XXXII Domingo del Tiempo Ordinario (B)

Da mucho consuelo y alegría ver que los ojos del Señor se fijan siempre en los hombres y mujeres sencillos que saben vivir el amor de manera limpia y generosa. Jesús observa a la gente que deposita sus limosnas en el templo. Muchos ofrecen espléndidos donativos, pero pasan desapercibidos a los ojos del Señor. Sorprendentemente su mirada se detiene en una pobre viuda que echa las dos pequeñas monedas. La alabanza de Jesús es maravillosa, y aleccionadora: les aseguro que esta viuda pobre dio más que todos los ricos. Porque todos ellos dieron de lo que les sobraba; pero ella, que es tan pobre, dio todo lo que tenía para vivir.

Y es que no está de moda la compasión. Se diría que para muchos es un sentimiento desfasado y anacrónico. Una actitud innecesaria en una sociedad capaz de organizar de manera eficiente los diversos servicios sociales.
Vivimos en una sociedad en la que «creamos máquinas que obran como hombres y producimos hombres que obran como máquinas» (E. Fromm), y así corremos el riesgo de endurecer nuestro corazón y hacernos como impermeables al dolor ajeno. Se nos olvida que la compasión es para usarse todos los días, que es ese saber padecer con el necesitado y estremecerse con el sufrimiento ajeno. Miramos a las personas desde fuera, como si fueran objetos, sin acercarnos a su dolor.

Vivimos en ambientes en los que cada uno corre tras su felicidad. Cada uno se preocupa de satisfacer sus propios deseos. Los demás quedan lejos. Si estas viudas de las que hoy escuchamos en la Liturgia de la Palabra saben dar todo lo que tiene es, sin duda, porque eran pobres, y comprenden desde su experiencia dolorosa las necesidades de los demás.

Cuando uno se instala en su pequeño mundo de bienestar y comodidad, es difícil entender el sufrimiento de los otros. Sin embargo, parece que necesitamos conservar la ilusión de que hay en nosotros todavía algo humano y bueno. Y entonces, damos de lo que nos sobra, ¡Con cuánta frecuencia recibimos llamadas telefónicas en la oficina de la parroquia preguntando dónde y a qué hora pueden traer juegues viejos para los niños pobres en Navidad!...  

Seamos honestos: nos tranquilizamos desprendiéndonos de objetos inútiles, muebles, ropa pasada de moda, pero no nos acercamos a los que sufren y necesitan quizás nuestra cercanía. Y, sin embargo, el desvalido necesita siempre un calor, una defensa y una acogida que sólo el que sabe compadecerse le puede ofrecer[1].

Y no se trata de socialismos o comunismos, sino de grandeza de alma. Cuentan la historia –y aquí la dejo por si a alguien le sirve- de doña Leonor María de la Ascensión de la Barrera y Contreras, condesa de Jibacoa. Criolla riquísima, de Cuba, tenía en La Habana una mansión. A ella llegó en 1798 Luis Felipe de Orleans, desterrado de Francia por causas de política. Lo acompañaban dos de sus hermanos. Iban en el más penoso extremo de la necesidad. Doña María los acogió en su casa y los trató como príncipes que eran. Cuando siguieron su viaje ordenó a su administrador que secretamente pusiera mil onzas de oro en el baúl de cada uno. Treinta años pasaron. Luis Felipe fue coronado rey. Por medio de un embajador mandó preguntar a doña María a cuánto ascendían en moneda francesa aquellas 3 mil onzas, con sus respectivos intereses. El rey de Francia quería pagar su deuda. Respondió la dama cubana que ella no recordaba haber alojado en su casa a ningún rey. Se acordaba, sí, de tres jóvenes franceses que llegaron a su casa pobres y perseguidos. Ella los socorrió. Nada le debían; nada le tenían que pagar.
Grandeza de espíritu. Generosidad. En la abundancia o en la más apremiante necesidad, hemos de acordarnos de los demás[2]



[1] J. A. Pagola, Buenas Noticias, Navarra 1985, p. 243 ss.
[2] Hace poco el Santo Padre Francisco recordaba el momento en que durante la votación final en el cónclave, su candidatura reunió el mínimo de votos requerido para ser elegido. “A mi lado estaba sentado mi gran amigo, el cardenal Hummes, quien me abrazó, me besó y me dijo: "¡Acuérdate de los pobres!". El Santo Padre señaló que fue entonces cuando se acordó del nombre de San Francisco de Asís, el santo de los pobres y de la paz.

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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