Jean Paul Richter escribió
en 1796, con 33 años, la edad de Cristo al morir, un pequeño opúsculo con un
terrible nombre: Discurso de Cristo
muerto desde lo alto del cosmos diciendo que no hay Dios[1].
Richter era un profundo creyente y escribió esta pequeña obra para mostrar
lo terrible que sería el mundo si Dios no existiese. Le dio forma de un sueño,
un mal sueño en el que se veía sumido. Al despertar de la terrible pesadilla se
congratula de poder adorar a un Dios que rige con bondad este mundo[2].
El
texto describe una visión terrible y desgarradora. El mundo aparece al
descubierto. Los sepulcros se resquebrajan y los muertos avanzan hacia la
resurrección. Aparece en el cielo un Cristo muerto. Los hombres corren a su
encuentro con un terrible interrogante: ¿No hay Dios? y Cristo muerto les
responde: No lo hay. Entonces les cuenta la experiencia de su propia muerte:
«He recorrido los mundos, he subido por encima de los soles, he volado con la
vía láctea a través de las inmensidades desiertas de los cielos. Pues bien, no
hay Dios. He bajado hasta lo más hondo a donde el ser proyecta su sombra, he
mirado dentro del abismo y he gritado allí: ¡Padre! ¿Dónde estás? Sólo escuché
como respuesta el ruido del huracán eterno a quien nadie gobierna... Y cuando
busqué en el mundo inmenso el ojo de Dios, se fijó en mí una órbita vacía y sin
fondo...».
Entonces
los niños muertos se acercan y le preguntan: Jesús, ¿ya no tenemos Padre? Y él
contestó entre un río de lágrimas: Todos somos huérfanos. Vosotros y yo. ¡Todos
estamos sin Padre!...». Después Cristo mira el vacío inmenso y la nada eterna.
Sus ojos se llenan de lágrimas y dice llorando: «En un tiempo viví en la
tierra. Entonces todavía era feliz. Tenía un Padre infinito y podía oprimir mi
pecho contra su rostro acariciante y gritarle en la muerte amarga: ¡Padre! saca
a tu hijo de este cuerpo sangriento y levántalo a tu corazón. Ay, vosotros,
felices habitantes de la tierra que todavía creéis en El. Después de la muerte,
vuestras heridas no se cerrarán. No hay mano que nos cure. No hay Padre...». Cuando
el poeta despierta de esta terrible pesadilla, dice así. «Era un sueño. Mi alma
lloró de alegría al poder adorar de nuevo a Dios. Mi gozo, mi llanto y mi fe en
El fueron mi plegaria».
Nosotros,
cristianos –católicos- con una fe a veces tan rutinaria y tan superficial, tan
poco acostumbrada a detenerse y pensar ¿no deberíamos sentir algo semejante en esta
mañana de Pascua? Alegría ¡Alegría incontenible! Un Gozo y agradecimiento muy
profundos. «Hay Dios. En el interior mismo de la muerte ha esperado a Jesús
para resucitarlo. Tenemos un Padre. No estamos huérfanos. Alguien nos ama para
siempre».
Y
si ante este Cristo resucitado, glorioso y lleno de vida sentimos que nuestro
corazón vacila y duda, seamos sinceros ¡no pasa nada! La duda no es mala, la
duda no es ni quiera una falta; la duda puede ser ese catalizador que nos
mueve, ese fides quearens intellectum del
que tanto le gustaba hablar a san Anselmo. Invoquemos con confianza a Dios.
Sigamos buscándole con humildad. No lo sustituyamos por cualquier cosa. Dios
está cerca. Mucho más cerca de lo que sospechamos[3].
Y
junto a Él, su Madre, la criatura más perfecta, más hermosa y más amable que
haya existido jamás. María –no lo dicen así los evangelios pero no es una
herejía imaginarlo- seguramente fue la primera criatura en recibir el anuncio
de la resurrección. La Virgen fue la llama que permaneció encendida en medio la
terrible obscuridad que trajo sobre el universo la muerte del Hijo de Dios. Si
nos acercamos a ella con sencillez seguramente de ésa alegría y ése gozo
incontenible que ¡ay! Tanta falta nos hace a los cristianos ■
[1]
Johann Paul Friedrich Richter, más conocido como Jean Paul (Wunsiedel, 21 de
marzo de 1763 – Bayreuth, 14 de noviembre de 1825), fue un escritor alemán.
[2]
Esta obra es conocida con el nombre de “El sueño”. Su publicación no tuvo
ninguna repercusión en Alemania. Pero en 1814, en la segunda edición de la obra
“L´Allemagne” de Madame Germaine Staël –la primera edición fue íntegramente
secuestrada por Napoleón– aparece una traducción francesa de la obra. Mme Staël
no es la autora de la traducción al francés, pero ésta es parcial y está
burdamente manipulada[1]. Y no sólo la traducción, la propia obra aparece
cercenada en el principio y el final, de forma que ya no es un mal sueño, sino
un manifiesto del ateísmo. Bajo esta forma puede seguirse su rastro en la
literatura francesa de los siglos XIX y XX franceses. Nerval, Vigny, Musset,
Baudelaire y Gide son un claro exponente de estos ecos[2]. Debemos a Olegario
González de Cardedal la publicación de la primera traducción fiel y directa al
español –realizada por Andrés Sánchez Pascual– de la totalidad de este breve
escrito de Jean Paul.
[3]
J. A. Pagola, Buenas Noticias, Navarra 1985, p. 165 ss.
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