Da mucho consuelo y alegría ver que los ojos del Señor se
fijan siempre en los hombres y mujeres sencillos que saben vivir el amor de
manera limpia y generosa. Jesús observa a la gente que deposita sus limosnas en
el templo. Muchos ofrecen espléndidos donativos, pero pasan desapercibidos a los
ojos del Señor. Sorprendentemente su mirada se detiene en una pobre viuda que
echa las dos pequeñas monedas. La alabanza de Jesús es maravillosa, y
aleccionadora: les aseguro que esta viuda
pobre dio más que todos los ricos. Porque todos ellos dieron de lo que les
sobraba; pero ella, que es tan pobre, dio todo lo que tenía para vivir.
Y es que no está de moda la compasión. Se diría que
para muchos es un sentimiento desfasado y anacrónico. Una actitud innecesaria
en una sociedad capaz de organizar de manera eficiente los diversos servicios
sociales.
Vivimos en una sociedad en la que «creamos máquinas
que obran como hombres y producimos hombres que obran como máquinas» (E.
Fromm), y así corremos el riesgo de endurecer nuestro corazón y hacernos como impermeables al dolor ajeno. Se nos olvida
que la compasión es para usarse todos los días, que es ese saber padecer con el necesitado y estremecerse
con el sufrimiento ajeno. Miramos a las personas desde fuera, como si fueran objetos,
sin acercarnos a su dolor.
Vivimos en ambientes en los que cada uno corre tras su
felicidad. Cada uno se preocupa de satisfacer sus propios deseos. Los demás
quedan lejos. Si estas viudas de las que hoy escuchamos en la Liturgia de la
Palabra saben dar todo lo que tiene es, sin duda, porque eran pobres, y
comprenden desde su experiencia dolorosa las necesidades de los demás.
Cuando uno se instala en su pequeño mundo de bienestar
y comodidad, es difícil entender el sufrimiento de los otros. Sin embargo,
parece que necesitamos conservar la ilusión de que hay en nosotros todavía algo
humano y bueno. Y entonces, damos de lo que nos sobra, ¡Con cuánta frecuencia
recibimos llamadas telefónicas en la oficina de la parroquia preguntando dónde
y a qué hora pueden traer juegues viejos para los niños pobres en Navidad!...
Seamos honestos: nos tranquilizamos desprendiéndonos
de objetos inútiles, muebles, ropa pasada de moda, pero no nos acercamos a los
que sufren y necesitan quizás nuestra cercanía. Y, sin embargo, el desvalido
necesita siempre un calor, una defensa y una acogida que sólo el que sabe
compadecerse le puede ofrecer[1].
Y no se trata de socialismos o comunismos, sino de
grandeza de alma. Cuentan la historia –y aquí la dejo por si a alguien le sirve-
de doña Leonor María de la Ascensión de la Barrera y Contreras, condesa de
Jibacoa. Criolla riquísima, de Cuba, tenía en La Habana una mansión. A ella
llegó en 1798 Luis Felipe de Orleans, desterrado de Francia por causas de
política. Lo acompañaban dos de sus hermanos. Iban en el más penoso extremo de
la necesidad. Doña María los acogió en su casa y los trató como príncipes que
eran. Cuando siguieron su viaje ordenó a su administrador que secretamente
pusiera mil onzas de oro en el baúl de cada uno. Treinta años pasaron. Luis
Felipe fue coronado rey. Por medio de un embajador mandó preguntar a doña María
a cuánto ascendían en moneda francesa aquellas 3 mil onzas, con sus respectivos
intereses. El rey de Francia quería pagar su deuda. Respondió la dama cubana
que ella no recordaba haber alojado en su casa a ningún rey. Se acordaba, sí,
de tres jóvenes franceses que llegaron a su casa pobres y perseguidos. Ella los
socorrió. Nada le debían; nada le tenían que pagar.
Grandeza de espíritu. Generosidad. En la abundancia o
en la más apremiante necesidad, hemos de acordarnos de los demás[2]
•
[1] J. A. Pagola, Buenas
Noticias, Navarra 1985, p. 243 ss.
[2]
Hace poco el Santo Padre Francisco recordaba el momento en que durante la votación
final en el cónclave, su candidatura reunió el mínimo de votos requerido para
ser elegido. “A mi lado estaba sentado mi gran amigo, el cardenal Hummes, quien
me abrazó, me besó y me dijo: "¡Acuérdate de los pobres!". El Santo
Padre señaló que fue entonces cuando se acordó del nombre de San Francisco de
Asís, el santo de los pobres y de la paz.
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