los que sufren, para todos los
que necesitan ser amados. El Señor Jesús fue mucho más que una palabra: fue y
es la Palabra encarnada, que se relacionó con todos y para todos tuvo tiempo.
Nosotros los cristianos, mientras pretendamos invadir el mundo de palabras –jerarquía,
teólogos, capillitas, grupúsculos- no lograremos transmitir la alegría de la
Resurrección ni dejar que el reino de Dio se extienda. Vamos a pensarlo ésta
alegre mañana del domingo de la divina misericordia, el segundo del tiempo de
Pascua ■
No hay comentarios:
Publicar un comentario