El Verbo se
hizo carne, y habitó entre nosotros. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que Dios se hace
hombre, como uno de nosotros, que Jesús es el rostro de Dios, el lugar de Dios para el hombre.
Así, la pregunta por Dios del hombre de hoy y de todos los
tiempos es la pregunta por Jesús. En otras palabras: la revelación de Dios es la
persona de Jesús. Las palabras de Jesús son palabras de Dios, las actitudes de
Jesús son actitudes de Dios. Para el
cristiano, Dios es Jesús y Jesús es Dios.
El Dios del que nos habla toda la Sagrada Escritura –en
especial el Evangelio- no es algo indefinido y lejano, sino algo personal y
cercano. Es alguien, es una persona, es Jesús que acoge y perdona. La respuesta
a este Dios que es hermano y padre a la vez es la fe y la confianza.
El Dios de Jesús es un Dios que salva, que libera. Es el
Dios del Éxodo y de los profetas y que se hace presencia viva en la sinagoga de
Nazaret cuando se anuncia la llegada del Reino de Dios y la Buena Noticia,
porque los pobres y los pequeños son liberados de la esclavitud y de la
opresión.
Un Dios de futuro y de esperanza más que de pasado. Un Dios
que más que existir, viene, y no atrapado, ni por el tiempo ni por el espacio,
ni por la idea ni por el poder.
Un Dios que se hace hombre, que apuesta por el hombre,
encarnado, metido en la historia, que está a nuestro lado y pelea con nosotros
contra las fuerzas del mal. Un Dios fiel y presente. Comprometido por el hombre
y muy especialmente por los pobres y pequeños. Un Dios débil, que sufre y muere
como uno de nosotros, solidario con nuestros dolores…
Y una cosa hay que tener bien clara en la pregunta o
búsqueda de Dios. Jesús es el rostro de
Dios, no Juan. El profeta es sólo el precursor, el que pone en la pista de
Dios, pero no es el camino, ni la vida, ni la luz; no es el rostro ni el lugar
de Dios. Tampoco lo es la Iglesia, ni el papa, ni los obispos. Mucho menos los
monseñores, aún cuando sean marqueses. Todos, como Juan, somos o intermediarios
o testigos –como el evangelista, que ha contemplado su gloria y lo transmite
para que se propague la luz y se extienda la vida. A Dios nadie lo ha visto
jamás. Hemos de estar en guardia para que no caer en trampas o triunfalismos o
mesianismos. Sólo Jesús es el verdadero rostro de Dios, Aquel que puede darnos
la eterna felicidad.
A lo largo de toda la historia encontramos personajes de un
atractivo que arrastra a las personas. Tipos que hablaban –o hablan- de otros
mundos, de otras esperanzas, de otras emociones, de otras maneras de vivir aquí
abajo. Algunos son renovadores religiosos que soplan sobre las ascuas medio
cegadas por el rescoldo de cenizas y las convierten en lumbres nuevas y de una
combustión que hipnotiza, que atrae, que verdaderamente llama la atención.
Otros son revolucionarios. Algunos políticos. Y los humanos los seguimos con
ojos encendidos por el fervor, por el apasionamiento, o por la peor de las
fascinaciones: el fanatismo. Tengo para mí (y me la digo con relativa
frecuencia) que no es bueno servir a señor que muera, y que hemos de huir de
aquel que prometa la felicidad a cambio de hacer ciertas normas o ciertas
prácticas religiosas.
La Iglesia tiene un papel fundamental en todo esto. La
Iglesia nos muestra el camino hacia Dios. Nos pone delante de Él. Ella debe
ofrecernos el conocimiento de que ya estamos salvados; esa es su primera
misión: anunciar la salvación gracias a Jesucristo, y caminar con los hombres
el camino para alcanzar la alegría, a través de esa maravilla que son la
Eucaristía, la Confesión y el resto de los sacramentos.
La Palabra se hizo carne y hoy lo celebramos con la
liturgia. Dios no es una sombra, un sueño, una ilusión sino una realidad
tangible. Vino para acampar entre nosotros. Este ha sido siempre el modo de la
presencia de Dios en medio de su pueblo. Desde la revelación en el Sinaí, Dios
ha estado en medio de su pueblo. La tienda primero, el templo después. Ahora
esta presencia se ha hecho real y viva con la vida del hombre. La encarnación
es el primer momento de esta morada de Dios entre los hombres y tendrá su
realización plena en la resurrección ■