XXII Domingo del Tiempo Ordinario (B)

Lavarse las manos antes de comer era en la época del Señor uno de los gestos externos de pureza moral. A los fariseos de todos los tiempos siempre nos han importado mucho los gestos  externos como éste precisamente de lavarnos las manos. Al Señor no tanto, y tan así que nos advierte que lo limpio y lo sucio del hombre no está en las  manos sino en el corazón. Nos lo dice a todos, a los que nos lavamos las manos y vamos por ahí con nuestras manos cristianamente lavadas pero también con el corazón cristianamente  sucio.

En el célebre sermón del monte el Señor no dice: "Bienaventurados los que se lavan las manos, porque así verán los  hombres que estáis limpios", sino bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios[1]. A él le iba a condenar a muerte un hombre que tuvo bien cuidado de que el pueblo viera que se lavaba muy bien las manos. A él lo acusaron unos fariseos que tenían negro el corazón pero que tuvieron buen cuidado de no entrar en el pretorio para no contaminarse en la víspera de la Pascua[2].

El Señor quiso trazar una línea bien clara entre los limpios de corazón y los que se lavan las  manos, y es que lavarse las manos es fácil; lo difícil es lavarse el corazón. Todos sabían que el gesto de Pilato no valía. Hoy creemos todavía mucho menos en esta clase de gestos externos. Lavarse las manos y luego dejar que crucifiquen a Cristo. No vale.

Lavarse las manos y luego convencerse de que uno no puede hacer nada ante  tantas situaciones injustas que hay cerca y lejos de nosotros, no vale.
Lavarse las manos y darse golpes de pecho y luego decir que es una pena que haya pobres, enfermos, guerras, desastres, o peor aun, servirse de ellos para hacer proselitismo, no vale. No.

De nada sirve lavarnos las manos en un gesto aislado y desesperado, sólo la bondad y la confianza en la misericordia de Dios nos hará limpios por dentro; la negación de nuestro propio egoísmo y la generosidad, la entrega, el trabajo por los demás.

Poco antes de morir el Señor se los dijo: El que se ha bañado no necesita lavarse, excepto los pies, pues está todo limpio; y vosotros estáis limpios, pero no todos[3]. Sólo uno no estaba  limpio. Casualmente era uno que tenía las treinta monedas aferradas, no precisamente con las  manos, sino con el corazón[4]. ¿dónde está puesto el nuestro ésta mañana? ¿Venimos a la celebración de la Eucaristía con todo el corazón y lo ponemos realmente en el Señor?




[1] Mt 5,8.
[2] Cfr. Jn 18, 28.
[3] Id., 13,10.
[4] P. M. Iraolagitia, El Mensajero.

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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