«De Juan Pablo II algo te puedo contar. Tuve la suerte de cruzar camino con él, de un modo breve, pero muy intenso, en muchas ocasiones. Fui muy afortunado, lo soy, y con frecuencia me gusta cerrar los ojos y recrearme en alguno de esos encuentros a solas. Aunque hubo de todo –desde anéldotas de lo más payaso y divertido, hasta la maravillosa posibilidad de poder hacerle alguna confidencia -, todas las considero fantásticas, únicas y exclusivas.
Si alguna vez alguien me preguntara cual fue el máximo instante de felicidad en mi vida sin dudarlo respondería que el primer encuentro personal con el Papa… y algunos muchos primeros momentos de mi biografía, que no vienen al caso.
Estaba yo en primera fila en el Cortile de San Dámaso. El Papa, desde un pequeño balcón, escuchaba las distintas actuaciones de unas y de otros, las anécdotas que contaban, las canciones…¡Lo tenía a tan solo unos metros de mi!. Aprovechando que la tuna iniciaba una canción pensé “ ¡ésta es la oportunidad de mi vida: ahora o nunca”. Me incorporé y acercándome al balcón le grité “¡Santo Padre, ¿puedo subir?!”. Uno de seguridad me coge del brazo y Juan Pablo hace un gesto indicando que me acompañe y que suba a su encuentro. En ese instante ignoro cuantos hombres verdaderamente felices habría en nuestro planeta –algún esquimal que miraría orgulloso su recién construido iglú, algún chaval enamorado dando vueltas alrededor de su chica con la que, por fin, había conseguido coincidir tan sólo un segundo cruzándose las miradas; alguna madre mirando el rostro de su hijo recién nacido, al lado de su marido que alucinado piensa “¿esto es un niño?...¡ si parece un lagarto!”; alguna monja clarisa que acabó de hacer los votos perpetuos y la visten con la toca y se mira en un espejo radiante de felicidad…-, todos esos y bastantes más, pero yo, mientras subía las escaleras para encontrarme con el Santo Padre, era un hombre que estallaba de felicidad, de emoción y de una alegría desbordante.
Cuando se abrió el balcón y veo al Papa mirándome y allá abajo toda la peña cantando eso del “Reina de reinas vengo a tu reino…” pensé “y ahora, ¿qué le digo yo a éste hombre?”. Porque la verdad es que con tanta emoción, tanta taquicardia y tanta improvisación, no tenía pensado de qué le podía yo hablar, como no fuera contarle un chiste o echar el grito de Tarzán desde el balcón (soy muy bueno imitando el alarido del hombre mono).
Nos cogimos las manos –las de él suaves, muy cálidas, blancas, las mías eran un chorro de sudor, algo parecido a un manojo de pepinillos a la vinagreta– y nos miramos. Ya no veía a la gente, ni la plaza, ni el balcón, ni la guardia Suiza, ni escuchaba las voces cantando. Sólo le veía a él. Y sentí unas ganas irreprimibles de decirle quién era yo de verdad: que era un desastre, un egoísta, un vanidoso, un guarro, un mediocre, un pobre hombre, un triste, un quedón… ése hombre despedía confianza, mucha comprensión, un corazón que intuías te iba a entender, una humanidad gigantesca.
Te hacía querer ser bueno, mejorar. Te requería de un modo difícil de explicar a que dijeras “okey lo voy a intentar”. Tenía un algo que te llevaba a Dios. Es de esas personas mejores que nosotros que su presencia y testimonio te hacen creer más profundamente en el bien absoluto y tender hacia él. Soy débil para subir por mi mismo, demasiado mediocre, pero con gente así uno es capaz de salir de esa mediocridad y subir por uno mismo. Con un hombre así uno se sentía capaz de ser guiado y sostenido. A mi, al menos, es lo que me provocaba su persona.
A otros les sucede lo contrario: la presencia de un ser puro, en lugar de atraerles, les repele y desanima: intentan manchar y destruir –al menos en su mente– una pureza que son incapaces de compartir y cuya sola presencia les hiere. Son formas distintas de pobreza. Algunos tienen hambre de pureza, de querer ser mejores, de amar más, y el amor que viene a colmar ese vacío se recibe como una bendición, una liberación. En otros, ya no se puede comer, y el mismo amor que se le ofrece lo puede tomar como burla, humillación y ofensa.
-Santo Padre – le dije dispuesto a contarle todo mientras seguíamos con las manos juntas -, me llamo Satur y, y… ( un algo de lágrimas, como arcadas, iba a estallar pronto) y… ¡¡¡¡UÁÁÁÁÁÁÁ!!!. Me puse a llorar como un niño. Como una guardería de niños. Y, avergonzado, me escondo en su pecho. Él me abraza y me acaricia el cogote mientras me dice al oído con esa voz grave, segura, firme “eres muy bueno, eres muy bueno…” Y yo, gritando, escondido en ese pecho, negaba como un loco “¡que no, que no!.
La peña que estaba abajo ya habían terminado la canción y comenzaron a mosquearse con el Satur. Era hora de marcharse. Recordé que los del autobús querían rosarios, así que le pedí al Papa entre pucheritos de emoción.
- Santo Padre, ¿me puede dar veinte rosarios para mis amigos?
Juan Pablo me miró como pensando “este está loco”
- ¿Veinte? - contestó.
- Sí, sí: veinte. Son para mis amigos.
El Papa ponía cara de desconcierto – luego supe por qué.
- Bien, veinte- contestó.
Al decir eso, yo pensé que me los iba a dar, pero nada. Me miraba sonriendo. Y yo a él. Pero allí no caía ningún rosario, ni una estampica, ni ná de ná.
Yo creo que en ese momento el Papa creía que yo era uno de esos locos que de vez en cuando se le cuelan y que andan forrados de estampas de San Genaro, con hojas de laurel en la mano, y con manifestaciones tipo “Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo, y me ha dicho San Genaro que te diga que cuidadín , que la Iglesia no va bien”. Le hago una señal con los dedos, imitando el pase de las bolitas del rosario, para que capte y tal. Entonces cayó en la cuenta y me indicó que su secretario me los daría. Como así fue. Ya fuera del balcón Don Stanislaw abrió un maletín repleto de cientos de rosarios, estampas y le digo “tranquilo, ya los cojo yo”. Si no me llevé de allí cincuenta o sesenta no me llevé ninguno.
La perplejidad del Papa con los rosarios que le pedí se debió a lo siguiente. Primero, el hombre, por aquel entonces, no dominaba el castellano, así que sí entendió, más o menos, algo de lo que le pedí. Pero es que en Italia el rosario es la oración a la Virgen, mientras que el instrumento para rezar el rosario se llama Corona. Así que el Santo Padre lo que me entendió es que le pedía, o que él rezara veinte rosarios por mis amigos –petición absolutamente absurda y enloquecida-, o que yo iba a rezar veinte rosarios con mis amigos por él –lo que no deja de ser motivo de preocupación por mi salud mental en aquel momento. Le debía de haber pedido veinte Coronas, y asunto arreglado. Eso hizo que en los sucesivos encuentros que tuve con él, el hombre me mirara siempre con cierto recelo y pensara “ ojo, Juan Pablo, que ya está aquí el latoso de los rosarios”, y que su secretario escondiera la maleta al verme.
Yo no sé exactamente como será eso del Cielo, pero creo que una vez estuve un rato allí. Y fue los segundos que estuve llorando en ese pecho, acariciado por esas manos, y con una voz cariñosa que me decía “eres muy bueno, eres muy bueno”. Y allí me voy muchos días, a ese recuerdo, que me ayuda a querer ser bueno.
Y ese es mi testimonio. Mi homenaje a un hombre, de verdad, bueno y santo.
Recuerdo que le gustaba mucho cantar: disfrutaba de verdad. Y una de sus canciones favoritas -tenía muchas- era “Canta y no llores”. Le entusiasmaba el estribillo ése del “Ay, ay, ay, ayyyy, canta y no llores, por qué cantando se alegran, cielito lindo, los corazones”. Una buena letra para el día de hoy. Lástima que alguien de la cosa –alguien cortito cortito, estrecho, escrupuloso y que si nace en verano sale botijo- decidió que esa canción no era conveniente y dejamos de cantarla. Se dice que el Papa tenía una sintonía especial con la cosa. Puede ser. También la tenía con muchísimas instituciones, asociaciones y grupos. Más de lo que nos pensamos. Y también que sus modos, gestos y manifestaciones, estaban en las antípodas de los criterios de la cosa: besaba, acariciaba, tocaba y se dejaba tocar, por todas y todos, con una sinceridad y naturalidad que en la cosa es impensable. Era un hombre limpio de corazón. Sin miedos, sin criterios absurdos y sin hacer escrúpulos estúpidos» satur ■