XXV Domingo del Tiempo Ordianrio (B)

Mucho se ha hablado y escrito sobre si la fe se puede o no razonar; sobre si, aunque no sea demostrable, al menos puede ser lógica, comprensible. Ríos de tinta han corrido, que se dice. Sin embargo, lo más importante no es que el hombre discuta y dialogue sobre cómo puede ser este asunto de la fe, sino que la viva; como sucede con la alegría, la amistad, la felicidad o el amor: realidades que se viven y no sólo se sueñan o, peor aún, sólo se predican.  

La fe es un amistad, una relación personal, una confianza; es, por tanto, una vivencia, una experiencia; y no una costumbre social, una rutina, un atavismo tradicional; y mucho menos un conjunto de normas o actos perfectos. En cuanto relación personal, lo más importante es una persona, un Alguien con quien convivimos, con quien entrelazamos y entretejemos nuestra vida, un Alguien con quien contamos, a quien consultamos a la hora de tomar decisiones en nuestra existencia; un Alguien cuyas ideas informan nuestras ideas y, por lo tanto, nuestra vida; un Alguien cuya vida es un modelo a seguir e imitar. Por todo eso la fe traspasa el nivel de lo meramente pensado, razonado o razonable, y es algo mucho más profundo, más serio y más vital.

La fe vivida y entendida es en realidad confiar plenamente en el amor del Señor. Los discípulos no entienden las palabras de Jesús, porque están en contradicción con lo que ellos imaginaban y suponían, en contradicción con la imagen que ellos se habían forjado de lo que tenía que ser el Mesías, el Enviado de Dios. Jesús habla de morir,  aquello no tiene sentido; era ilógico, incomprensible. Pero, por encima de todo eso, estaba la fe que ellos tenían: los apóstoles confiaban en Jesús; y, a pesar de las dudas y recelos, siguen con él; discutiendo, llenos de envidia (¿quién es el más importante?), pero siguen con él.

Todavía tendrán que pasar por muchas dificultades, por muchas dudas, por muchas noches oscuras[1]. Pero siguieron adelante, confiando en Jesús, hasta que vieron que había merecido la pena aquella fidelidad y aquella constancia.

Sólo la fe podía hacer comprensible para los apóstoles aquellas palabras de Jesús: El que quiera ser el primero, que se haga el último. Le llamamos Señor, pero recelamos de él y de sus capacidades y posibilidades; y por eso, "por si acaso", preferimos tener nuestros propios medios, nuestros propios recursos, nuestras reservas y nuestras seguridades; las palabras de Jesús no nos acaban de bastar y entonces necesitamos otras seguridades.

No lo podemos negar: ser el último, en nuestra sociedad, es una tragedia. El que quiera ser el primero, que se haga el último, ¿quién puede entender esto? Nadie, o muy pocos, si no hay, por delante, una confianza plena y total en el Señor y, como consecuencia, en lo que él dice, en lo que él enseña [2]




[1] Lucas dirá que se les abrió el entendimiento tiempo después de la resurrección -cfr. Lc. 24, 45-; Tomás será reacio incluso al testimonio de sus compañeros; Juan entró en el sepulcro vacío y entonces creyó, "porque aún no habían entendido lo que dice la Escritura: -Jn. 20, 8-; y así un largo etcétera
[2] L. Gracieta, Dabar 1985, n. 47.

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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