Sin mí no podéis nada. Es la voz del Señor que
escuchamos en el Evangelio de éste domingo, el quinto del Tiempo de Pascua. Qué
duda cabe: los hombres y mujeres tenemos un profundo deseo de vivir, dentro de
nosotros hay algo que quiere vivir, vivir intensamente, vivir para siempre. Más
aún, los hombres nacemos para hacer crecer la vida. Sin embargo, la vida no
cambia fácilmente. La injusticia, el sufrimiento, la mentira y el mal siguen
dominando, basta asomarse a cualquier periodico para comprobarlo. Pareciera que
todos los esfuerzos de los hombres por mejorar el mundo terminan tarde o
temprano en el fracaso: movimientos que se dicen comprometidos en luchar por la
libertad, pero terminan provocando iguales o mayores esclavitudes; hombres y
mujeres que buscan la justicia terminan generando nuevas e interminables
injusticias.
¿Quién
de nosotros, incluso el más noble y generoso, no ha tenido un día la impresión
de que todos sus proyectos, esfuerzos y trabajos no servían para nada? ¿Será la
vida algo que no conduce a nada? ¿Un esfuerzo vacío y sin sentido? ¿Una «pasión
inútil" como decía Sartre?
Los
creyentes hemos de volver a recordar que la fe es esa fuente de agua viva de la
que hemos de beber[1]. Creer no es
solamente afirmar con palabras que debe existir Algo último en alguna parte.
Creer es más bien descubrir a Alguien que nos hace vivir, superando nuestra
impotencia, nuestros errores y nuestro pecado. Aún más: que Alguien nos ama de
manera incondicional.
Una
de las mayores tragedias de los cristianos es la de practicar la religión sin
ningún contacto con el Viviente. Y es que creemos que la suma de actos
perfectos hacen un hombre prefecto, y no es así. Se puede empezar el día
besando el suelo, rezar miles de jaculatorias, hacer media hora de oración por
la mañana y otra media hora por la tarde, todo eso y más, y ser un perfecto cascarrabias,
alguien absolutamente lejano a los intereses de los demás, incapaz de dar
cariño y, lo que es peor, de recibirlo.
Uno
empieza a descubrir la verdad de la fe cristiana cuando acierta a vivir en
contacto personal con el Resucitado. Sólo entonces se descubre que Dios no es
una amenaza o un desconocido, sino Alguien vivo que pone nueva fuerza y nueva
alegría en nuestras vidas. Una alegría que es necesariamente contagiosa y con
un profundo espíritu de servicio.
Con
frecuencia, nuestro problema no es vivir envueltos en problemas y conflictos
constantes. Nuestro problema más profundo es no tener fuerza interior para
enfrentarnos a los problemas diarios de la vida. La experiencia diaria nos ha
de hacer pensar a los cristianos la verdad de las palabras de Jesús: Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el
que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis
hacer nada[2].
¿No
está precisamente ahí la raíz más profunda de tantas vidas estériles y tristes
de hombres y mujeres que nos llamamos creyentes?[3]
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