Este domingo el libro del Deuteronomio
nos habla de aquello que Israel consideraba su gran honor: tener un Dios
cercano al pueblo. Un Dios que habló al pueblo y sobre todo un Dios que se
comprometió a librarlo de la esclavitud. Este es el contraste del Dios de
Israel con el de los pueblos de su alrededor: Israel experimenta a Dios a
través de su realidad histórica, a través de su día a día.
Sin
embargo el honor de Israel no era más que preparación para lo que es el honor
pleno, no de un pueblo solamente, sino de la humanidad entera: Dios no es ya
solamente el Dios que se acerca, sino que es el Dios que se hace uno de los
nuestros, que tiene nuestra misma carne y sangre[1];
Dios no libera al pueblo desde fuera, sino que libera a los hombres poniéndose
junto a ellos; Dios no dice a los hombres qué es lo que tienen que hacer, sino
que viene aquí a hacerlo junto con ellos[2].
Dios
no es solamente Dios-Padre que está en los cielos, sino que es también
Dios-Palabra que se nos revela: Jesucristo, el Dios-Palabra que nos dice que
está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo, como acabamos de
escuchar en el evangelio[3].
Un Dios que no está solamente como un recuerdo, sino como algo que está en el
interior de cada uno de nosotros. Su Espíritu ha entrado en nuestro interior y
nos convierte en hijos como Él, y nos hace herederos como Él: tenemos, también
nosotros, aquel Espíritu que une a Jesús con el Padre, el Espíritu que no dejó
que experimentara la corrupción del sepulcro.
¿Qué
es la Santísima Trinidad? ¡Gran pregunta! ¡Misterio insondable! Es -¡ay palabras
humanas tan pobres! Un Dios-Padre que está en los cielos, es Dios-Palabra que
se nos revela, es Dios-Espíritu que continúa en nuestro interior la presencia
de nuestro hermano Jesucristo y hace que, verdaderamente, Dios sea un Dios
cercano. Esto es lo que la Liturgia celebra éste domingo, el Domingo de la
Santísima Trinidad, un buen momento para recordar una vez más que el nombre de
la Trinidad indica nuestro camino cristiano. Nos marca, sobre todo, su
principio, en el bautismo. Lo marca también en las muchas ocasiones en que
hacemos el gesto sencillo y lleno de sentido que es la señal de la cruz[4].
Y
lo indica, también y muy especialmente, la celebración de la Eucaristía, pues
la plegaria eucarística, es decir, la formula con la que se consagra el pan y
el vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor es una acción de gracias al Padre,
que es el origen y el término de todo, la fuente y la plenitud de todo y de
nuestra salvación. Es también memorial de Jesucristo, el que vivió la vida de
los hombres, siendo fiel a ella hasta la muerte, y resucitó, y está presente en
medio de la asamblea. Y es invocación al Espíritu, que hacemos con las manos
extendidas, como signo de su descenso sobre las ofrendas y sobre la Iglesia,
porque es él con su fuego y su viento poderoso quien hace que continúe entre
nosotros la vida nueva de Jesucristo, ese viento que ya aleteaba por encima de
las aguas en el momento de la creación [5]
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