En el texto que nos
presenta el evangelio de éste domingo hay algunas palabras muy elocuentes: la
otra orilla, el mar, el miedo, la calma. Con todas ellas se puede describir un
hecho muy concreto, evocando la tempestad del Viernes Santo: las tempestades
que sacuden a la iglesia, las tempestades personales que tenemos que librar.
Pasar a la otra orilla.
Allí comienza la angustia que va a impregnar todo el relato. Los apóstoles
tenían una vida al lado del Señor quizás algo difícil pero familiar, o de
costumbres, y de pronto tienen que enfrentarse con la otra orilla, con otro
sitio. A pesar de la hostilidad que se iba notando alrededor de Jesús, los días
habían acabado tomando el aspecto de una rutina digamos tranquilizadora. Y de
pronto, la noche de Getsemaní arrojó a Jesús y a sus discípulos a la otra orilla: el inicio de la Pasión
del Maestro. Y quizás nos sucede lo mismo: necesitamos toda nuestra fe para
aceptar desprendernos de las seguridades e ir a la otra orilla de nuestra vida, y enfrentar con ciertas cosas y
situaciones, desde relaciones que sabemos deben terminar hasta retos
profesionales, económicos y de búsqueda interior personal.
El
mar. El evangelista no es que intente hinchar aquél pequeño lago, sino que hace
que se levanten los grandes temores del agua. La Sagrada Escritura comienza
relatando a Dios creador separando las aguas de los cielos[1]
y termina con aquel grito de consuelo ¡Ya
no hay mar! del libro del Apocalipsis[2].
Pero entretanto es preciso arrastrar las tempestades del sufrimiento, de la
angustia, del fracaso. En la tarde del Viernes Santo se podría pensar que la
tempestad se había tragado el amor y la esperanza. ¡Habíamos esperado tanto!, dicen aquellos dos que van caminando
hacia Emaús…[3].
¡Y él dormía!.
El libro salmos está llenos de esta misma indignación: Inclina, oh Señor, tu oído y respóndeme, porque estoy afligido y necesitado[4]…
Sin embargo, nos dice el texto, Se
despertó e increpó al viento. Dijo al
lago: ¡Silencio, cállate! Y el viento amainó. Es posible hacer toda una
oración, en plena tempestad interior o exterior, repitiendo solamente: "El
viento amainó". El Señor estaba ahí. Mandar al viento y a las aguas es una
señal del poder creador. Este relato es una teofanía, es decir, una
manifestación del poder del Señor que vuelve a poner la pregunta delante: ¿Quién es éste?.
¿Cómo es que no tenéis fe? Pregunta
el Señor después. Jesús exige nuestra confianza, necesita de ella. El evangelio
entero nos invita a creer antes de hacer cualquier cosa y mientras la hacemos.
El
misterio cristiano es ése: con la fe todo se pone en pie, todo puede ocurrir.
Sin ella, nada; decimos que entonces Dios duerme. «Cuando se dice que Dios
duerme –es san Agustín quien escribe- somos nosotros los que dormimos. La barca
es tu corazón. Si te acuerdas de tu fe, tu corazón no se agita; si te olvidas
de tu fe, Cristo duerme y corres el peligro de naufragar»[5].
Los
cristianos no debemos tener miedo a hundirnos, o a ser desamparados por el
Señor. Cuando fieles a nuestra misión evangelizadora nos adentramos en un mar
que es reino aparente de otros poderes, cuando busquemos otras orillas y
fronteras para el Reino abandonando las propias seguridades, cuando sigamos la
invitación de Jesús –Vamos a la otra
orilla- confiemos y no seamos tan cobardes[6]
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