Mucho se ha hablado y escrito sobre si la fe se puede o
no razonar; sobre si, aunque no sea demostrable, al menos puede ser lógica,
comprensible. Ríos de tinta han corrido, que se dice. Sin embargo, lo más importante
no es que el hombre discuta y dialogue sobre cómo puede ser este asunto de la
fe, sino que la viva; como sucede con la alegría, la amistad, la felicidad o el
amor: realidades que se viven y no sólo se sueñan o, peor aún, sólo se
predican.
La fe es un amistad, una relación personal, una
confianza; es, por tanto, una vivencia, una experiencia; y no una costumbre
social, una rutina, un atavismo tradicional; y mucho menos un conjunto de
normas o actos perfectos. En cuanto relación personal, lo más importante es una
persona, un Alguien con quien convivimos, con quien entrelazamos y entretejemos
nuestra vida, un Alguien con quien contamos, a quien consultamos a la hora de
tomar decisiones en nuestra existencia; un Alguien cuyas ideas informan
nuestras ideas y, por lo tanto, nuestra vida; un Alguien cuya vida es un modelo
a seguir e imitar. Por todo eso la fe traspasa el nivel de lo meramente
pensado, razonado o razonable, y es algo mucho más profundo, más serio y más
vital.
La fe vivida y entendida es en realidad confiar plenamente
en el amor del Señor. Los discípulos no entienden las palabras de Jesús, porque
están en contradicción con lo que ellos imaginaban y suponían, en contradicción
con la imagen que ellos se habían forjado de lo que tenía que ser el Mesías, el
Enviado de Dios. Jesús habla de morir,
aquello no tiene sentido; era ilógico, incomprensible. Pero, por encima
de todo eso, estaba la fe que ellos tenían: los apóstoles confiaban en Jesús;
y, a pesar de las dudas y recelos, siguen con él; discutiendo, llenos de envidia
(¿quién es el más importante?), pero siguen con él.
Todavía tendrán que pasar por muchas dificultades, por
muchas dudas, por muchas noches oscuras[1].
Pero siguieron adelante, confiando en Jesús, hasta que vieron que había
merecido la pena aquella fidelidad y aquella constancia.
Sólo la fe podía hacer comprensible para los apóstoles
aquellas palabras de Jesús: El que quiera
ser el primero, que se haga el último. Le llamamos Señor, pero recelamos de
él y de sus capacidades y posibilidades; y por eso, "por si acaso",
preferimos tener nuestros propios medios, nuestros propios recursos, nuestras
reservas y nuestras seguridades; las palabras de Jesús no nos acaban de bastar y
entonces necesitamos otras seguridades.
No lo podemos negar: ser el último, en nuestra
sociedad, es una tragedia. El que quiera
ser el primero, que se haga el último, ¿quién puede entender esto? Nadie, o
muy pocos, si no hay, por delante, una confianza plena y total en el Señor y,
como consecuencia, en lo que él dice, en lo que él enseña [2]
•
[1]
Lucas dirá que se les abrió el entendimiento tiempo después de la resurrección
-cfr. Lc. 24, 45-; Tomás será reacio incluso al testimonio de sus compañeros;
Juan entró en el sepulcro vacío y entonces creyó, "porque aún no habían
entendido lo que dice la Escritura: -Jn. 20, 8-; y así un largo etcétera
[2] L. Gracieta, Dabar 1985, n. 47.
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