Vamos a partir de un hecho concreto: vivimos
en una sociedad en la que muchas las personas no conocen la felicidad ni la
alegría de la amistad. No se debe a que carezcan de amigos o amigas. Lo que
sucede es que no saben vivir amistosamente. Todos conocemos hombres y mujeres
que sólo buscan su propio interés y bienestar. Jamás han pensado hacer con su
vida algo que merezca la pena para los demás, se dedican a «sentirse bien».
Todo lo demás resulta para ellos una pérdida de tiempo. A la sexualidad sin
compromiso le llaman «amor», a la relación interesada, «amistad», pero en
realidad viven sin comprometerse a fondo con nadie, atrapados por un
individualismo atroz. En todo momento buscan lo que les apetece. No conocen
otros ideales. Nada es bueno ni malo, todo depende de si sirve o no a los
propios intereses. No hay más
convicciones ni fidelidades. En estas vidas puede haber bienestar, pero no
dicha. Estas personas pueden conocer el placer, pero no la alegría interior. Pueden
experimentarlo absolutamente todo menos la apertura amistosa hacia los demás. Sólo
saben vivir alrededor de sí mismos. Para ser más humanos necesitarían aprender
a vivir amistosamente.
La verdadera amistad significa relación
desinteresada, afecto, atención al otro, dedicación. Al afecto y la atención al
otro se une la fidelidad. Uno puede confiar en el amigo, pues el verdadero
amigo sigue siéndolo incluso en la desgracia y en la culpa. El amigo ofrece seguridad
y acogida. Vive haciendo más humana y llevadera la vida de los demás. Es precisamente así como se siente a gusto
con los otros.
Alguien ha dicho recientemente que una
de las tareas pendientes del hombre moderno es aprender esta amistad,
purificada de falsos romanticismos y tejida de cuidado, atención y servicio
afectuoso al otro. Una amistad que debería estar en la raíz de la convivencia
familiar y de la pareja, y que debería dar contenido más humano a todas las
relaciones sociales.
Celebramos hoy la fiesta cristiana de
la familia de Nazaret. Históricamente poco sabemos de la vida familiar de María, José y Jesús, apenas lo poco
que nos cuentan los evangelios. En aquel hogar convivieron Jesús, el hombre en
el que se encarnaba la amistad de Dios a todo ser humano, y María y José,
aquellos esposos que supieron acogerlo como hijo con fe y amor. Esa familia sigue
siendo para los creyentes estímulo y modelo de una vida familiar enraizada en
el amor y la amistad[1].
Casi al final del evangelio
escucharemos una frase que nos puede ayudar mucho: María conservaba todo esto en su corazón.
Los hombres terminamos por
acostumbrarnos a casi todo. Decía Charles Peguy que «hay algo peor que tener un alma perversa, y es tener un
alma acostumbrada». Por eso no nos puede extrañar demasiado que la celebración
de la Navidad, envuelta en superficialidad y materialismo apenas diga ya nada
nuevo ni gozoso a tantos hombres y mujeres de «alma acostumbrada».
Estamos acostumbrados a escuchar que Dios
nació en un portal de Belén. Ya no
nos sorprende ni conmueve un Dios que se nos ofrece como niño. Lo dice
A. Saint-Exupery en el prólogo El
Principito: «Todas las personas mayores han sido niños antes. Pero pocas lo
recuerdan». Se nos olvida lo que es ser niños. Y se nos olvida que la primera
mirada de Dios al acercarse al mundo ha sido una mirada de niño[2].
Pero ésa es justamente la noticia de la
Navidad. Dios es y sigue siendo misterio. Pero ahora sabemos que no es un ser
tenebroso, inquietante y temible, sino alguien que se nos ofrece cercano,
indefenso, entrañable desde la ternura y la transparencia de un niño. Y lo
mejor de todo: que nos ofrece su amistad. Éste es el mensaje de la Navidad. Hay
que salir al encuentro de ese Dios, hay que cambiar el corazón, hacerse niños,
nacer de nuevo, recuperar la transparencia del corazón, abrirse confiados a la
gracia y el perdón. Escuchemos dentro de nosotros ese «corazón de niño» que no
se ha cerrado todavía a la
posibilidad de una vida más sincera, bondadosa y confiada en Dios. Es
posible que comencemos a ver nuestra vida de otra manera. No se ve bien sino con el
corazón. Lo esencial es invisible a los ojos[3].
Y, sobre todo, es posible que
escuchemos una llamada a renacer a una fe nueva. Una fe que no avejenta sino
que rejuvenece; que no nos encierra en nosotros mismos sino que nos abre; que
no separa sino que une; que no recela sino confía; que no entristece sino ilumina; que no teme sino que ama ■
[1] J. A. Pagola, Sin perder la dirección, Escuchando a San Lucas. Ciclo C, San Sebastián 1994, p. 19 ss.
[2] El Principito (en francés: Le Petit Prince), publicado el 6 de abril de 1943, es el relato
corto más conocido del escritor y aviador francés Antoine de Saint-Exupéry. Lo
escribió mientras se hospedaba en un hotel en Nueva York, y fue publicado por
primera vez en los Estados Unidos. Ha sido traducido a ciento ochenta lenguas y
dialectos, convirtiéndose en una de las obras más reconocidas de la literatura
universal. Se considera un libro infantil por la forma en la que está escrito y
por la historia en un principio simple, pero en realidad el libro es una
metáfora en el que se tratan temas tan profundos como el sentido de la vida, la
amistad y el amor.
[3] El Principito XXI.