Las cosas como son: sentirse bueno es una peligrosa forma de
autocomplacencia, casi siempre orgullosa, que algunos confundimos con ser
cristiano. Sentirse bueno es apropiarse de un adjetivo que sólo corresponde a
Dios. "No hay nadie bueno más que Dios". Quien se siente bueno, se
autodiviniza, y subido al trono, se cree con derecho a condenar a quienes él
mismo se encarga de calificar de malos.
El muchacho aquel del Evangelio es lo que suele llamarse "un buen
chico". ¿Qué más se le puede pedir? Educado, honrado, obediente,
trabajador. Monísimo, en una palabra...
Más de un papá diría: “¡uno así para mi hija por favor!” Pero ¿es eso un
cristiano, un testigo de la vida eterna? Este muchacho se parece a muchos de
los que se acercan a la Iglesia. Ante el Sacramento de la Penitencia, le es
difícil extraer de su vida algo más que cierta negligencia, algún pensamiento
impuro. “Padrecito, no mato, no robo ¡soy buenísimo!”…
Tengo para mí que en aquel joven había alguien idólatra del dinero y al
mismo tiempo alguien muy necesitado de perdón y de luz, como tantos de nosotros.
Somos personas necesitadas de un fogonazo como el Evangelio de hoy que nos ilumine
y nos salve. Una especie de shock que nos despierte y nos haga abrir los ojos a
una realidad que desconocemos: a veces Dios es como un objeto decorativo
religioso que nos ayuda a instalarse en la sociedad cuyo visto bueno andamos
buscando; pero no es el centro, ni el motor de nuestra vida. Pensando en
cumplir los mandamientos se nos olvida el que es primero y raíz de todos: Escucha, Agustín: El Señor nuestro Dios es
el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma,
con toda tu mente y con todas tus fuerzas[1].
El joven escuchó. Se fue pesaroso, pero desengañado, iluminado: ahora
sabe que en su vida hay algo más importante que Dios: sus bienes. Y con esta
carga, qué difícil afrontar el amor al prójimo. ¡El, que creía cumplir todos
los mandamientos!
Tan cierta como la necesidad de hacer un desplante al dinero para que en
el hombre se cumplan los dos grandes mandamientos –Dios y el prójimo-, lo es la
promesa del Señor a los que renuncian: Cien veces más, aunque con
persecuciones.
Vamos a pedir hoy en nuestra oración a lo largo de la celebración de la
Eucaristía que este mundo en el que vivimos no nos distraiga de la promesa a
quienes nos acercamos al Señor, preguntando[2]
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