Este mundo nuestro poco a poco ha ido dejando
de creer, casi imperceptiblemente, en el amor. O mejor dicho (para
no sonar tan pesimista), el amor que circula, del que se habla y con el que se
trafica, es un espejismo, es un sucedáneo, un amor manipulado e
instrumentalizado al servicio de los intereses. Y así el amor está perdiendo su
fuerza social, su carácter de vínculo familiar, su exigencia de lealtad en las
amistades. El amor romántico no es más que una ilusión temporal que pasa con
los años y la experiencia.
Se dice y se repite hasta la saciedad que el amor no ha resuelto ningún problema social (aunque habría qué ver si la violencia y la guerra han resuelto algo). El amor ha perdido credibilidad, se ha degradado, devaluado. Y es que en una sociedad mercantilizada, donde privan los contratos y los pactos, los intercambios y el juego de intereses, no hay espacio para la gratuidad. Vivimos en una sociedad planificada y superorganizada, donde se busca desesperadamente la seguridad, no hay sitio para lo sorprendente…¡Hemos perdido el sentido de lo sagrado y la capacidad de asombro! Vivimos en una sociedad abrumada de leyes y reglamentos, de estatutos y normas, apenas queda margen para la espontaneidad. En una sociedad donde el tiempo es oro y la vida un negocio, no hay lugar para lo superfluo, para el ocio…
Y el amor es todo lo contrario: es gratuito y gratificante, sorprendente e imprevisible, espontáneo, superfluo, ocioso. Lo otro es rutina, cálculo, negocio, no es amor, sino un sucedáneo que no llena el corazón de nadie. El oro y los espejitos, en menos palabras.
Y ese amor, que estamos perdiendo, ese amor en el que ya no creemos, ese amor que estamos sustituyendo por cualquier producto del mercado, ese amor increíble es la única fuerza en la que podemos creer, si de verdad creemos, por lo menos, en la vida.
Se dice y se repite hasta la saciedad que el amor no ha resuelto ningún problema social (aunque habría qué ver si la violencia y la guerra han resuelto algo). El amor ha perdido credibilidad, se ha degradado, devaluado. Y es que en una sociedad mercantilizada, donde privan los contratos y los pactos, los intercambios y el juego de intereses, no hay espacio para la gratuidad. Vivimos en una sociedad planificada y superorganizada, donde se busca desesperadamente la seguridad, no hay sitio para lo sorprendente…¡Hemos perdido el sentido de lo sagrado y la capacidad de asombro! Vivimos en una sociedad abrumada de leyes y reglamentos, de estatutos y normas, apenas queda margen para la espontaneidad. En una sociedad donde el tiempo es oro y la vida un negocio, no hay lugar para lo superfluo, para el ocio…
Y el amor es todo lo contrario: es gratuito y gratificante, sorprendente e imprevisible, espontáneo, superfluo, ocioso. Lo otro es rutina, cálculo, negocio, no es amor, sino un sucedáneo que no llena el corazón de nadie. El oro y los espejitos, en menos palabras.
Y ese amor, que estamos perdiendo, ese amor en el que ya no creemos, ese amor que estamos sustituyendo por cualquier producto del mercado, ese amor increíble es la única fuerza en la que podemos creer, si de verdad creemos, por lo menos, en la vida.
E.
Fromm, en ese texto maravilloso titulado El
arte de amar, señala estas cuatro características del amor que vale la pena
recordar: (i) Cuidado del otro, preocupación activa por la vida y el crecimiento
del otro; la esencia del amor es trabajar por alguien y hacerle crecer. (ii) Responsabilidad:
no como un "cargar con el otro", sino estar dispuesto a responder a
las necesidades, expresadas o no, del otro; la vida de las personas a las que
se ama no es sólo cosa suya, sino también propia. (iii) Respeto: que no es
temor, ni reverencia sumisa, sino ver a la otra persona tal y como es, no como
yo quisiera que fuese; eso sí, ayudándola a superar sus fallos y a desarrollar
sus cualidades, y (iv) conocimiento: para que exista ese respeto, tiene que
haber conocimiento: profundo, real, total; no por la fuerza, sino por el
diálogo. No es fácil un amor así, pero la dificultad no nos debe echar atrás;
no es frecuente, pero la infrecuencia no nos debe volver conformistas con la
situación.
La
última voluntad del Señor, el único mandato que deja a los suyos en la cena de
despedida, es que se amen, y que lo hagan así. No les pide otra cosa, no les da
otra consigna ni otra seña de identificación que ésa: amarse como Él.
Amar
así es asomarse al misterio de amor de Dios, ser testigos de que Dios es
misterio, pero misterio de amor, misterio ante el que no hay que temer, sino
confiar; misterio, que no nos va a destruir, sino a revitalizar, a resucitar[1].
Nuestro
mundo está urgentemente necesitado de más y más testigos veraces del amor,
testigos que sean, en última instancia, reflejo del amor de Dios, mensajeros y
reveladores de ese amor. A nosotros, a la Comunidad de seguidores de Jesús, a
la Iglesia, se nos ha encomendado especialmente esta tarea. ¿Qué hemos hecho de
nuestra misión? ■
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