XII Domingo del Tiempo Ordinario (B)

En el texto que nos presenta el evangelio de éste domingo hay algunas palabras muy elocuentes: la otra orilla, el mar, el miedo, la calma. Con todas ellas se puede describir un hecho muy concreto, evocando la tempestad del Viernes Santo: las tempestades que sacuden a la iglesia, las tempestades personales que tenemos que librar.

Pasar a la otra orilla. Allí comienza la angustia que va a impregnar todo el relato. Los apóstoles tenían una vida al lado del Señor quizás algo difícil pero familiar, o de costumbres, y de pronto tienen que enfrentarse con la otra orilla, con otro sitio. A pesar de la hostilidad que se iba notando alrededor de Jesús, los días habían acabado tomando el aspecto de una rutina digamos tranquilizadora. Y de pronto, la noche de Getsemaní arrojó a Jesús y a sus discípulos a la otra orilla: el inicio de la Pasión del Maestro. Y quizás nos sucede lo mismo: necesitamos toda nuestra fe para aceptar desprendernos de las seguridades e ir a la otra orilla de nuestra vida, y enfrentar con ciertas cosas y situaciones, desde relaciones que sabemos deben terminar hasta retos profesionales, económicos y de búsqueda interior personal.  

El mar. El evangelista no es que intente hinchar aquél pequeño lago, sino que hace que se levanten los grandes temores del agua. La Sagrada Escritura comienza relatando a Dios creador separando las aguas de los cielos[1] y termina con aquel grito de consuelo ¡Ya no hay mar! del libro del Apocalipsis[2]. Pero entretanto es preciso arrastrar las tempestades del sufrimiento, de la angustia, del fracaso. En la tarde del Viernes Santo se podría pensar que la tempestad se había tragado el amor y la esperanza. ¡Habíamos esperado tanto!, dicen aquellos dos que van caminando hacia Emaús…[3].

¡Y él dormía!. El libro salmos está llenos de esta misma indignación: Inclina, oh Señor, tu oído y respóndeme, porque estoy afligido y necesitado[4]Sin embargo, nos dice el texto, Se despertó e increpó al viento. Dijo al lago: ¡Silencio, cállate! Y el viento amainó. Es posible hacer toda una oración, en plena tempestad interior o exterior, repitiendo solamente: "El viento amainó". El Señor estaba ahí. Mandar al viento y a las aguas es una señal del poder creador. Este relato es una teofanía, es decir, una manifestación del poder del Señor que vuelve a poner la pregunta delante: ¿Quién es éste?.

¿Cómo es que no tenéis fe? Pregunta el Señor después. Jesús exige nuestra confianza, necesita de ella. El evangelio entero nos invita a creer antes de hacer cualquier cosa y mientras la hacemos.

El misterio cristiano es ése: con la fe todo se pone en pie, todo puede ocurrir. Sin ella, nada; decimos que entonces Dios duerme. «Cuando se dice que Dios duerme –es san Agustín quien escribe- somos nosotros los que dormimos. La barca es tu corazón. Si te acuerdas de tu fe, tu corazón no se agita; si te olvidas de tu fe, Cristo duerme y corres el peligro de naufragar»[5].

Los cristianos no debemos tener miedo a hundirnos, o a ser desamparados por el Señor. Cuando fieles a nuestra misión evangelizadora nos adentramos en un mar que es reino aparente de otros poderes, cuando busquemos otras orillas y fronteras para el Reino abandonando las propias seguridades, cuando sigamos la invitación de Jesús –Vamos a la otra orilla- confiemos y no seamos tan cobardes[6]





[1] Cfr. Gn 1,3.
[2] 21, 1.
[3] Lc 24, 13-35.
[4] Sal 86.
[5] Enarrat. in ps. 35,4 (PL 36,190): «Quid est autem dormit lesus? Fides tua quae est de lesu, obdormivit».—Enarrat. in ps. 120,7 (PL 37,1611): «Christus enim in corde vestro, lides Christi est»
[6] J. M. Alemany, Dabar 1988, n. 35. 

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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