A partir de éste domingo –el decimoséptimo del Tiempo
Ordinario- se interrumpe la lectura del evangelista San Marcos[1],
que es el que corresponde al año en curso, y empezaremos a escuchar el hermosísimo
capítulo sexto del evangelio de San Juan que será dividido para la celebración
litúrgica durante varios domingos sucesivos. Todo el capítulo seis es una gran
catequesis eucarística y cristológica, que se abre con el milagro de la
multiplicación de los panes.
A Jesús le seguía mucha gente, porque habían visto los
signos que hacía con los enfermos. Y esta multitud curiosa, que busca milagros
y situaciones extraordinarias, hoy va a ser testigo y de un gran signo, algunos
lo comprenderán, otros no. Miles de años después nos sucede exactamente lo
mismo. Aquel grupo de hombres. Mujeres y niños sentían hambre, igual que la
humanidad de hoy.
Existe hambre física. Los gritos de los pobres, de los
que no tienen nada siguen soñando hoy con la misma fuerza que en tiempos del
Señor. Es escandaloso que en la mesa del mundo los alimentos mejores y la
abundancia pertenezcan a los pueblos llamados cristianos, mientras que la gran
mayoría, como nuevos Lázaros, están sentados a la puerta sin tener que comer.
Son muchos miles los que diariamente mueren de hambre. Lo sabemos y volteamos
la mirada hacia otro sitio.
Y también existe hambre espiritual. Hambre de paz de
unidad, de salvación, de cariño y de compañía. Y tampoco hacemos mucho,
amodorrados, como estamos, en medio de nuestro confort.
Vamos
éste domingo misa a la parroquia, más o menos entendemos el mensaje y nos
quedamos con la idea de que debemos hacer algo por los demás. Listo. Vámonos. Sin
embargo no profundizamos en la idea que de que para multiplicar el pan
necesitamos la presencia del Señor –la Iglesia nos la brinda en nuestras
comunidades parroquiales- pero también la colaboración humana. Ambas. Al mismo
tiempo. Necesitamos una buena dosis de solidaridad, por decirlo con una palabra
más de moda. Sin cinco panes no hubiesen podido comer cinco mil hombres.
Siempre es sorprendente constatar que Dios multiplica
con más generosidad y por encima de los cálculos humanos, lo que aquí nos
importa es que colaboremos con la acción del Señor. No importa que lo que
pongamos no baste, o sea imperfecto, o impuro, el Señor siempre completa, y
perfecta y embellece.
No somos poderosos; ni debemos serlo; nuestro auxilio
no es el marketing, ni el poder, ni
el dinero, ni la fama, sino el nombre del Señor[2],
su palabra que es veraz y transformadora. Aprendamos de él y luchemos para que
también nuestra voz esté siempre acompañada de nuestras obras[3].
Esta puede ser nuestra oración de ésta mañana •
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