Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados [1]. No sé, cuando se pierde a un ser querido hay gente que procura atesorar todos los recuerdos concentrando su imaginación en el desaparecido. Muchos piensan en la supervivencia que la fe promete y acude a todo tipo de lecturas piadosas con frases de contenido más o menos elevado y así convencerse de que su amigo o familiar no está realmente muerto y de que algún día nos encontraremos con él. Y está bien, pero no lo es todo. Es, sí, una manera de aliviar el sufrimiento, y en eso de los sentimientos y las sensibilidades muchas veces responden a necesidades anónimas. Hay quien se siente mejor sacando la Pantoja que lleva dentro, y es disculpable. A mi me producen una cierta pena y, en ocasiones, desprecio. Me parece que negarse esos consuelos es más puro, más humano y más grande pero, ya digo, no sé; y hay que ser muy respetuoso. Y como hoy no predicamos en castellano, sino que solamente colgamos éstas ideas en éste espacio que nos brinda la red, podemos decir cosas que por sentido común y respeto de la liturgia no diríamos cerca del altar. No soy un materialista, y creo firmemente en la inmortalidad del alma como nos lo enseña la Iglesia desde hace cientos de años –unos dos mil para ser más o menos exactos- y sé también que son ciertas –certísimas- las palabras del Señor: bienaventurados los que lloran porque serán consolados. Lo que pongo en tela de juicio no es la legitimidad o la pureza de esos consuelos, sino su dudosa calidad en la mayor parte de los casos. Me temo que en muchas situaciones concretas los consuelos están falseados, adulterados, que son equívocos y que no están a la altura de la pérdida sufrida.
La persona que se aferra a la imagen del difunto y cree sentir su presencia no sabe nada del mundo de los muertos y de la felicidad del cielo. Su consuelo es imaginario, artificial, no procede de un contacto real con el más allá, con Dios, sino que se mantiene como una planta de invernadero, al calor de su deseo de encontrar alivio a su tristeza.
No hago apología del estoicismo, o de renuncia a todo consuelo. No. Tampoco quiero sonar pleno de crueldad. Se trata de no huir de la desgracia, ni buscarla en un regodeo absurdo, se trata más bien de acogerla en su total realidad, superando la naturaleza de las cosas y, al superar la naturaleza de las cosas, se recibe el consuelo sobrenatural –lejos de fotografías, de objetos, de frases consoladoras- y no esperando nada de la tierra se puede saborear algo la alegría del cielo.
La parafernalia de un entierro es realmente divertida, tiene mucho de comedia y de cosa absurda. Entre tanta persona que aparece en aquellos momentos –la palabra persona viene del griego prosopón, es decir, máscara, el careto que se ponían los actores en la Grecia clásica para actuar –no sabemos quién es más apariencia, quién es más máscara. Todos esos rostros no somos más que máscaras representando el papel que nos toca, excepto el difunto que es el único que tiene su verdadero rostro, la última máscara: ya no habrá más apariencia.
Me enteré hace poco que murió un buen amigo. Sabía de su enfermedad -¡tan dura!- pero por la distancia no pude estar cerca de él. Unos años de nuestra vida anduvimos juntos y aprendí muchas cosas de él. Tenía un gran corazón y una alegría maravillosa. En los momentos duros en mi vida estuvo allí como normalmente nadie está: prestándome dinero para salir airoso en época crisis. Me abrió la puerta de su casa cuando casi todo el mundo en esa Guadalajara de corral y provinciano miraba para otro lado. Era un gran tipo.
No volvimos a vernos. Hace años se le murió un hijo muy joven y se le quedó esa cara tan triste que marca el dolor absurdo cuando se ama como a la gente y la vida. No quería que se le notara, pero se le notaba. Al menos lo notaba yo, porque éramos amigos.
Me contaron que el día de su entierro la parroquia estaba llena. No me extrañó. Mucha gente lo quería.
Desde aquí, amigo, he pensado en ti y le pido a Dios que te acoja en la eternidad mientras aquí seguimos luchando entre las olas del tiempo, tratando de consolarnos unos a otros con las palabras que la Iglesia ha querido conservar en una de sus más entrañables oraciones:
Esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro[2].
[1] IV Domingo del Tiempo Ordinario.
[2] Misal Romano, Plegaria Eucarística III, 128: oración por los difuntos.
La persona que se aferra a la imagen del difunto y cree sentir su presencia no sabe nada del mundo de los muertos y de la felicidad del cielo. Su consuelo es imaginario, artificial, no procede de un contacto real con el más allá, con Dios, sino que se mantiene como una planta de invernadero, al calor de su deseo de encontrar alivio a su tristeza.
No hago apología del estoicismo, o de renuncia a todo consuelo. No. Tampoco quiero sonar pleno de crueldad. Se trata de no huir de la desgracia, ni buscarla en un regodeo absurdo, se trata más bien de acogerla en su total realidad, superando la naturaleza de las cosas y, al superar la naturaleza de las cosas, se recibe el consuelo sobrenatural –lejos de fotografías, de objetos, de frases consoladoras- y no esperando nada de la tierra se puede saborear algo la alegría del cielo.
La parafernalia de un entierro es realmente divertida, tiene mucho de comedia y de cosa absurda. Entre tanta persona que aparece en aquellos momentos –la palabra persona viene del griego prosopón, es decir, máscara, el careto que se ponían los actores en la Grecia clásica para actuar –no sabemos quién es más apariencia, quién es más máscara. Todos esos rostros no somos más que máscaras representando el papel que nos toca, excepto el difunto que es el único que tiene su verdadero rostro, la última máscara: ya no habrá más apariencia.
Me enteré hace poco que murió un buen amigo. Sabía de su enfermedad -¡tan dura!- pero por la distancia no pude estar cerca de él. Unos años de nuestra vida anduvimos juntos y aprendí muchas cosas de él. Tenía un gran corazón y una alegría maravillosa. En los momentos duros en mi vida estuvo allí como normalmente nadie está: prestándome dinero para salir airoso en época crisis. Me abrió la puerta de su casa cuando casi todo el mundo en esa Guadalajara de corral y provinciano miraba para otro lado. Era un gran tipo.
No volvimos a vernos. Hace años se le murió un hijo muy joven y se le quedó esa cara tan triste que marca el dolor absurdo cuando se ama como a la gente y la vida. No quería que se le notara, pero se le notaba. Al menos lo notaba yo, porque éramos amigos.
Me contaron que el día de su entierro la parroquia estaba llena. No me extrañó. Mucha gente lo quería.
Desde aquí, amigo, he pensado en ti y le pido a Dios que te acoja en la eternidad mientras aquí seguimos luchando entre las olas del tiempo, tratando de consolarnos unos a otros con las palabras que la Iglesia ha querido conservar en una de sus más entrañables oraciones:
Esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro[2].
[1] IV Domingo del Tiempo Ordinario.
[2] Misal Romano, Plegaria Eucarística III, 128: oración por los difuntos.
Ilustración: Doña Juana la Loca (1874), por Francisco Pradilla.