Siempre es grato insistir acerca
de lo más bello, digámoslo así... El descenso al corazón, a la ermita interior,
comporta el desasimiento que nos eleva, que nos lleva a morar en el mismo
Corazón de Dios. Es que, saliendo de las sombras, que parecen abrumarnos y
encerrarnos, liberados de las ataduras o de las cosas en las que nos
introducíamos, descubrimos inmediatamente esa Presencia inefable que de
"modo sin modo" se nos revela como el Único, Aquél que es nuestra
Vida, y que nos llama, y que nos da ese "nombre nuevo que nadie conoce
sino el que lo recibe." Es necesario que prestemos entera fe a la Bondad
de Dios y a su Misericordia. Nada hay de mezquino en las sendas de la Gracia.
¿Está habituado nuestro corazón a la "generosidad" divina? Meditemos,
con quietud, en ese Desierto Interior. Una y otra vez acogiendo sin reservas,
sin condiciones, sin temores, sin reparos... Sí, ha de ser así, sin exigir
explicaciones, ni estatutos, ni certificados, ni un más y ni un menos... Así
como recibimos la Vida y nos gozamos en el Misterio... Volvamos incesantemente
a lo que es y a lo que somos. ¡Tanto nos habla el Silencio! ¡Esa Mirada de Dios!
■ Ermitaño
urbano
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