Eppur si muove ■ Galileo Galilei
En este Año Sacerdotal, cómo no recordar que especialmente nosotros, los sacerdotes, podemos reflejarnos en este texto de Juan, tomando el lugar de los apóstoles, cuando dicen: ¿Dónde podremos encontrar el pan para toda esta gente?". Y, al leer que el anónimo joven, que tiene cinco panes de cebada y dos peces, también a nosotros nos surge espontáneamente la pregunta: Pero, ¿qué es esto para una multitud así? En otras palabras, ¿quién soy yo? ¿Cómo puedo, con mis límites, ayudar a Jesús en su misión?". La respuesta la da el Señor: ¡al poner precisamente en sus 'santas y venerables' manos lo poco que son, los sacerdotes se convierten en instrumentos de salvación para muchos, para todos! ■ Benedicto XVI, Les Combes, 26.VII.2009

LOS ALIMENTOS DEL HOMBRE INTERIOR*
(II)

Los acontecimientos históricos tienen su importancia, pero también han de ser interiorizados y desarrollarse en el interior; toman entonces relieve y una densidad más preñada. Hoy, los textos bíblicos se ven tamizados por una crítica científica exigente, a veces son analizados como cualquier texto profano. A menos que uno sea teólogo en el sentido occidental del término (el teólogo oriental, es, ante todo, un hombre de oración), el hombre interior debe alimentarse sobre todo con sencillez. No lee la Sagrada Escritura como intelectual, sino como un ser hambriento que busca su alimento. Como el ángel, el hombre interiorizado es un «velador», su mirada quisiera imitar la de los querubines, y poder contemplar lo inefable a través de las palabras y, a veces, a pesar de las palabras; pues las palabras, como las imágenes, han de ser superadas.

La Sagrada Escritura, dirigiéndose al corazón del hombre, se convierte en su morada, pues la Palabra, semejante a una mano, llama a la puerta de lo interior; abrir es darle entrada, de ahí el texto del Apocalipsis: «He aquí que me encuentro a la puerta y llamo; si alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré... cenaré con él y él conmigo» [1]: Un sentido idéntico se encuentra en el texto de san Juan: «si alguno me ama, conservará mi Palabra; entonces mi Padre también lo amará, y vendremos a él y haremos en él nuestra morada»[2]. Se trata, pues, de una habitación de la Palabra en el hombre interiorizado.

Leer los textos sagrados considerándolos ajenos a uno mismo sería absolutamente vano. Así, numerosos meditantes no hacen ningún progreso, incluso si se consagran durante horas a la lectura de la Sagrada Escritura. El sello de los libros sagrados sólo se rompe cuando el meditante abandona lo manifestado y pasa desde lo grosero a lo sutil, desde el discurso al silencio. Es estado de tranquilidad no concierne únicamente al cuerpo, la mente ha de mantenerse en reposo, de ahí la importancia dada a la vigilancia del corazón, a fin de rechazar los pensamientos errantes y dispersantes. El corazón se mantiene en la contemplación apacible y se descubren los misterios, el texto sagrado entrega sus secretos ocultos, que arden por ser descubiertos, y toda posibilidad de ensoñación queda eclipsada.

Según el taoísmo[3], la concentración se convierte en contemplación cuando el hombre recogido alcanza a fijarse en su centro y esa operación se lleva a cabo de una manera suave y no rígida. En cuanto huyen los pensamientos, comienza la contemplación: «Una fijación sin contemplación es una revolución sin luz. Una contemplación sin fijación es una luz sin revolución»[4]. El espíritu original se derrama en el ser por la contemplación. Así, el texto sagrado pone en movimiento imágenes comparables a corredores que se encaminan hacia el centro. Cuando se efectúa la entrada al centro, conviene abandonar esas imágenes simbólicas, ellas han conducido hacia la morada interior pero no pueden penetrar en ella; de ahí la necesidad rigurosa de abandonar las imágenes que no son en realidad vehículos indispensables y si peligrosos para aquellos que avanzan en el camino de la perfección.

Poco a poco, el espíritu consciente se somete al espíritu original, que es lo que Lao Tzu llama el trabajo de fundación. Se trata de las bases para la construcción de una morada de que habla el Evangelio[5]. El apóstol Pablo dirá de otra manera: «He puesto el fundamento como un sabio arquitecto»[6].

La lectura de los textos sagrados requiere las mismas disposiciones que la oración cuando es considerada una toma de contacto consciente y no un estado; conviene entrar en la propia habitación y cerrar la puerta[7] es decir, interiorizarse en el interior, retirando la atención del exterior[8].

Cuando la lectura de las Escrituras sagradas se convierte en meditación, evoca además la oración; sin embargo, se diferencia netamente de ella. Monseñor Antoine Bloom escribe: «la meditación es una actividad del pensamiento, mientras que la oración es el rechazo de todo pensamiento»[9].

[1] III, 29
[2] XV, 4-5
[3] El taoísmo, palabra derivada de un caracter del idioma chino que se lee Tao o Dao. Este término a menudo suele ser interpretado como vía o camino, más bien podría entenderse como intuición, sensibilidad, espontaneidad, o de manera más abstracta como sentido. El Taoísmo se desarrolló a partir de un sistema filosófico basado en las escrituras de Lao Tzu. El texto que se da por sentado escrito por Lao-Tzu es el Tao Te Ching. Lao Tzu, se supone que vivió durante el siglo VI a. C. y, por ende, tradicionalmente se fecha en ese siglo su redacción. Los temas del taoísmo como religión se fundieron en el siglo III a. C., pero no se convirtieron en un movimiento religioso organizado hasta el siglo II de la era cristiana. (N. del E).
[4] Lao Tzu, Le secret de la fleur d´Or.
[5] Cfr Mt 7, 24
[6] 1 Cor 3, 10.
[7] Cfr Mt. v. 6
[8] Los consejos dados por Lao Tzu son concretos: primero hay que sentarse en una habitación tranquila, el cuerpo ha de ser comparable a madera seca y el corazón como ceniza fría, con los párpados cerrados, que permitan que la mirada se fije en el interior, el corazón purificado se convierte a su vez en mirada. La lengua situada contra el paladar reduce la facultad gustativa, el oído se cierra al ruido del exterior, la respiración se una a un ritmo lento. La boca cerrada no habla ni ríe y el corazón cumple con atención su trabajo de velar con respecto a los pensamientos. Los pensamientos justos se van formando poco a poco: «el espíritu es el pensamiento, el pensamiento es el corazón, el corazón es el fuego, el fuego es la flor de oro... Cuando se procede así de manera recogida, se ve aparecer espontáneamente en la luz... un punto de la pura luz creadora» y los pensamientos vanos se acallan como ruidos insólitos. Rechazando sin cesar la indolencia y la distracción que a cada instante acechan y tratan de invadir al meditante, el corazón se conmueve. Ya anteriormente lo ha afectado la lectura de los textos sagrados. Podría decirse más bien que, en la contemplación que la lectura provoca, va más allá de toda emoción y se licua como una piedra que se vuelve agua. El discernimiento permite diversificar los pensamientos verdaderos de los pensamientos imaginativos. Cuando los pensamientos obedecen a un movimiento rápido, se agitan y hacen aparecer representaciones imaginarias y se acelera la respiración, los pensamientos y la respiración se responden. Desde el momento en que la mente se clama, se produce un apaciguamiento en todo el ser, cuerpo, alma y espíritu, se mantienen en la inmovilidad y la respiración se hace lenta. Lao Tzu plantea una cuestión esencial: ¿Cómo no respirar, puesto que el hombre continuamente piensa y respira? «El corazón y la respiración dependen uno del otro, hay que unir la revolución de la luz con un ritmo dado de respiración.» La luz del ojo y la luz del oído van a desempeñar su función. La primera luz, la del ojo, es, según el sabio taoísta, «la luz unida del sol y de la luna en el exterior». La luz del oído procede también de la luz del sol y de la luna, pero se derrama en el interior. Por eso, según todos los sabios y maestros espirituales, el oído –como hemos visto ya anteriormente – tiene precedencia sobre el ojo durante la condición terrestre.
[9] Cfr. Mgr. Antoine Bloom, Living Prayer, London, 1966, p. 57

* M. M. Davy, El Hombre Interior y sus Metamorfosis, Editorial Integral, Colección Rutas del Viento. Marie-Madeleine Davy (1903-1998), es conocida por su célebre tesis doctoral sobre la obra y el pensamiento de Guillaume de Saint-Thierry, y por la calidad de sus numerosos trabajos sobre mística medieval. Fue parte de la Resistencia. Su pensamiento tiene cierta influencia de Simone Weil y de Teilhard de Chardin.
ilustración: Hieronymus Bosch, San Juan Evangelista en la isla de Patmos (1504-05), óleo sobre madera (63 x 43,3 cm), Staatliche Museen (Berlin)

VISUAL THEOLOGY

This image of the Virgin of Compassion, or Virgin Eleousa, is a remarkable addition to the limited number of surviving miniature mosaic icons, a medium first popularized in the Late Byzantine era. The intimate gesture of the Christ Child, his head pressed to his mother's cheek, is one of the most beautiful images in Byzantine art. The poses of the heads and the position of the Christ Child's hand (partially restored) are remarkably similar to a less sophisticated, painted icon of the Virgin and Child in the collection of the Monastery of Saint Catherine at Sinai, where the Christ Child also has light brown hair. Another icon from Sinai, which has five small images of named icons including one labeled the Blachernitissa, echoes the head poses and hand gesture seen in this work. An icon donated to the Church of Santa Maria della Salute, Venice, in the seventeenth century and dated to the late thirteenth or early fourteenth century offers a related pose in its exquisite Virgin with an elaborate halo, although the image of the Christ Child differs, as do elements of the design, including the details of the face ■ Icon with the Virgin Eleousa, ca. early 14th centuryByzantine (Constantinople)Lazurite, malachite, silver coupons, glass, terracotta, calcite, and various stone tesserae; gilded wood frame, wax substraight
The Cistercians represent the fine flower of medieval monastic spirituality and mysticism. [Theirs was] a Biblical mysticism, centered on the mystery of Christ, a traditional mysticism, centered on the ancient way handed down by Cassian, St. Gregory the Great and the Benedictines, with a generous admixture of all that is best in Augustine and some notable traces of Dionysius. [It was] a school of experience, in which personal experience is not so much analyzed and dissected, as expressed fully and poetically in the traditional images and terms of Scripture. Hence the character of Cistercian mysticism is to relive the Scriptural mysteries in one's own personal life, without undue subjectivism ■ Thomas Merton, An Introduction to Christian Mysticism. Patrick F. O'Connell, editor (Kalamazoo, MI: Cistercian Publications, 2008): 171.

Eighteen Sunday in Ordinary Time

There is a great and beautiful story about the three businessmen who ran through a train station knowing that they only had two or three minutes before their train would depart. In the process they accidentally tipped over an apple stand. They kept running, but then one of the men felt a twinge of conscience and turned around and ran back to the stand. The apples were all over the place and a child was crying. The man started picking up the apples. He then realized that the crying child was a little boy who had been selling the apples. The little boy was blind. The man put the apples he could save back on the table. He then said to the little boy, “I’m so sorry. I’m placing a ten dollar bill in your hand to make up for the apples that had been lost. The little boy held the money and asked, “Are you Jesus?” The man was for the little boy. And the little boy was for the man[1].

My brother, my sister, we need encounters with Jesus, and as a Catholics and members of His Church we have to provide encounters with Him to all those around us. We have to be facilitators.

However if we want to lead to our friends and family to the Lord, we have to have a great spirituality. What is the food that we need? Simple: the food is Jesus Christ. The Eucharist is the sacramental expression of this food. The Eucharist is our union with the Lord.

In today’s Gospel, the people who seek Jesus looking for free food, take a step away from their greed and begin considering their religion. They speak about the manna that the ancient Hebrews ate in the desert. As we just heard the first reading tells the story about the Jews crying out to God for food. Jesus responds that He is the gift that is greater than the Law. He is the new manna, the food that gives eternal life. He is the Bread of Life.
I am not American; however I feel this country as my home, so in this country we understand the importance of food both as nourishment and as part of our social lives. We get concerned when we hear a report that our food might be contaminated by chemicals, and we are careful of what we eat and how we prepare it. We go to great lengths to make sure that the food we take into our bodies is healthy and that it provides us appropriate nourishment.

It should not be difficult then for us to understand the importance of the Eucharist in our life and in the life of the church! It makes sense that Jesus would start the discourse on the Eucharist by feeding the large crowd following him. In his love and care for them, he wanted them to be fed.

My brother, my sister it is in the Eucharist that we find nourishment for our souls and the possibility for spiritual growth and a healthy spiritual life.

Pope John Paul II gave us an extraordinary example of love and devotion to the Eucharist. Several years ago he said: “The most important and beautiful thing for me remains the fact that I have been a priest for more than 50 years, because every day I can celebrate holy Mass! The Eucharist is the secret of my day. It gives strength and meaning to all my activities of service to the church and to the world.”

The church in our country will be what our Eucharistic devotion is[2].
With this in mind, let us ask our Blessed Mother to help us increase our “hunger” for Jesus. As a pastor of this parochial community I hope we can all receive the nourishment we need for our souls, and increase our spirituality, and become the most Eucharistic parish in the Archdiocese so that with our faith renewed, we can become better “witnesses of hope” to our society, our city and our country[3]



[1] 18th Sunday in Ordinary Time. Cycly B. Readings: Exod 16:2-4, 12-15 Ps 78:3-4, 23-24, 25+54 Eph 4:17, 20-24 Matt 4:4b John 6:24-35
[2] Does anyone doubt that America needs to be converted? When the Holy Father spoke to the youth in Washington last year, his urgent topic was to pray that America might not lose its soul. The soul of America is Christianity. Christianity is the principle of our national life. As our nation becomes increasingly de-Christianized, it loses more and more of its source of vitality. Unless the moral disease is cured, America as the nation we still calls the United States will disappear. But there is another, and deeper, meaning to America’s danger of losing its soul. Individuals lose their souls when they die estranged from God. There is such a thing as a second death which means everlasting separation from God in what Christ calls eternal punishment. This is the awful prospect awaiting not just single persons but whole societies, unless they repent and return to the God from whom they have strayed by their stubborn resistance to His will.
[3] Cfr Today’s Catholic, Column by Archbishop Jose H. Gomez, The Eucharist: Nourishment for our souls and lives, July 17, 2005.
Camino de Compostela,
va un romero caminando
y es el camino de estrellas
polvareda de sus pasos.
En el pecho las vieiras,
y alto bordón en la mano,
sembrando por la vereda
las canciones y los salmos.

Llegó al corazón de España
por el monte y por el llano:
en los anchos horizontes
cielo y tierra se abrazaron.
Sube hasta el monte del Gozo
y allí de hinojos postrado,
las altas torres de ensueño
casi toca con las manos.

Romeros, sólo romeros,
dile que peregrinamos
con la mirada en el cielo
desde la aurora al ocaso.
Camino de Compostela,
todos los hombres, hermanos,
construyendo un mundo nuevo
en el amor cementado.

Ven, Santiago, con nosotros,
que tu bordón es un báculo,
el cayado del pastor
para guiar el rebaño.
¡Santo Apóstol peregrino,
llévanos tú de la mano
para ir contigo hasta Cristo,
Santiago el Mayor, Santiago! ■

XVII Domingo del Tiempo Ordinario

LOS ALIMENTOS DEL HOMBRE INTERIOR*

(I)


Así como el hombre tiene necesidad de «alimentos terrenos» para su cuerpo exterior, así el hombre interior, es decir el corazón, ha de alimentarse. Mucho tiempo y energía se consagran al cuerpo. A menudo el hombre puede asegurar los gastos necesarios para el mantenimiento de la existencia con un trabajo asiduo. El hombre interior, subalimentado, se torna frágil, se deteriora y perece.

El alimento más sustancial del hombre interior reside en el contacto asiduo con los textos sagrados que le permiten alcanzar un nivel más profundo de la comprensión de sí mismo y del sentido de su búsqueda. Para el hombre interior la lectura cotidiana de los textos sagrados es análoga a las comidas que cada día ofrece a su cuerpo. Aquí lo que tiene importancia no es tanto la duración o la cantidad, sino la intensidad.

Lo esencial para el hombre interior, consiste en la lectura y en la meditación de los textos sagrados. Según la tradición judeo-cristiana el hombre no está solo, Dios le habla y es contemporáneo de su palabra. Lo que Yahvé dice a Israel, lo pronuncia para cada ser tomado en su singularidad. Si abre el pecho de Lidia, la vendedora de púrpura[1], abre también el corazón de aquel que le escucha, a fin de darle la inteligencia del texto.

Los personajes bíblicos se encuentran, como «situaciones» sucesivas o imbricadas, en cada ser. El hombre del interior reducido a una indigencia interior, momentáneamente abandonado, se queja como Job en la confianza y en la amargura; obedece con Abraham; como Moisés, entra a veces en la nube. A los monólogos entre la Divinidad y el Hombre, sucede a veces el diálogo. No se trata de refugiarse en sueños que la imaginación alimenta; todo sucede en el interior, en el secreto de la dimensión de profundidad.

El lector de los textos sagrados tiene en cuenta interpretaciones que le presentan comentadores; a veces le visita la inspiración y el texto se ilumina. Capta «un algo» que un instante después se le hará oscuro.

Las palabras de la Escritura se rumian, se mastican como alimentos, y luego se saborean, sin embargo, hace falta una preparación para favorecer el apetito. Con respecto a la Escritura hay una apertura, un deseo de alimentarse que mantiene la oración y el ayuno del corazón en la medida en que son medios de recogimiento que estimulan la atención y la escucha.

La inteligencia del texto sagrado no tiene que ver con una formación intelectual, depende únicamente de la calidad de apertura del corazón. Esta pertenece a la estructura del hombre interior; puede estar coagulada o ser fluida, es decir, puede estar bloqueada o privada de nudos en la medida en que la espontaneidad interior se ha conservado o se ha reconquistado. Según Proclo[2] –y esa misma idea se encontrará también en el cristianismo– la atracción sentida por lo espiritual se inscribe en el alma; así, «rezar» es «liberar una oración interior». Cuando Agustín escribe: «no me buscarías si no me hubieres encontrado ya», esta frase posee idéntico sentido. La conversión obrada bajo el choque que producen las palabras que llegan al corazón es consecutiva a una orientación anterior cuya eficiencia podía ignorarse anteriormente: todo procede de la moción divina; precede a la diversidad de sus manifestaciones.

Esta manifestación corresponde a una espontaneidad. No es con un esfuerzo con lo que el hombre interior se abre a los signos y el texto sagrado lo libera. El hombre interior se encuentra atento a ellos por su propia estructura; la amplifica en la medida en que da interiormente su consentimiento a su verdadera naturaleza espiritual, el texto sagrado permite, pues, unirse de nuevo, y por ello mismo responder, al movimiento inicial que se sitúa en la interioridad; puede haber estado bloqueado, pero la Escritura licua ese bloqueo, en la misma medida en que libera una energía latente que esperaba poder manifestarse. «La forma final de la oración –escribe Proclo– es la unidad que establece al uno del alma en el propio uno de los dioses...» permanecemos en la luz divina y estamos envueltos en su ciclo. Desde la perspectiva de Proclo, esa es la cúspide de la oración verdadera, alcanzar de nuevo por la conversión la manencia inicial, reintegrar en uno lo que procede del uno de los dioses, recoger la luz que hay en nosotros en la luz de los dioses.

Por eso puede decirse que la iniciación es operativa en el interior, anteriormente a toda iniciación conferida desde el exterior; lo que inicia, consagra y sitúa al alma en el seno del misterio es la obra creadora; en este sentido puede hablar Sócrates, en el Fedro, de la más perfecta de las iniciaciones; de ahí la «simpatía» que se establece entre los textos sagrados y el hombre, entre el hombre y los textos sagrados. Por este término de sympatheia, hay que entender una atracción recíproca, una atracción ineluctable que orienta la mirada, acentúa la percepción y provoca la revelación.

En el Fedro, explica Sócrates que toda cosa es vista por otra que nosotros no vemos. Se accede a un conocimiento nuevo en la medida en que se lo posee anteriormente. Toda experiencia exige, o más bien implica, un preconocimiento[3]. « ¿Habrá una experiencia antes de la experiencia?», escribe Jean Trouillard en su obra L´Un el l´âme selon Proclos. Y añade: «Pero esta experiencia antecedente exigiría por sí misma otra experiencia, anterior por las mismas razones, y así hasta el infinito. Es, pues, preciso que ese preconocimiento sea anterior, no según el tiempo, sino según el orden. No puede pertenecer a un saber adquirido, ha de entrar en la contextura del alma conocedora».

Esta experiencia anterior se manifiesta por la reacción espontánea experimentada con respecto al contenido de un texto sagrado. El alma «reconoce» de un modo más o menos claro su parentesco, la idea recibida no le parece ajena a aquello hacia lo que él tiende. El alma es movida por la Vida, se mueve en la Vida; en ese sentido existe un desarrollo constante para el hombre interior. A este respecto, la enseñanza de los neopitagóricos permite comprender tal movimiento. El alma es un número que se mueve sobre sí mismo, «procediendo por una procesión y una conversión interna cuyo movimiento parte de la unidad para concluir en la unidad».

Cuando el alma recibe el choque de la Sagrada Escritura se produce una espontaneidad espiritual; en el espacio interior, lugar de las ideas, todo es recepción, relación y unificación. Un texto sagrado, por ejemplo el versículo de un salmo, no producirá una «idea» idéntica en todos cuantos lo lean.

No existe aquí uniformidad ni unilateralidad, todo se captará según la calidad de apertura, de espacio interior y sobre todo de exigencia más o menos limitada o ilimitada. En la comprensión misma se presentan intervalos, especies de vacíos que llaman a lo lleno, deseándolo con violencia, o deseando desearlo durante los movimientos oscuros. Así, la Sagrada Escritura corresponde a un apetito sentido: «mi alma tiene sed de ti»[4]. Cuando no se siente ese apetito, conviene, no obstante, alimentar al hombre interior de la misma manera que el que existe ha de alimentarse para vivir. El sujeto se da cuenta de que no comprende sino una parte de toda una totalidad; experimenta cruelmente esa carencia que hace más aguda su atención, acecha el instante en el que un conocimiento más denso va a surgir.

No habría que creer que la lectura de la Sagrada Escritura conviene tan sólo a los monjes, pues la Palabra se dirige a todos los hombres indistinta e independientemente de su profesión y de su modo de vida, tanto a los sabios como a los individuos incultos. Pensar lo contrario sería tan irrisorio como afirmar que sólo los ricos han de alimentar su cuerpo y que los demás están condenados a morirse de hambre, incluso si tienen alimentos ante ellos.

Cuando el hombre se deja modelar por la Palabra que se le dirige, comprende que ésta va ante él y que él va ante ella. Su escucha es una respuesta, pues él ha sido precedido. El Antiguo Testamento, particularmente, con el Génesis, los libros sapienciales y los profetas, sitúan y orientan. Los salmos, cuya belleza es incomparable, alimentan el corazón. El lector se encuentra, así, situado a la espera de la nueva alianza, preparado para reconocer a Cristo. Con el Nuevo Testamento, Dios se hace más próximo, se le ofrece un nuevo acceso que conduce al padre, mientras que el Espíritu introduce a los secretos, es decir le hace atravesar la corteza para saborear la almendra, que es lo único que puede alimentarlo. «El Verbo –dirá San Bernardo en su estilo figurado– se presenta en la carne, el Sol en la nube, la luz en el recipiente de la tierra, la miel en la cera, la llama en la lámpara». Cristo no es solamente un personaje histórico cuya vida conviene meditar; interiorizado, se convierte en un estado.

* M. M. Davy, El Hombre Interior y sus Metamorfosis, Editorial Integral, Colección Rutas del Viento. Marie-Madeleine Davy (1903-1998), es conocida por su célebre tesis doctoral sobre la obra y el pensamiento de Guillaume de Saint-Thierry, y por la calidad de sus numerosos trabajos sobre mística medieval. Fue parte de la Resistencia. Su pensamiento tiene cierta influencia de Simone Weil y de Teilhard de Chardin.
[1] Hch 16, 14.
[2] Proclo (410-485 en Atenas) fue tras el Neoplatonismo plotiniano el representante más importante de la Escuela de Atenas, junto a Plutarco de Atenas, Siriano (sucesor de este último), y Domnino (N. del E.)
[3] 74, e
[4] Ps. 41,3
Development needs Christians with their arms raised towards God in prayer, Christians moved by the knowledge that truth-filled love, caritas in veritate, from which authentic development proceeds, is not produced by us, but given to us. For this reason, even in the most difficult and complex times, besides recognizing what is happening, we must above all else turn to God's love. Development requires attention to the spiritual life, a serious consideration of the experiences of trust in God, spiritual fellowship in Christ, reliance upon God's providence and mercy, love and forgiveness, self-denial, acceptance of others, justice and peace. All this is essential if "hearts of stone" are to be transformed into "hearts of flesh" (Ezek 36:26), rendering life on earth "divine" and thus more worthy of humanity. All this is of man, because man is the subject of his own existence; and at the same time it is of God, because God is at the beginning and end of all that is good, all that leads to salvation: "the world or life or death or the present or the future, all are yours; and you are Christ's; and Christ is God's" (1 Cor 3:22-23). Christians long for the entire human family to call upon God as "Our Father!" In union with the only-begotten Son, may all people learn to pray to the Father and to ask him, in the words that Jesus himself taught us, for the grace to glorify him by living according to his will, to receive the daily bread that we need, to be understanding and generous towards our debtors, not to be tempted beyond our limits, and to be delivered from evil (cf. Mt 6:9-13) ■ Pope Benedict XVI

Seventeeth Sunday in Ordinary Time

With the grace and light of the Holy Spirit, today we begin a five week discussion about the food that Jesus gives us. This Sunday’s Gospel begins the Sixth chapter of the Gospel of John, the beautiful discourse on the Bread of Life[1].

It is amazing and a big consolation how the Lord sees our mortality and our longing for eternity, and how he converts the sign of the multiplication is the sign of the sacrament of the Eucharist.

We are the disciples whom Jesus tells to feed the people. We don’t have enough to feed them all. We don’t have enough to provide for all their needs. This is true. However we bring what we have to the Lord and He transforms it into more and better than we can ever imagine. And then we feed His people. And we eat.

“But my faith is weak. My love is limited. I’m continually drawn away from the Lord. How can I make Jesus present to the other Teens, to the people I work with, to the people in the neighborhood, more important, to my family?”

Well, my brother, my sister, take the faith you have, the love you have. Bring it to the Lord, he will transform it. Look at what he did with five barely loaves and two fish. Bring what you have to him. It will be more than enough, more than enough for them, and for you.

St. John begins his chapter by saying that the multiplication took place at the time of the Passover. This is not just a random fact thrown in to enhance the story. At the Last Supper, Jesus would give His Body and Blood. The bread at the multiplication does not magically appear. He takes what they have. Then, He gives thanks. He pronounces Eucharist, that word means Give Thanks. He tells the disciples to gather up the leftover fragments. Actually, in the fragments, the hosts not used during Mass, remain His Body and Blood. As you can see after communion we place them in the tabernacle to adore His Eucharistic Presence. Every Tuesday and Thursday here at St. Vincent de Paul we take one and put it in a special container, a monstrance, the word means “showing” and we show the Divine Presence to the people and Bless them with His Presence. And we have Eucharistic Adoration[2].

My faith is weak. My love is limited. Your faith is weak. Your love is limited. But there are no limits with Jesus. We seek His Holy Presence, and He gives us His Body and Blood to take within us.

And then the real hunger begins. The more I eat of Him, the hungrier I get. I am hungry for Christ. You are hungry for Christ. The more we receive Him, the more we want Him. That is why those special periods of the Church year, Lent-Easter, Advent-Christmas, don’t just strengthen the presence of the Lord in our lives; they lead us to want more. Such is the wonderful contradiction of Christianity in general and the Eucharist in particular: He fills us, and yet He always leaves us wanting more.

This is the gift of the One who feeds us with His Body and Blood, and leaves us wanting more, more of Him. The wonderful contradiction: His Love is more than enough for our Lives, and yet, we can’t get enough of you, Jesus.

May we celebrate and cherish the Gift of the Eucharist today and every day of our lives, may be more aware of the wonderful miracle of the Eucharist and be grateful to the Father by the gift oh His Son, trough the grace and love and fire of the Holy Spirit ■

[1] Sunday 26th July, 2009, 17TH SUNDAY IN ORDINARY TIME. Readings: 2 Kings 4:42-44. The hand of the Lord feeds us; he answers all our needs—Ps 144(145):10-11, 15-18. Ephesians 4:1-6. John 6:1-15. [Ss Joachim & Anne].
[2] A monstrance is the vessel used in the Roman Catholic, Old Catholic, and Anglican Churches to display the consecrated Eucharistic Host, during Eucharistic adoration or Benediction of the Blessed Sacrament. The word monstrance comes from the Latin word monstrare, meaning "to show", and is cognate with the English word demonstrate, meaning "to show clearly". In Latin, the monstrance is known as an ostensorium (from ostendere "to show"), and in Anglican churches it is called a monstre/monstral.
En una noche oscura,
con ansias en amores inflamada,
(¡oh dichosa ventura!)
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.

A oscuras y segura,
por la secreta escala disfrazada,
(¡oh dichosa ventura!)
a oscuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.

En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz ni guía
sino la que en el corazón ardía.

Aquésta me guïaba
más cierta que la luz del mediodía,
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía

¡Oh noche que me guiaste!,
¡oh noche amable más que el alborada!,
¡oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!

En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba,
allí quedó dormido,
y yo le regalaba,
y el ventalle de cedros aire daba.

El aire de la almena,
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería,
y todos mis sentidos suspendía.

Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el amado,
cesó todo, y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado ■

San Juan de la Cruz (1542-1591)

XVI Domingo del Tiempo Ordinario


EL TRABAJO ESPIRITUAL SE HACE EN SOLEDAD*

[DECIR SÍ A UNA PRESENCIA]


Según San Bernardo de Claraval[1]: “El hombre es elegido”. ¿Elegido por quién? ¿Por qué? Yo diría por lo Eterno o también, por su vocación propia, su destino. San Bernardo dirá: “El ser es tomado”. El toma aquí un texto de la Escritura según el cual el hombre es visto y amado desde el seno de su madre[2]. Es elegido a la vez que tiene la libertad de decir que no. Se puede evocar un texto de San Bernardo que hace referencia al momento de la Encarnación. El ángel Gabriel se presenta y le anuncia que va a ser madre. Ella duda. Ella no conoce a nadie. Y la naturaleza entera, las hojas de los árboles, la hierba, las piedras claman: “Di sí, di sí, di sí”. Cuando un ser seducido por lo Eterno, es llamado hacia su fondo, todo se tambalea. Este fondo, no puede ser nombrado, no puede ser conocido, no se le ha oído hablar nunca: ni siquiera se tiene una experiencia de ello. ¿Cómo decir sí? Y si se dice sí, es un sí que va a ser repetido, no todos los días, sino a cada instante. Porque el misterio de la soledad, tremendo divino y al mismo tiempo difícil de vivir, consiste en orientarse hacia la plenitud de un sí. ¿Sí a qué? A una Presencia. Podría también decir un sí a algo que ignoro. A algo que nace en mi, crece en mi, se despliega en mi... y que yo no puedo nombrar.

En la soledad el hombre comprende que es un microcosmos, y que lleva al macrocosmos en si mismo.

El riesgo de la soledad absoluta: un eventual encuentro con la locura. Quizás se tiene miedo de la soledad porque se tiene miedo de volverse loco. ¿Por qué loco? Porque las cosas se disipan. De repente la mirada ve, el oído escucha. Un cartujo del siglo XII lo expresa, y yo comento su texto: "cuando me retiro, cuando estoy en soledad, cierro los ojos, no hay nadie alrededor mío, ningún ruido, ningún sonido. Escucho el murmullo del silencio. Y ese silencio es atravesado por gritos, por vociferaciones; son los animales que tengo en mí." En la soledad me veo. En la soledad me encuentro, me conozco.

La soledad es un espejo. Y ¿quién soporta el tener un espejo ante el rostro? Se dice a menudo y se repite que el conocimiento de sí es el más difícil de los conocimientos; la ciencia de las ciencias, el conocimiento de los conocimientos. Si uno está muy sobrecargado, si uno ve muchos rostros, si uno se mantiene en una conversación perpetua, un parloteo exterior o interior, uno no se ve. Se ve a los demás, los rostros las mímicas, pero uno no se ve. La soledad es un espejo. Un espejo excelente, un espejo que retiene todo.

Entonces uno se ve, y se siente horror. ¡Horror de sí! ¿Por qué? Porque uno ve su pobreza, su miseria, cuando lo que habría que ver sería la belleza propia. Convendría ver la grandeza. ¿Por qué una grandeza? ¿Por qué el esplendor? Porque el ser es portador de luz.

El hombre, hasta el ser humano más lastimoso, lleva en sí la imagen divina, la chispa divina. Es un recipiente de luz, de belleza. En la soledad, el hombre su coge su acuerdo con el cosmos. Comprende que él es un microcosmos, que él lleva al macrocosmos en sí. Él es Tierra, él es Aire, Agua, Fuego. Contiene las plantas, el árbol, la flor, los animales, el pájaro y la serpiente. Es un ser humano. Él puede llegar a ser un ser humano completo.

El solitario no tiene nada que acumular; él se libera de estorbos

En la soledad, la dificultad consiste en comprender que lo esencial no es actuar, sino ser. Si nos encontramos a alguien y preguntamos qué hace, seguramente responderá precisando lo que hace: tal oficio, tal profesión. La soledad enseña esto: lo importante es ser, es decir existir, llegando a ser auténtico.

El punto es el símbolo de todo esto. El punto es el cruce. El solitario no tiene nada que adquirir, solo tiene que despojarse.

[EN LA SOLEDAD ESTAMOS RELIGADOS]

En la soledad se va a escuchar, a percibir el susurro del silencio. El silencio tiene una voz. El silencio habla. El silencio enseña. Nos dice algo. Acuérdense de San Bernardo de Claraval. Él está en su celda, las ventanas y las puertas están cerradas. De repente, siente la llegada de una presencia. Él quisiera ver, y no ve nada. Quisiera oír; todo está mudo. Le gustaría palpar con las manos, pero nada puede tocar. Bernardo experimenta en sí mismo algo inusitado. El grano de mostaza del que habla la Biblia, el grano de arroz, la presencia, misteriosa e innombrable, se mueve, como si hubiera una brisa. En el Génesis, el Eterno está en la brisa. Después súbitamente, la presencia desaparece de allí. En la soledad, en los momentos en los que uno se acerca al fondo, estamos religados. ¿Religados a qué? ¿A quién? Religados al Eterno, religados a algo innombrable. No se puede decir nada, absolutamente nada.

En la soledad mis raíces ya no están pegadas en aquello que es transitorio. Las raíces que se sumergen para hacer subir la savia, no pertenecen ya más al mundo visible. Es el mundo invisible el que nutre; el mundo invisible que no cesa de aligerarnos del peso de las pruebas que nos pone la existencia.

En algunos momentos, la soledad parece comparable a una sombra o una niebla. No es posible ver unos metros más delante y uno parece enloquecer. ¿Por qué? Porque el solitario deja, como dice Chestov[3], la consciencia común. La omnitud le abandona (…).

Después de haber entrado en el jardín del conocimiento de sí, el solitario entra en la bodega del vino. La bodega del vino significa el amor al otro. Un amor extraordinario, un amor que es difícil ya que no sabemos amar. El solitario va a comprender que lo importante no es ser amado sino amar. Y amar gratuitamente.

El secreto que enseña la soledad, la revelación de la soledad, es la escucha de la fuente, y la fuente me dice: “lo esencial no es ser amado, sino amar”. Y si yo amo, en mi soledad, me convierto en un Sol.

De una mujer que se encontrara sola en un pueblecito; que no tuviera nadie a quien querer, ni siquiera un gato o un perro, sus hijos estuvieran lejos –o quizás no los tuviera-, su pareja hubiera muerto o la hubiera abandonado. Diríamos: "esta mujer mayor, esta solitaria que no es amada por nadie, ya no cuenta para nada; es algo inútil. Sin embargo, ella esta ahí, viva en su dimensión de profundidad, en su realidad; ella está presente a todos los seres humanos.

[EL SOLITARIO ES COMPARABLE A UN TERRENO, IRRIGADO POR UN RIO DE FUEGO QUE NO VIENE DE ÉL]

No sé si ustedes se habrán tropezado alguna vez con solitarios. Eso me ha ocurrido a mí dos o tres veces. Hay en su mirada una llama. El solitario es comparable a un terreno, irrigado por un río de fuego que no viene de él. Si se le dice: ¿pero cómo puedes vivir tu soledad, como mantienes tu libertad a pesar del hecho de ser o de no ser amado? Él respondería: "en la dimensión divina, he llegado a ser por la gracia, semejante a una tierra irrigada y luminosa".

¿Cuál es el símbolo del desierto, y por qué el desierto interiorizado nos sumerge en la soledad? El desierto es una tierra estéril, una tierra inhabitada. El desierto designa una tierra en la que se tiene sed. Hay muy pocos pozos. Entonces tenemos sed, pero ¿es que el dinero nos colma? ¿La comodidad y el desahogo humanos nos colman? ¿Es que nuestra profesión, incluso si tenemos éxito en ella, nos colma? No, tenemos sed. ¿Pero sed de que? El solitario va a comprender que tiene sed de eternidad. Tiene sed de algo que no desaparezca, de algo que no pueda morir.

Por que en el fondo, sufrimos por la muerte. La muerte de los que amamos, nuestra propia muerte, pueden despertar nuestro temor. ¿Cómo morimos? El solitario desgarra el velo. El solitario súbitamente comprende algo. Las palabras se mueven, las palabras revelan su sentido secreto.

El desierto interior es alcanzado cuando el hombre comprende que todo debe de interiorizarse. El oído se interioriza, la mirada se interioriza. Y la soledad aviva, despliega el sentido de lo interior. El oído, en el desierto interiorizado, va a captar el murmullo de las fuentes.

Nos encontramos con alguien; nos habla de cosas banales; de repente pronuncia una frase y nos quedamos atónitos. Algo ocurre, su rostro cambia. Me acuerdo de haberme encontrado con una mujer que vivía solitaria. Era extremadamente banal, pero de repente, tuve la impresión de que la experiencia de su dimensión profunda, la experiencia de su fondo, resplandecía en su rostro. Era una mujer que quizás tendría sesenta años y, de repente parecían veinte. Ella no tenía edad, se situaba fuera del tiempo, fuera del espacio.

Todos hemos visto miradas de luz, fugitivas pero luminosas. De vez en cuando, en el rostro, algo aparece, algo se muestra. Si nos asemejamos a una tierra vacía, a un desierto, si aceptamos una verdadera indigencia, entonces la luz llega.

[NUNCA TENEMOS QUE ABANDONAR LAS FORMAS, SINO ACEPTAR QUE ELLAS NOS ABANDONEN]

Una vez más, en la soledad, no hay nada que adquirir, solamente despojarse. Eckhart[4], en un poema que se le atribuye –aunque quizás no sea de él- dice: « ¡Oh alma mía, sal! ¡Dios mío, entra!»

El último escollo de la soledad y del desierto interiorizado, puede parecer cruel. Estamos atados a las formas: podemos estar estrechamente ligados a nuestra raza, nuestra patria, nuestra familia, a una tradición, una religión precisa. En la soledad, es posible que seamos abandonados por las formas. Nunca tenemos que abandonar las formas, sino que tenemos que aceptar que ellas nos abandonen.

Si yo abandono una forma religiosa por ejemplo a causa de la perversidad de mi existencia, es un error. Si abandono una forma religiosa porque me desencanta parcialmente –por su liturgia por ejemplo- es un error. En la soledad hay una armonía. En la soledad comprendemos que las formas pertenecen al tiempo, que esas formas están en nosotros, y que es importante integrarlas. En la soledad o en el desierto interiorizado, el hombre va a morir, va a morir necesariamente. Morir a lo transitorio, morir al tiempo, morir al espacio. Se va a volver un hombre universal, rigurosamente universal.

[EN LA SOLEDAD TENDRE LA CLAVE DE SABER QUE YA SOMOS SERES UNIVERSALES]

Yo no oigo el silencio, no percibo mi fuente. ¿Por qué? Porque estoy en el barullo exterior. Estoy en la danza de las palabras. Estoy en el canto de una expresión. Estoy en el parecer, nada más que en el parecer. Si mi oído interior nace, si en la soledad se despliega, voy a captar, voy a comprender, voy a tener una experiencia de la cercanía a los misterios, a todos los misterios. Yo recibo un don: la llave de la existencia, la llave del nuevo nacimiento, la llave del hombre nuevo con relación al hombre viejo[5]. Nosotros ya somos seres eternos, seres solares, seres luminosos. Es evidente que en general no vemos nada de eso, o también como lo expresa el Cantar de los Cantares, se ve a través de la celosía[6]

La soledad, los desiertos provocan un despertar de la escucha. A través del oído interior, es alguien en nosotros quien encuentra a Alguien. No son solamente las palabras las que nos atacan, en una conversación banal con alguien. La profundidad brota. Hay un encuentro entre ese grano de mostaza que está en el otro, y el grano de mostaza nuestro. Se descubre que el ser es mejor de lo que él dice, el ser es mejor de lo que él hace; es desvelado momentáneamente. Si mi soledad me procura una escucha atenta a la belleza, efectuaré de una manera directa, inconsciente, un cambio en las palabras, una modificación de las frases, como una especie de metamorfosis.

No es la banalidad lo que retendré sino el sonido de la fuente. El hombre que vive el desierto interiorizado en la soledad, percibe el murmullo de la fuente en el otro, y se maravilla ■

* El texto es de Marie-Madeleine Davy (1903-1998), autora francesa conocida por su célebre trabajo sobre la obra y el pensamiento de Guillaume de Saint-Thierry, y por la calidad de sus numerosos trabajos sobre mística medieval. Fue parte de la Resistencia. Su pensamiento tiene cierta influencia de Simone Weil y de Teilhard de Chardin.
[1] Monje cisterciense francés y abad del monasterio de Claraval, con él, la orden del Císter se expandió por toda Europa y ocupó el primer plano de la influencia religiosa. Participó en los principales conflictos doctrinales de su época y se implicó en los asuntos importantes de la Iglesia. En el cisma de Anacleto II se movilizó para defender al que fue declarado verdadero Papa, se opuso al racionalista Abelardo y fue el apasionado predicador de la segunda Cruzada. Es una personalidad esencial en la historia de la Iglesia católica y la más notable de su siglo. Ejerció una gran influencia en la vida política y religiosa de Europa. Sus contribuciones han perfilado la religiosidad cristiana, el canto gregoriano, la vida monástica y la expansión de la arquitectura gótica. Fue canonizado en 1174 y declarado Doctor de la Iglesia en 1830.
[2] Cfr Jer 1,5.
[3] Lev Shestov (en castellano León Chestov; 1866-1938), es considerado el máximo exponente del existencialismo religioso en Rusia, estudió en Moscú y luego vivió en San Petersburgo, hasta la Revolución Rusa, después de la cual se exiliaría en Francia hasta su muerte. Su filosofía ha sido inspirada en algunos momentos por Friedrich Nietszche en lo que se refiere al anarquismo, sin embargo también recibió influencia del significado religioso de Soren Kierkegaard. Estas influencias lo condujeron a investigar la historia filosófica occidental en los planteamientos críticos de los enfrentamientos entre Fe y Razón (relación Jerusalén-Atenas).
[4] Eckhart de Hochheim O.P. (1260-1328), más conocido como Meister Eckhart en reconocimiento a los títulos académicos obtenidos durante su estancia en la Universidad de París (Meister significa "maestro" en alemán), fue un monje dominico, conocido por su obra como teólogo y filósofo y por sus visiones místicas.
[5] Cfr Efesios 4, 22-24
[6] Cfr 2,9.

Ilustracion: J.A. McNeill Whistler, Arrangement in Grey and Black: Portrait of the Painter's Mother (1871), óleo sobre tela (144.3 x 162.5 cm), Musée d'Orsay (Paris).

Be still.
Listen to the stones of the wall.
Be silent, they try
to speak your

name.
Listen
to the living walls.

Who are you?
Who
are you? Whose
silence are you?

Who (be quiet)
are you (as these stones
are quiet). Do not
think of what you are
still less of
what you may one day be.

Rather
be what you are (but who?)
be the unthinkable one
you do not know.

O be still, while
you are still alive,
and all things live around you

speaking (I do not hear)
to your own being,
speaking by the unknown
that is in you and in themselves.

“I will try, like them
to be my own silence:
and this is difficult. The whole
world is secretly on fire. The stones
burn, even the stones they burn me.
How can a man be still or
listen to all things burning?
How can he dare to sit with them
when all their silence is on fire?” ■ Thomas Merton

Sixteenth Sunday in Ordinary Time

Everyone needs silence: the teacher, the nurse, the social worker; the artist, the poet, the doctor; the lawyer, the housewife, the cabdriver. To neglect this need is to risk living a tense, fragmented, spiritless life. Meditation in out Catholic faith is not confined to monasteries; it is a survival measure in the modern world. If we do not nourish our souls, they deteriorate as do bodies without food. To maintain any kind of Christlike presence in the world, we need to seek silence and its fruits in the practices of spiritual reading, meditation, prayer and contemplation.

The spiritual lesson for this Sunday, after the gospel reading- is very easy, quite simple to understand: we all have a need for quiet. We all have a need to be away from the noise of the world and be alone with the Lord. Jesus himself would seek out a quiet place to pray to the Father. In today’s Gospel, He encourages the disciples to join him in prayer, in the quiet[1].

There are few questions that we have to ask the Lord every day. One of them is this: why am I doing what I do? Which are my goals? These are good and noble and Christian goals for life? Why do I do what I do?

My brothers and sisters, deep questions need to be asked and answers need to be sought every day. But we cannot do that without going into the quiet. How can you do that, especially if you have children? How can I do that, especially if I have a large number of people with daily needs? The only way you and I can find the time to be in the Sacred Quiet is to make the time.

But we don’t need the quiet just to ask questions. We need the quiet just to be with the Lord, and to know Him very well.

We need quiet time to be with our Lord. We don’t have to say any particular prayers. We don’t have to have an agenda of things to do. We just need to be with Christ, in His presence, just…talking with Him.

Our world is too busy, way too busy. Our lives are too busy, way to busy. But, really, we are not that different from the first disciples. They had just returned from healing and caring for the sick. They had hundred, maybe thousands of people gathering around them, wanting to hear about the Kingdom of God. They were busy doing the Lord’s work. Perhaps, too busy. Jesus told them and us, what we need to do. Come with me, he says in the Gospel, to a deserted place and enters into the quiet. Then you will be ready to get back to the work of the Lord.

Mother Teresa use to say: “We need to find God, and he cannot be found in noise and restlessness. God is the friend of silence. See how nature –trees, flowers, grass- grows in silence; see the stars, the moon and the sun, how they move in silence... We need silence to be able to touch souls”.

Yes: every one of us is busy. All of our lives are full of noise. But all of us can find ways and must find ways to turn off the sound, and tune in the Lord. We have questions to ask, and a Divine Presence to cherish.

Our Lady's presence in the Church thus encourages Christians to listen in silence to the word of the Lord every day, and to meditate his loving plan in various daily events. Let us pay attention to our blessed Mother and her advices, let us hear her voice, perhaps she is saying to us a gentle and kind SHH, that means Silence Helps Healing, SHH ■

[1] Sunday 19th July, 2009, 16TH SUNDAY IN ORDINARY TIME. Readings: Jeremiah 23:1-6. The Lord is my shepherd; there is nothing I shall want—Ps 22(23). Ephesians 2:13-18. Mark 6:30-34.
Columnas de la Iglesia, piedras vivas!
¡Apóstoles de Dios, grito del Verbo!
Benditos vuestros píes, porque han llegado
para anunciar la paz al mundo entero.

De píe en la encrucijada de la vida,
del hombre peregrino y de los pueblos,
lleváis agua de Dios a los cansados,
hambre de Dios lleváis a los hambrientos.

De puerta en puerta va vuestro mensaje,
que es verdad y es amor y es Evangelio.
no temáis, pecadores, que sus manos
son caricias de paz y de consuelo.

Gracias, Señor, que el pan de tu palabra
nos llega por tu amor, pan verdadero;
gracias, Señor, que el pan de vida nueva
nos llega por tu amor, partido y tierno. Amén ■
de la Liturgia de las Horas.

XV Domingo del Tiempo Ordinario

A lo largo de la historia la Iglesia en su catequesis y en la transmisión de sus enseñanzas se ha valido de la analogía para hacerse entender. El mismo Señor usaba algo similar cuando predicaba: las parábolas[1]. A propósito de la vida del profeta Amos –de cuyo libro hoy escuchamos un breve pasaje- y de las palabras de San Pablo en la segunda de las lecturas –para esto estábamos destinados, por decisión del que todo lo hace según su voluntad: para que fuéramos una alabanza continua de su gloria- hay un texto de ésos que se cuentan por cientos en la red y que son fruto de la sabiduría popular que quizá pueda ayudarnos en éste rato de oración dentro de la celebración de la Eucaristía.

«Un día, después de mucho caminar, de no encontrar casi nada y de ver que nada tenía sentido me di por vencido. Fue así que renuncié a mi trabajo, a mis relaciones y a mi espiritualidad. Renuncié a mi vida, en una palabra. Y como también decidí que renunciaba a Dios, pensé que era el momento de tener una última conversación con Él[2].

“Oye” –le dije cuando llegué por fin después de caminar un par de horas hasta un sitio apartado-“¿te importaría decirme algo antes de marchar?”. Hubo un rato de silencio. Corría un viento suave. Era la brisa de la tarde, ésa de la que habla la Escritura[3]. Su respuesta me sorprendió. “Mira a tu alrededor”, dijo. “¿Alcanzas a ver el helecho y el bambú?”. “Sí”, respondí. “Cuando sembré las semillas del ambos las cuidé muy bien; les di luz, agua, un buen suelo. El helecho rápidamente creció. Su verde brillante cubría el suelo. Pero nada salió de la semilla del bambú. Sin embargo no renuncié a él. Durante el segundo año el helecho creció más brillante y abundante y nada de la semilla de bambú. Otra vez decidí no renunciar a él. En el tercer año nada brotó de la semilla del bambú pero volví a confiar en él. Al llegar el cuarto el bambú seguía sin hacer nada pero pensé que sería bueno darle otra oportunidad. Al cabo del quinto año un pequeño brote salió de la tierra. En comparación con el helecho era aparentemente muy pequeño e insignificante, sin embargo en sólo unos meses creció muchísimo. Durante cinco años el bambú estuvo echando raíces, esas raíces lo hicieron fuerte y le dieron lo que necesitaba para sobrevivir.

“Sabes” -continuó- “no daría a ninguna de las cosas que he creado ningún reto que no pudiera sobrellevar”. Y guardó un profundo y elocuente silencio. Al cabo de un rato, continuó: “Todo este tiempo que has estado luchando y que te has sentido terriblemente solo, lo que en realidad ha sucedido es que has estado echando raíces. No renuncié al bambú y no renuncio a ti, aunque tú renuncies a Mí. No te compares con otros. El bambú tenía un propósito diferente al del helecho, sin embargo, ambos eran necesarios y hacían del bosque un lugar hermoso. Tu tiempo vendrá, y crecerás muy alto”. “¿Qué tan alto?”, pregunté. “¿Qué tan alto crecerá el bambú?" respondió. “Tan alto como le sea posible”, dije. “Exacto”, respondió “crece tan alto como puedas”.

Aquella tarde me marché de allí en paz, entendiendo que Dios no renuncia a sus criaturas, especialmente al hombre y la mujer, que son el centro de su creación[4]. Que los buenos días dan felicidad y los menos buenos, experiencia. Que la felicidad mantiene la dulzura del corazón y los esfuerzos nos mantienen fuertes. Las penas, humano y las caídas, humilde. Y que el éxito lo vuelve a uno brillante pero sólo Dios mantiene el camino»[5]

[1] Las parábolas en realidad no son fábulas ni alegorías pues se basan en hechos u observaciones creíbles, siendo la mayoría de estas historias sobre la vida cotidiana. Las parábolas de Jesús están recogidas en los cuatro Evangelios canónicos.
[2]
[3] Cfr Gen 3,8.
[4] Cfr Salmo 8: «Señor, Dios nuestro (…)
Qué es el hombre para que te acuerdes de él;
el ser humano, para darle poder»
[5] Gaby (Naveda), ¡Muchas gracias por haber compartido éste texto! Mira dónde terminó.
Our vocation is not simply to be, but to work together with God in the creation of our own life, our own identity, our own destiny. We are free beings and sons and daughters of God. This means to say that we should not passively exist, but actively participate in His creative freedom, in our own lives, and in the lives of others, by choosing the truth. To put it better, we are even called to share with God the work of creating the truth of our identity. ...To work out our own identity in God, which the Bible calls "working out our salvation," is a labor that requires sacrifice and anguish, risk and many tears. It demands close attention to reality at every moment, and great fidelity to God as He reveals Himself, obscurely, in the mystery of each new situation ■ Thomas Merton, New Seeds of Contemplation (New York: New Directions Press, 1961): 32.

Fifteenth Sunday in Ordinary Time

Today we hear in the gospel about the life of the apostles. Four were fishermen and one was a hated tax collector, they were ordinary people, and the Word of God worked through them[1] and they were the pillars of the Catholic Church.

We have to be very conscious that God uses each one of us to make His Presence real for others: He uses us, ordinary people, to do the extraordinary.

We, my brothers and sisters, are called to be saints. Not plastic, unreal statues, but real, true saints. We are to be set aside for the Lord. We are called to holiness, and holiness is not a matter of pietistic expressions. We are not called to holiness so we can pose for a plastic statue.

We are called to holiness so we can respond to that innermost groaning of the world longing for meaning, longing for its Savior, longing for Christ. We are called to holiness so our children, our friends, the people we work with, and even total strangers, can experience the wonder, the power and the beauty of Jesus Christ.

God did this with Amos as we heard in today’s first reading, and with the apostles and with His saints. He can and will do this with us. God makes us, the ordinary, extraordinary. God wants us just the way we are. The perfect offering is that of giving ourselves to him –imperfections, shame, misgivings, and all- with unwavering confidence in his compassion and mercy[2].

Today, at the presentation of the gifts let us offer to the Lord everything in our life that cries out to be filled with His presence. Everything that is going wrong. All troubles, our worries, our weakness, our regrets. All our confusion, our frustration, our concerns, our problems and wounds. All our limitations, our doubts, our afflictions, our inability, our sorrows, our emptiness, our temptations, our broken relationships, our fears, our suffering, our helplessness –all the trying and impossible circumstances of our life.

These we unite to the gifts of bread and wine brought up to the altar so that Christ will take every bit of our longing and our need and turn it into himself.

In other words: let us draw near and give the Divine Pauper a little of our bread and wine, that he may give them back to us invested with his presence, in a communion of life with ours ■

[1] Sunday 12th July, 2009, 15TH SUNDAY IN ORDINARY TIME. Amos 7:12-15. Lord, show us your mercy and love, and grant us your salvation—Ps 84(85):9-14. Ephesians 1:3-14. Mark 6:7-13.
[2] P.J Cameron, O.P., How to go to mass: The preparation of the gifts, Magnificat’s editorial July 2009.
Ilustration: Raffaello Sanzio, Heads and hands of the Apostles, Black chalk, 490 x 360 mm, Ashmolean Museum (Oxford).
Te atisba el alma en el ciclón de estrellas,
tumulto y sinfonía de los cielos;
y, a zaga del arcano de la vida,
perfora el caos y sojuzga el tiempo,
y da contigo, Padre de las causas,
Motor primero.

Más el frío conturba en los abismos,
y en los días de Dios amaga el vértigo.
¡Y un fuego vivo necesita el alma
y un asidero!

Hombre quisiste hacerme, no desnuda
inmaterialidad de pensamiento.
Soy una encarnación diminutiva;
el arte, resplandor que toma cuerpo:
la palabra es la carne de la idea:
¡Encarnación es todo el universo!
¡Y el que puso esta ley en nuestra nada
hizo carne su verbo!
Así: tangible, humano,
fraterno.

Ungir tus pies, que buscan mi camino,
sentir tus manos en mis ojos ciegos,
hundirme, como Juan, en tu regazo,
y, -Judas sin traición- darte mi beso.

Carne soy, y de carne te quiero.
¡Caridad que viniste a mi indigencia,
qué bien sabes hablar en mi dialecto!
Así, sufriente, corporal, amigo,
¡Cómo te entiendo!
¡Dulce locura de misericordia:
los dos de carne y hueso!■
de la Liturgia de las Horas

XVI Domingo del Tiempo Ordinario

El texto que escuchamos hace unos minutos en la segunda de las lecturas es uno de los pasajes de las cartas de san Pablo que más se ha comentado a lo largo de la historia del cristianismo[1]. Muchos se han preguntado –y de hecho la pregunta sigue abierta- qué es exactamente ésa espina que Pablo dice llevar clavada en la carne[2].

La verdad es que no tiene mucha importancia saber a qué se refiere exactamente san Pablo, lo relevante es lo que Dios responde cuando el apóstol le pide que lo libre de aquel sufrimiento: Te basta mi gracia, porque mi poder se manifiesta en la debilidad.

Cuando en el evangelio le preguntan a Jesús mismo qué hacer para alcanzar la vida eterna –pregunta que seguramente cada uno de nosotros nos hemos hecho con frecuencia- la respuesta es todavía más clara: Amarás al Señor tu Dios (…) y a tu prójimo como a ti mismo[3].

Los tres amores del cristiano son pues, Dios, el prójimo y uno mismo; y este último es tan importante como los otros dos: nuestra felicidad depende del equilibrio entre estos tres amores: [es decir] de un grande amor a Dios, de un profundo amor hacia los hermanos y de un sano amor por nosotros mismos. En otras palabras: autoestima y Evangelio son totalmente compatibles[4].

Es bueno detenerse un momento en esto pues existe en la vida espiritual la tentación de ser demasiado rígido, de poner en el centro de todo la mortificación y el sacrificio y esto más que ayudar hace daño y debilita la propia espiritualidad.

A lo largo de la historia muchos han entendido la vida espiritual como pura competición, poniendo el listón cada vez más alto –para ser cada vez más dueños de sí mismos- y convirtiendo la vida espiritual en una especie de tiranía sobre las propias necesidades y deseos[5].

¿Cuál es la posición adecuada? ¿Cuál es la actitud correcta? Desde luego hay que evitar los extremos. Ni es todo absolutamente malo, ni es del todo sano dar al cuerpo todo lo que pide. En medio está la virtud[6].

¿Qué hacer frente a las propias faltas y debilidades? Luchar. Pero luchar con una actitud positiva y alegre. Sin fatalismos, sin caer en lo que se ha llamado la teología del gusano: no puedo nada, no soy nada, no valgo nada[7].

El mundo, y sus habitantes y las cosas que Dios ha creado son buenos. Quien rechaza todo placer por volverse más espiritual se vuelve insoportable y agresivo, y termina creyendo que hombres y mujeres fuimos creados únicamente para ofrecer sacrificios, no para disfrutar ni para tener una vida hermosa.

Que el sufrimiento forma parte de la vida es evidente, el fundamento de esta afirmación es que el sufrimiento mismo fue parte integral de la vida del Señor, sin el hombre no alimenta únicamente su alma de sufrimiento, o de contradicción o de mortificación. Dios hizo al hombre, lo primero de todo, para vivir, y con la encarnación del Señor ésa vida se ha vuelto plena y alegre. Muy alegre.

Si queremos vivir plenamente la vida que Dios nos regala[8] hemos de estar preparados para decir que sí al sufrimiento que vayamos encontrando a lo largo del camino de la vida[9], pero con una actitud positiva, con la certeza de que aunque haya aguijones, aunque haya espinas, aunque haya tormentas y el barco parezca llenarse de agua, nos basta Su gracia: Su poder se manifiesta en la debilidad[10]

[1] Cfr 2 Cor 12, 7-10.
[2] Aguijón puede significar en el original una estaca que alguien clava en la tierra o una espina que irrita de forma constante. Esto conlleva la idea de algo agudo y doloroso que golpea de manera profunda. Cuando Pablo hace referencia a «un aguijón en la carne» parecería como si el efecto de su presencia estuviera inhabilitándolo del disfrute de la vida y lo frustraba al reducir sus energías. Ha habido muchos intentos de identificar el aguijón, todos ellos inciertos. Algunas personas han sugerido tentaciones espirituales, dudas, depresión, sugerencias blasfemas, tentaciones sensuales. Pero ninguno parece adaptarse al caso. Cualquiera que fuera, le dolía, humillaba y limitaba. Al principio Pablo lo vio como una deficiencia restrictiva; pero cuando lo observó en su verdadera perspectiva, lo llegó a estimar como un beneficio. Dios no reserva ni incluso a sus siervos escogidos de padecer algunas veces sufrimientos agudos, pero también imparte el poder para levantarse por encima de estos aguijones. Pablo opinaba que este aguijón era un obstáculo para su ministerio, e imploró por su eliminación en tres ocasiones (2 Corintios 12.8). Él no se detuvo a preguntar por qué el mismo estaba ahí, sólo quería desprenderse de él para siempre. La suya no era una petición divagante, sino un profundo clamor del corazón, porque su afección lo estaba atormentando. Él actuó como si este fuera un dolor sin propósito. ¿Era Dios indiferente hacia el sufrimiento y la súplica de Pablo? El Señor respondió al clamor de su corazón.
[3] Lc 10, 25-27;
[4] Cfr A. Grün, Portarse Bien Con Uno Mismo, Ed. Sígueme, Salamanca 1997. cap. 3: Rigorismo en la vida espiritual.
[5] Decía Henry Bremont que el panascetismo (todo ascesis) es tan peligroso como el panhedonismo (todo placer). Que renunciar sea siempre mejor que disfrutar parece no tener nada que ver con el mensaje de Jesús. Pero igual de negativa es la postura que piensa que mi vida espiritual siempre me tiene que servir para algo, que siempre ha de tener sentimientos fantásticos. Pero el panhedonsimo puede presentarse con otros ropajes. Lamentándose, por ejemplo, de lo difícil que es todo. La postura ascética de los siglos pasados, mucho hombres la viven ahora dolorosamente: "No hay nada que hacer, así me han educado. Es todo muy difícil. No puedo cambiar de la noche a la mañana. No tengo más remedio que aceptarme como soy". En esta postura dolorosa hay mucho de falta de esperanza y de ausencia de autoestima, de agresividad ante sí mismo, mientras que una ascesis auténtica adopta una actitud positiva frente a uno mismo
[6] In medio, virtus.
[7] La perversión de la ascesis en el cristianismo ha sido sobre todo por culpa de los perfeccionistas, que han entendido mal las palabras de Jesús: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt. 5, 48). Cuando el Señor afirma que hay que ser perfectos, quiere decir ser plenos, no indefectibles. El perfeccionista quiere parecerse a Dios más cada día. Quisiera identificarse con Él. Pero la identificación con Dios como máximo paradigma, puede introducir al hombre "en una especie de espiral de exigencias cada vez más altas consigo mismo, de opresiones dolorosas y de sentimientos depresivos de inferioridad". El perfeccionista se ha construido un sistema de presión que se manifiesta en exigencias de renuncia muy concretas y en un gran número de oraciones y de ritos. Los perfeccionistas casi siempre se imponen la observancia de una serie de oraciones y de buenas obras tan rígida como pedante, cuyo cumplimiento es el objetivo de su vida. Este ritual somete al hombre, no lo libera, sino que cada día le infunde más terror, acrecienta poco a poco el número de ritos o al menos exige un cumplimiento cada vez más intenso. Cuando no se tiene en cuenta la estructura del alma humana, algo termina por forzarse. Cuando se desconoce la vida instintiva y las necesidades del cuerpo, sólo se piensa en la mortificación. La consecuencia es que los instintos reprimidos retornan y constantemente piden la palabra o como tentación o como sistema neurótico. La consecuencia de todo esto es un hombre sin sangre, sin alma y sin espíritu. Lo que queda es un alma náufraga.
[8] Cfr Jn 10, 10.
[9] Esta es una actitud típicamente pagana, tal como se presenta en la lucha de Polícrates. Polícrates tiene la sensación de que nunca podrá ser feliz, de que tras la felicidad viene necesariamente la infelicidad. Por eso no puede alegrarse con su felicidad
[10] Cfr 2 Cor 12, 7-10.
Ilustración: Georges Rouault, Equestrienne, colección particular.

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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