En un gesto sin precedentes, el
Papa Benedicto XVI, en el marco de la Misa Crismal celebrada hoy en la Basílica
Vaticana, ha pronunciado una magistral homilía en la que se ha referido de manera
explícita al Llamado a la desobediencia publicado por sacerdotes austríacos,
derribando sus débiles argumentos y explicando que la desobediencia nunca puede
ser un camino para la renovación de la Iglesia. Presentamos a continuación la
extraordinaria homilía del Santo Padre.
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En esta Santa Misa, nuestra
mente retorna hacia aquel momento en el que el Obispo, por la imposición de las
manos y la oración, nos introdujo en el sacerdocio de Jesucristo, de forma que
fuéramos «santificados en la verdad» (Jn 17,19), como Jesús había pedido al
Padre para nosotros en la oración sacerdotal. Él mismo es la verdad. Nos ha
consagrado, es decir, entregado para siempre a Dios, para que pudiéramos servir
a los hombres partiendo de Dios y por él. Pero, ¿somos consagrados también en
la realidad de nuestra vida? ¿Somos hombres que obran partiendo de Dios y en
comunión con Jesucristo? Con esta pregunta, el Señor se pone ante nosotros y
nosotros ante él: «¿Queréis uniros más fuertemente a Cristo y configuraros con
él, renunciando a vosotros mismos y reafirmando la promesa de cumplir los
sagrados deberes que, por amor a Cristo, aceptasteis gozosos el día de vuestra
ordenación para el servicio de la Iglesia?». Así interrogaré singularmente a
cada uno de vosotros y también a mí mismo después de la homilía. Con esto se
expresan sobre todo dos cosas: se requiere un vínculo interior, más aún, una
configuración con Cristo y, con ello, la necesidad de una superación de
nosotros mismos, una renuncia a aquello que es solamente nuestro, a la tan
invocada autorrealización. Se pide que nosotros, que yo, no reclame mi vida
para mí mismo, sino que la ponga a disposición de otro, de Cristo. Que no me
pregunte: ¿Qué gano yo?, sino más bien: ¿Qué puedo dar yo por él y también por
los demás? O, todavía más concretamente: ¿Cómo debe llevarse a cabo esta
configuración con Cristo, que no domina, sino que sirve; que no recibe, sino
que da?; ¿cómo debe realizarse en la situación a menudo dramática de la Iglesia
de hoy?
Recientemente, un grupo de
sacerdotes ha publicado en un país europeo una llamada a la desobediencia,
aportando al mismo tiempo ejemplos concretos de cómo se puede expresar esta
desobediencia, que debería ignorar incluso decisiones definitivas del
Magisterio; por ejemplo, en la cuestión sobre la ordenación de las mujeres,
sobre la que el beato Papa Juan Pablo II ha declarado de manera irrevocable que
la Iglesia no ha recibido del Señor ninguna autoridad sobre esto. Pero la
desobediencia, ¿es un camino para renovar la Iglesia? Queremos creer a los
autores de esta llamada cuando afirman que les mueve la solicitud por la
Iglesia; su convencimiento de que se deba afrontar la lentitud de las
instituciones con medios drásticos para abrir caminos nuevos, para volver a
poner a la Iglesia a la altura de los tiempos. Pero la desobediencia, ¿es
verdaderamente un camino? ¿Se puede ver en esto algo de la configuración con
Cristo, que es el presupuesto de una auténtica renovación, o no es más bien
sólo un afán desesperado de hacer algo, de trasformar la Iglesia según nuestros
deseos y nuestras ideas?
Pero no simplifiquemos
demasiado el problema. ¿Acaso Cristo no ha corregido las tradiciones humanas
que amenazaban con sofocar la palabra y la voluntad de Dios? Sí, lo ha hecho
para despertar nuevamente la obediencia a la verdadera voluntad de Dios, a su
palabra siempre válida. A él le preocupaba precisamente la verdadera
obediencia, frente al arbitrio del hombre. Y no lo olvidemos: Él era el Hijo,
con la autoridad y la responsabilidad singular de desvelar la auténtica
voluntad de Dios, para abrir de ese modo el camino de la Palabra de Dios al
mundo de los gentiles. Y, en fin, ha concretizado su mandato con la propia
obediencia y humildad hasta la cruz, haciendo así creíble su misión. No mi
voluntad, sino la tuya: ésta es la palabra que revela al Hijo, su humildad y a
la vez su divinidad, y nos indica el camino.
Dejémonos interrogar todavía
una vez más. Con estas consideraciones, ¿acaso no se defiende de hecho el
inmovilismo, el agarrotamiento de la tradición? No. Mirando a la historia de la
época post-conciliar, se puede reconocer la dinámica de la verdadera
renovación, que frecuentemente ha adquirido formas inesperadas en momentos
llenos de vida y que hace casi tangible la inagotable vivacidad de la Iglesia, la
presencia y la acción eficaz del Espíritu Santo. Y si miramos a las personas,
por las cuales han brotado y brotan estos ríos frescos de vida, vemos también
que, para una nueva fecundidad, es necesario estar llenos de la alegría de la
fe, de la radicalidad de la obediencia, del dinamismo de la esperanza y de la
fuerza del amor.
Queridos amigos, queda claro
que la configuración con Cristo es el presupuesto y la base de toda renovación.
Pero tal vez la figura de Cristo nos parece a veces demasiado elevada y demasiado
grande como para atrevernos a adoptarla como criterio de medida para nosotros.
El Señor lo sabe. Por eso nos ha proporcionado «traducciones» con niveles de
grandeza más accesibles y más cercanos. Precisamente por esta razón, Pablo
decía sin timidez a sus comunidades: Imitadme a mí, pero yo pertenezco a
Cristo. Él era para sus fieles una «traducción» del estilo de vida de Cristo,
que ellos podían ver y a la cual se podían asociar. Desde Pablo, y a lo largo
de la historia, se nos han dado continuamente estas «traducciones» del camino
de Jesús en figuras vivas de la historia. Nosotros, los sacerdotes, podemos
pensar en una gran multitud de sacerdotes santos, que nos han precedido para
indicarnos la senda: comenzando por Policarpo de Esmirna e Ignacio de
Antioquia, pasando por grandes Pastores como Ambrosio, Agustín y Gregorio
Magno, hasta Ignacio de Loyola, Carlos Borromeo, Juan María Vianney, hasta los
sacerdotes mártires del s. XX y, por último, el Papa Juan Pablo II que, en la
actividad y en el sufrimiento, ha sido un ejemplo para nosotros en la
configuración con Cristo, como «don y misterio». Los santos nos indican cómo
funciona la renovación y cómo podemos ponernos a su servicio. Y nos permiten
comprender también que Dios no mira los grandes números ni los éxitos
exteriores, sino que remite sus victorias al humilde signo del grano de
mostaza.
Queridos amigos, quisiera
mencionar brevemente todavía dos palabras clave de la renovación de las
promesas sacerdotales, que deberían inducirnos a reflexionar en este momento de
la Iglesia y de nuestra propia vida. Ante todo, el recuerdo de que somos – como
dice Pablo – «administradores de los misterios de Dios» (1Co 4,1) y que nos
corresponde el ministerio de la enseñanza (munus docendi), que es una parte de
esa administración de los misterios de Dios, en los que él nos muestra su
rostro y su corazón, para entregarse a nosotros. En el encuentro de los
cardenales con ocasión del último consistorio, varios Pastores, basándose en su
experiencia, han hablado de un analfabetismo religioso que se difunde en medio
de nuestra sociedad tan inteligente. Los elementos fundamentales de la fe, que
antes sabía cualquier niño, son cada vez menos conocidos. Pero para poder vivir
y amar nuestra fe, para poder amar a Dios y llegar por tanto a ser capaces de
escucharlo del modo justo, debemos saber qué es lo que Dios nos ha dicho;
nuestra razón y nuestro corazón han de ser interpelados por su palabra. El Año
de la Fe, el recuerdo de la apertura del Concilio Vaticano II hace 50 años,
debe ser para nosotros una ocasión para anunciar el mensaje de la fe con un
nuevo celo y con una nueva alegría. Naturalmente, este mensaje lo encontramos
primaria y fundamentalmente en la Sagrada Escritura, que nunca leeremos y
meditaremos suficientemente. Pero todos tenemos experiencia de que necesitamos
ayuda para transmitirla rectamente en el presente, de manera que mueva
verdaderamente nuestro corazón. Esta ayuda la encontramos en primer lugar en la
palabra de la Iglesia docente: los textos del Concilio Vaticano II y el
Catecismo de la Iglesia Católica son los instrumentos esenciales que nos
indican de modo auténtico lo que la Iglesia cree a partir de la Palabra de
Dios. Y, naturalmente, también forma parte de ellos todo el tesoro de
documentos que el Papa Juan Pablo II nos ha dejado y que todavía están lejos de
ser aprovechados plenamente.
Todo anuncio nuestro debe
confrontarse con la palabra de Jesucristo: «Mi doctrina no es mía» (Jn 7,16).
No anunciamos teorías y opiniones privadas, sino la fe de la Iglesia, de la
cual somos servidores. Pero esto, naturalmente, en modo alguno significa que yo
no sostenga esta doctrina con todo mi ser y no esté firmemente anclado en ella.
En este contexto, siempre me vienen a la mente aquellas palabras de san Agustín:
¿Qué es tan mío como yo mismo? ¿Qué es tan menos mío como yo mismo? No me
pertenezco y llego a ser yo mismo precisamente por el hecho de que voy más allá
de mí mismo y, mediante la superación de mí mismo, consigo insertarme en Cristo
y en su cuerpo, que es la Iglesia. Si no nos anunciamos a nosotros mismos e
interiormente hemos llegado a ser uno con aquél que nos ha llamado como
mensajeros suyos, de manera que estamos modelados por la fe y la vivimos,
entonces nuestra predicación será creíble. No hago publicidad de mí, sino que
me doy a mí mismo. El Cura de Ars, lo sabemos, no era un docto, un intelectual.
Pero con su anuncio llegaba al corazón de la gente, porque él mismo había sido
tocado en su corazón.
La última palabra clave a la
que quisiera aludir todavía se llama celo por las almas (animarum zelus). Es
una expresión fuera de moda que ya casi no se usa hoy. En algunos ambientes, la
palabra alma es considerada incluso un término prohibido, porque – se dice –
expresaría un dualismo entre el cuerpo y el alma, dividiendo falsamente al
hombre. Evidentemente, el hombre es una unidad, destinada a la eternidad en
cuerpo y alma. Pero esto no puede significar que ya no tengamos alma, un
principio constitutivo que garantiza la unidad del hombre en su vida y más allá
de su muerte terrena. Y, como sacerdotes, nos preocupamos naturalmente por el
hombre entero, también por sus necesidades físicas: de los hambrientos, los
enfermos, los sin techo. Pero no sólo nos preocupamos de su cuerpo, sino
también precisamente de las necesidades del alma del hombre: de las personas
que sufren por la violación de un derecho o por un amor destruido; de las
personas que se encuentran en la oscuridad respecto a la verdad; que sufren por
la ausencia de verdad y de amor. Nos preocupamos por la salvación de los
hombres en cuerpo y alma. Y, en cuanto sacerdotes de Jesucristo, lo hacemos con
celo. Nadie debe tener nunca la sensación de que cumplimos concienzudamente
nuestro horario de trabajo, pero que antes y después sólo nos pertenecemos a
nosotros mismos. Un sacerdote no se pertenece jamás a sí mismo. Las personas
han de percibir nuestro celo, mediante el cual damos un testimonio creíble del
evangelio de Jesucristo. Pidamos al Señor que nos colme con la alegría de su
mensaje, para que con gozoso celo podamos servir a su verdad y a su amor. Amén ■ Benedicto XVI, Santa Misa Crismal, Basílica Vaticana, Jueves Santo 5 de Abril del 2012.