Pocos escritores han logrado hacernos intuir el vacío inmenso de un universo sin Dios, como el poeta alemán Jean Paul en su escalofriante Discurso de Cristo muerto escrito en 1795[1]. Jean Paul nos describe una visión terrible y desgarradora: el mundo aparece al descubierto. Los sepulcros se resquebrajan y los muertos avanzan hacia la resurrección. Aparece en el cielo un Cristo muerto. Los hombres corren a su encuentro con un terrible interrogante: ¿No hay Dios? y Cristo muerto les responde: No lo hay. Entonces les cuenta la experiencia de su propia muerte: «He recorrido los mundos, he subido por encima de los soles, he volado con la vía láctea a través de las inmensidades desiertas de los cielos. Pues bien, no hay Dios. He bajado hasta lo más hondo a donde el ser proyecta su sombra, he mirado dentro del abismo y he gritado allí: ¡Padre! ¿Dónde estás? Sólo escuché como respuesta el ruido del huracán eterno a quien nadie gobierna... Y cuando busqué en el mundo inmenso el ojo de Dios, se fijó en mí una órbita vacía y sin fondo...».
Entonces los niños muertos se acercan y le preguntan: “Jesús, ¿ya no tenemos Padre?” Y él contesta entre un río de lágrimas: “Todos somos huérfanos. Vosotros y yo. ¡Todos estamos sin Padre!”».
Después Cristo mira el vacío inmenso y la nada eterna. Sus ojos se llenan de lágrimas y dice llorando: “En un tiempo viví en la tierra. Entonces todavía era feliz. Tenía un Padre infinito y podía oprimir mi pecho contra su rostro acariciante y gritarle en la muerte amarga: ¡Padre! saca a tu hijo de este cuerpo sangriento y levántalo a tu corazón. Ay, vosotros, felices habitantes de la tierra que todavía creéis en El. Después de la muerte, vuestras heridas no se cerrarán. No hay mano que nos cure. No hay Padre...”.
Cuando el poeta despierta de esta terrible pesadilla, dice así: «Mi alma lloró de alegría al poder adorar de nuevo a Dios. Mi gozo, mi llanto y mi fe en El fueron mi plegaria»…
Cristianos –tú que me lees y yo que escribo esto- cristianos que llevamos en el corazón una fe rutinaria y superficial, ¿no deberíamos sentir algo semejante en esta mañana de Pascua? Alegría. Alegría incontenible. Gozo y agradecimiento infinitos. No somos conscientes ni un poco de que «Hay Dios. En el interior mismo de la muerte ha esperado a Jesús para resucitarlo. Tenemos un Padre. No estamos huérfanos. Alguien nos ama para siempre».
Y si ante Cristo resucitado sentimos que nuestro corazón vacila y duda, seamos sinceros, e invoquemos su nombre con confianza. Sigamos buscándole con humildad y sencillez. Sin pretender entenderlo todo o saberlo todo. No lo sustituyamos por cualquier cosa.
Qué pena si se nos han pasado estos días en medio de nada y los hemos llenado de vacío. Aún queda una oportunidad. Celebremos con alegría, unidos a la liturgia de la Iglesia, ésta mañana de Pascua. Dios está cerca. Mucho más cerca de lo que sospechamos[2] ■
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