La soledad es un espejo. Y ¿quién soporta el tener un espejo ante el
rostro? Se dice a menudo y se repite que el conocimiento de sí es el más
difícil de los conocimientos; la ciencia de las ciencias, el conocimiento de
los conocimientos. Si uno está muy sobrecargado, si uno ve muchos rostros, si
uno se mantiene en una conversación perpetua, un parloteo exterior o interior,
uno no se ve. Se ve a los demás, los rostros, las mímicas, pero uno no se ve.
La soledad es un espejo. Un espejo excelente, un espejo que retiene todo. Entonces
uno se ve, y siente horror. ¡Horror de sí! ¿Por qué? Porque uno ve su pobreza,
su miseria, cuando lo que habría que ver sería la belleza propia. Convendría
ver la grandeza. ¿Por qué una grandeza? ¿Por qué el esplendor? Porque el ser es
portador de luz. El hombre, hasta el ser humano más lastimoso, lleva en sí la
imagen divina, la chispa divina. Es un recipiente de luz, de belleza. En la
soledad, el hombre su coge su acuerdo con el cosmos. Comprende que él es un
microcosmos, que él lleva al macrocosmos en sí. Él es Tierra, él es Aire, Agua,
Fuego. Contiene las plantas, el árbol, la flor, los animales, el pájaro y la
serpiente ■