El fin de semana
pasado se celebró en Roma un encuentro del Papa Francisco con los nuevos
movimientos laicales surgidos en la Iglesia Católica a lo largo del siglo XX.
Es habitual que ese tipo de encuentros con el Papa, bajo el nombre de Jornada de los Movimientos Eclesiales,
tengan lugar desde 1998 en la fiesta de Pentecostés, porque es el Día de la
Acción Católica y del Apostolado Seglar, es decir, el día que la Iglesia dedica
a reflexionar sobre la misión de los laicos o seglares en el mundo. Las palabras
del Papa en ésta ocasión –pensamos- son especialmente importantes, por eso las
copiamos tal cual las reproduce el Servicio informativo del Vaticano:
Queridos
hermanos y hermanas:
En
este día, contemplamos y revivimos en la liturgia la efusión del Espíritu Santo
que Cristo resucitado derramó sobre la Iglesia, un acontecimiento de gracia que
ha desbordado el cenáculo de Jerusalén para difundirse por todo el mundo.
Pero,
¿qué sucedió en aquel día tan lejano a nosotros, y sin embargo, tan cercano,
que llega adentro de nuestro corazón? San Lucas nos da la respuesta en el texto
de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado (2,1-11). El evangelista nos
lleva hasta Jerusalén, al piso superior de la casa donde están reunidos los
Apóstoles. El primer elemento que nos llama la atención es el estruendo que de
repente vino del cielo, «como de viento que sopla fuertemente», y llenó toda la
casa; luego, las «lenguas como llamaradas», que se dividían y se posaban encima
de cada uno de los Apóstoles. Estruendo y lenguas de fuego son signos claros y
concretos que tocan a los Apóstoles, no sólo exteriormente, sino también en su
interior: en su mente y en su corazón. Como consecuencia, «se llenaron todos de
Espíritu Santo», que desencadenó su fuerza irresistible, con resultados
llamativos: «Empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les
concedía manifestarse». Asistimos, entonces, a una situación totalmente
sorprendente: una multitud se congrega y queda admirada porque cada uno oye
hablar a los Apóstoles en su propia lengua. Todos experimentan algo nuevo, que
nunca había sucedido: «Los oímos hablar en nuestra lengua nativa». ¿Y de qué
hablaban? «De las grandezas de Dios». A
la luz de este texto de los Hechos de los Apóstoles, deseo reflexionar sobre
tres palabras relacionadas con la acción del Espíritu: novedad, armonía,
misión.
1.
La novedad nos da siempre un poco de miedo, porque nos sentimos más seguros si
tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos,
planificamos nuestra vida, según nuestros esquemas, seguridades, gustos. Y esto
nos sucede también con Dios. Con frecuencia lo seguimos, lo acogemos, pero
hasta un cierto punto; nos resulta difícil abandonarnos a Él con total
confianza, dejando que el Espíritu Santo anime, guíe nuestra vida, en todas las
decisiones; tenemos miedo a que Dios nos lleve por caminos nuevos, nos saque de
nuestros horizontes con frecuencia limitados, cerrados, egoístas, para abrirnos
a los suyos. Pero, en toda la historia de la salvación, cuando Dios se revela,
aparece su novedad - Dios ofrece siempre novedad -, trasforma y pide confianza
total en Él: Noé, del que todos se ríen, construye un arca y se salva; Abrahán
abandona su tierra, aferrado únicamente a una promesa; Moisés se enfrenta al
poder del faraón y conduce al pueblo a la libertad; los Apóstoles, de temerosos
y encerrados en el cenáculo, salen con valentía para anunciar el Evangelio. No
es la novedad por la novedad, la búsqueda de lo nuevo para salir del
aburrimiento, como sucede con frecuencia en nuestro tiempo. La novedad que Dios
trae a nuestra vida es lo que verdaderamente nos realiza, lo que nos da la
verdadera alegría, la verdadera serenidad, porque Dios nos ama y siempre quiere
nuestro bien. Preguntémonos hoy: ¿Estamos abiertos a las “sorpresas de Dios”?
¿O nos encerramos, con miedo, a la novedad del Espíritu Santo? ¿Estamos
decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos presenta o
nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido la capacidad de
respuesta? Nos hará bien hacernos estas preguntas durante toda la jornada.
2.
Una segunda idea: el Espíritu Santo, aparentemente, crea desorden en el
Iglesia, porque produce diversidad de carismas, de dones; sin embargo, bajo su
acción, todo esto es una gran riqueza, porque el Espíritu Santo es el Espíritu
de unidad, que no significa uniformidad, sino reconducir todo a la armonía. En
la Iglesia, la armonía la hace el Espíritu Santo. Un Padre de la Iglesia tiene
una expresión que me gusta mucho: el Espíritu Santo “ipse harmonia est”. Él es
precisamente la armonía. Sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad,
la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando
somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos,
en nuestros exclusivismos, provocamos la división; y cuando somos nosotros los
que queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por
imponer la uniformidad, la homologación. Si, por el contrario, nos dejamos
guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca provocan
conflicto, porque Él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la
Iglesia. Caminar juntos en la Iglesia, guiados por los Pastores, que tienen un
especial carisma y ministerio, es signo de la acción del Espíritu Santo; la
eclesialidad es una característica fundamental para los cristianos, para cada
comunidad, para todo movimiento. La Iglesia es quien me trae a Cristo y me
lleva a Cristo; los caminos paralelos son muy peligrosos. Cuando nos
aventuramos a ir más allá (proagon) de la doctrina y de la Comunidad eclesial –
dice el Apóstol Juan en la segunda lectura - y no permanecemos en ellas, no
estamos unidos al Dios de Jesucristo (cf. 2Jn 1,9). Así, pues, preguntémonos:
¿Estoy abierto a la armonía del Espíritu Santo, superando todo exclusivismo?
¿Me dejo guiar por Él viviendo en la Iglesia y con la Iglesia?
3.
El último punto. Los teólogos antiguos decían: el alma es una especie de barca
de vela; el Espíritu Santo es el viento que sopla la vela para hacerla avanzar;
la fuerza y el ímpetu del viento son los dones del Espíritu. Sin su fuerza, sin
su gracia, no iríamos adelante. El Espíritu Santo nos introduce en el misterio
del Dios vivo, y nos salvaguarda del peligro de una Iglesia gnóstica y de una
Iglesia autorreferencial, cerrada en su recinto; nos impulsa a abrir las
puertas para salir, para anunciar y dar testimonio de la bondad del Evangelio,
para comunicar el gozo de la fe, del encuentro con Cristo. El Espíritu Santo es
el alma de la misión. Lo que sucedió en Jerusalén hace casi dos mil años no es
un hecho lejano, es algo que llega hasta nosotros, que cada uno de nosotros
podemos experimentar. El Pentecostés del cenáculo de Jerusalén es el inicio, un
inicio que se prolonga. El Espíritu Santo es el don por excelencia de Cristo
resucitado a sus Apóstoles, pero Él quiere que llegue a todos. Jesús, como
hemos escuchado en el Evangelio, dice: «Yo le pediré al Padre que os dé otro
Paráclito, que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16). Es el Espíritu Paráclito,
el «Consolador», que da el valor para recorrer los caminos del mundo llevando
el Evangelio. El Espíritu Santo nos muestra el horizonte y nos impulsa a las
periferias existenciales para anunciar la vida de Jesucristo. Preguntémonos si
tenemos la tendencia a cerrarnos en nosotros mismos, en nuestro grupo, o si
dejamos que el Espíritu Santo nos conduzca a la misión. Recordemos hoy estas
tres palabras: novedad, armonía, misión. La
liturgia de hoy es una gran oración, que la Iglesia con Jesús eleva al Padre,
para que renueve la efusión del Espíritu Santo. Que cada uno de nosotros, cada
grupo, cada movimiento, en la armonía de la Iglesia, se dirija al Padre para
pedirle este don. También hoy, como en su nacimiento, junto con María, la
Iglesia invoca: «Veni Sancte Spiritus!
– Ven, Espíritu Santo, llena el corazón de tus fieles y enciende en ellos el
fuego de tu amor». Amén.
La pregunta para la
conversación con el Señor en éste domingo en el que la liturgia celebra de manera especial el misterio de la Santísima Trinidad es la misma (pregunta) que ya
apuntaba el Papa: ¿Estoy abierto a la armonía del Espíritu Santo,
superando todo exclusivismo? ¿Me dejo guiar por Él viviendo en la Iglesia y con
la Iglesia? Que cada palo aguante su vela
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