Siempre abiertos, siempre pidiendo "ver". No se conforman con bellas teorías, con sospechosos testimonios. La raza de Tomás no se extinguirá nunca, para bien de la Iglesia. No creo en el crepúsculo de las ideologías, pero sí creo en el crepúsculo de las teorías. A la gente más despierta no se le convence con estructuraciones mentales atractivas ni con argumentos de irrefutable historicidad. Sobre todo cuando una doctrina no es mera convicción, sino que afecta de lleno a la vida entera.
Ser cristiano es creer que Jesús es Dios, pero es mucho más. Es convivir en el amor con los demás hombres. Es re-nacer a una vida nueva, distinta, plena.
La fe viene de Dios pero no sabemos qué caminos sigue. El camino más normal, el más accesible a todos, es el del "contagio".
Un niño nace porque un hombre y una mujer se aman tanto como para prolongarse en una vida nueva. Puede haber nacimientos "milagrosos", el de Jesús lo fue. Y puede haber también re-nacimientos a la fe absolutamente fuera de todo cauce acostumbrado: una melodía, una revelación directa, un desbordamiento del amor del Padre. Lo normal es que alguien crea porque otros le han transmitido la fe en su infancia o se la han "contagiado" en su juventud, en su madurez. Jesús "exhala su aliento" y cada creyente es un nuevo Resucitado con poder de transmitir el Mensaje. Y el grupo de los creyentes es, debe ser, el pueblo-imán de los hijos de Dios y hermanos de todos los hombres. El testimonio vivo del Resucitado. "Mirad como se aman", decían de los primeros cristianos. Y más gente venía a participar del "milagro" del amor. Y creía en Jesús.
Tomás hubiera exigido palpar desde dentro ese pretendido amor comunitario. Tomás, la gente de su raza, eso es lo que pide ahora. Y de verdad podemos invitarle a que venga, a que palpe, a que se convenza por la fuerza de nuestro amor. Siempre ha existido en la Iglesia una limpia corriente de imitación hacia las primeras comunidades creyentes.
Sin caer en la tentación de la nostalgia, del perfeccionismo imposible, ni del aristocratismo de las élites –Jesús vino para todos-, se impone una seria reflexión sobre el testimonio que la Iglesia –nosotros, la Iglesia- está dando acerca de la Resurrección de Jesús, del amor del Padre manifestado en el amor a los hermanos.
La Iglesia tiene una estructura externa de la que pudo prescindir en los primeros tiempos y que hoy resulta necesaria. Pero siempre que facilite la transmisión de la Verdad, el testimonio de la Resurrección. Necesitamos estar organizados pero no para dar sensación de poderío, sino sensación de fe y caridad. Sensación de esperanza. Las ramas que matan el fruto son ramas malditas. Porque lo importante del árbol es el fruto.
Tomás tiene los ojos abiertos y pide a gritos "ver", "meter su mano en el costado abierto", palpar el amor. Tiene perfecto derecho, aunque dos mil años después no lo tuvieran. Y no se va a conformar con disfrutar cálidos amores familiares, idílicos paisajes de amistad. Exige que ese amor que parece sustancia y razón de nuestra vida, máxima expresión de nuestra fe –creer y amar se confunden- sea ancho como el mundo.
No basta que los cristianos nos queramos entre nosotros y demos –que tampoco la damos, ¡ay!- la impresión de una familia unida: hace falta que el cristianismo sea una inmensa casa de recepción para todos los que buscan, para todos los que sufren, para todos los que necesitan ser amados.
Conocí una vez a un hombre que buscaba, buscaba ardientemente. En la amistad, en el arte, en las religiones, en las iglesias... “¿Has probado en la Iglesia Católica?”, le pregunté. Y su respuesta me dejó frío, frío de terror. Me dijo: “Ustedes como todos, como los demás. Palabras, palabras, palabras...” Efectivamente, tenemos un infinito almacén de palabras maravillosas que soltamos en chorro cuando la ocasión se ofrece.
Pero...¿tenemos algo más? Sabemos que tenemos algo más, mucho más. Los demás no lo saben ni tienen por qué saberlo. Mientras pretendamos invadir el mundo de palabras –jerarquía, teólogos, creyentes "rasos", organizaciones...-, Tomás tendrá perfecto derecho a no creer.
Jesús fue mucho más que una palabra: fue y es la Palabra encarnada[1] ■
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