Una presencia temblorosa, llena de amor
¿Estabas allí cuando crucificaron a mi
Señor?
¿Estabas allí cuando le clavaron en el
árbol?
¡Oh! A veces me hace temblar, temblar,
temblar.
¿Estabas allí cuando crucificaron a mi
Señor?[1].
Ninguno
de nosotros estaba allí cuando crucificaron a nuestro Señor ni cuando fue depositado en el sepulcro. Si
hubiéramos estado allí, no lo hubiéramos permitido, como decía Clodoveo. Por lo
menos, nos hubiéramos acercado a él todo lo posible, hubiéramos entrañado todos sus gestos y palabras, hubiéramos
asumido todos sus dolores,
hubiéramos llorado todas sus lágrimas y calmado su sed infinita, hubiéramos
recogido su sangre divina.
Si
hubiéramos estado allí, habríamos deseado que nos crucificaran con él,
para acercarnos más todavía y
compartir todos sus sufrimientos: dolor con Cristo dolorido, quebranto con Cristo quebrantado,
lágrimas y pena interna por todo lo que Cristo sufrió por mí. Si hubiéramos estado allí... Pero
si la verdad es que todos estuvimos allí, cuando lo crucificaron, cuando lo clavaron en el árbol. Todos
estábamos allí y con doble presencia. Estábamos allí, en primer lugar, con los
jueces, con los soldados, con la gente curiosa, con la muchedumbre que no hacia más que ver. Allí estábamos...
Allí estábamos todos dando fuerza al cobarde Pilato, para que acabara de firmar
la más injusta sentencia que se
haya jamás pronunciado; después le ofrecimos una jofaina, para que se lavara bien las manos.
Allí
estábamos todos, con los curiosos y los mediocres, con los que se dejaban
llevar, los que se limitaban a
comentar lo sucedido, los que criticaban, los que se lamentaban, los que compadecían. En el fondo, todos
cobardes y faltos de fe. El hecho más importante y dramático de la historia
sólo les roza superficialmente (¡exactamente como nos sucede a nosotros!).
Allí
estábamos todos, porque en ese momento se concentraba toda la historia, para
lo malo y para lo bueno. Allí se
concentraba todo el pecado del mundo, el pecado de todos los hombres de todos los tiempos; y no sólo
las grandes injusticias, los odios terribles, las violencias desatadas, las mentiras inconcebibles, sino también
los pequeños miedos, las ridículas equivocaciones, frecuentes engaños, las
fáciles seducciones, las inconscientes
omisiones, todos los pecados de debilidad e ignorancia: la cruz recoge
toda la inhumanidad humana. Es la expresión de toda ceguera, toda debilidad y toda maldad. Es el triunfo
de las tinieblas, lo irracional, lo
desnaturalizado, lo inmisericorde, lo inhumano en estado puro.
Estábamos
allí condenando al Justo Por lo
tanto, cada vez que cometemos una injusticia, estábamos allí condenando al Justo; cada vez que mordemos al hermano con la
critica o la calumnia, estábamos allí
sentenciando al Inocente; cada vez que despojamos al pobre con nuestro
egoísmo y nuestra insolidaridad,
estábamos allí repartiéndonos sus ropas; y cada vez que agredimos al indefenso con nuestra violencia o
nuestra prepotencia, estábamos allí torturando al Cordero; y cada vez que negamos al prójimo una ayuda,
estábamos allí como espectadores
fríos y lejanos; y cada vez que callamos por miedo y no actuamos
proféticamente, estábamos allí,
sin atrevernos a dar la cara, ni a salir en defensa del condenado ni a expresar siquiera nuestros
sentimientos. Cuando traicionamos, estábamos allí; cuando somos cobardes, estábamos allí; cuando
somos infieles, estábamos allí; cuando dudamos, estábamos allí; cuando mentimos, estábamos allí; siempre que
nos ciega y nos esclaviza la
pasión, estábamos allí.
En
la mente y en el corazón de Cristo
Hay una segunda manera de estar allí presente, esta vez cálida y
amorosamente. No me refiero a
cuando hacemos el bien a alguien, cuando vivimos en la fe y en el amor. Todos
estábamos allí, en la mente y en el corazón de Cristo. El nos conocía a todos, sufría
por todos, nos amaba y redimía a todos. Es verdad aquel pensee de Pascal: "Yo
derramaba tal y tal gota de sangre pensando en ti"[2]
y, antes, aquel entrañable momento de la vida de Jeremías: antes de que llegaras a la existencia, yo te elegí; antes de que te formaras en el vientre materno, yo
te redimí; antes de que nacieras,
yo te amé[3].
Estábamos
allí todos, en la mente de Cristo, que nos iba presentando al Padre en aquel momento de gracia.
Estábamos allí y también a nosotros dirigía sus palabras, por cada uno de nosotros
pedía perdón al Padre. Estábamos allí todos: nos veía en su madre. Nos veía en Juan, el amigo, el que mantuvo
la fe, el que acogió la madre. Nos veía en Magdalena y demás piadosas mujeres, las valientes y
generosas, las que dieron la cara, las
que mejor compadecieron, las que tanto amaron. Nos veía en Nicodemo y
José de Arimatea, en el Cireneo y la Verónica, los que le prestaron sus buenos servicios,
compartiendo su cruz, enjugando su rostro, quitándole los duros clavos y bajándole del madero,
lavándole, ungiéndole, envolviéndole en la sábana, colocándole en el sepulcro.
Estábamos
allí, siendo redimidos por él y mirándole con fe, como aquellos israelitas que
mirando la serpiente de bronce en el madero sanaban. Estábamos allí, recibiendo
el Espíritu que él entregaba al Padre y a nosotros.
En
realidad todos estuvimos clavados en
la cruz con Cristo, todos morimos con él, todos fuimos con él sepultados
y todos resucitaríamos con él. El
misterio pascual de Cristo es también el nuestro. ¡Cuantas consecuencias para nuestra vida, si
realmente lo entendiéramos y lo viviéramos así!
¿Estabas allí cuando Dios le resucitó de
entre los muertos?
¡Oh! A veces me hace temblar, temblar,
temblar.
¿Estabas allí cuando Dios le resucitó de
entre los muertos?».
A veces me hace temblar, temblar,
temblar:
Temblar por el dolor y el
arrepentimiento,
temblar por la indignación y la
compasión,
temblar por la emoción y la alegría,
temblar por el éxtasis y el
estremecimiento.
Hay
razones sobradas para sentir este asombroso temblor. Lo sentimos al saber que
podemos participar del misterio, que podemos sumergirnos en el océano de la
misericordia, al sentir la mirada llena de ternura y amor, al reconocer la victoria
del amor y de la gracia. Todo esto es como estar junto a la zarza ardiendo[4],
o dentro de la columna de nube[5].
Es, en fin, la fuerza del Espíritu de Dios reviviendo el misterio pascual, un
misterio que hoy, Viernes Santo de la Pasión del Señor, se renueva dentro de
cada uno de nosotros[6] ■
[1]
Himno popular americano.
[2]
Los Pensées (literalmente,
"pensamientos") fue una defensa de la religión cristiana escrita por
Blaise Pascal, el renombrado filósofo y matemático del siglo XVII. La
conversión religiosa de Pascal lo condujo a una vida de asceta, y los Pensées
fueron de varias maneras la obra de su vida. La "Apuesta de Pascal"
se encuentra contenida en los Pensées. Los Pensées son un nombre que se le dio
de manera póstuma a sus escritos y fragmentos, los cuales estaba preparando
para una Apología de la religión cristiana que nunca llegó a completar.
[3]
Cfr. Jer 1. 5.
[4] Cfr. Ex 3,
2-4.
[5] Id., 13,
21-22.
[6]
Caritas. La mano amiga de Dios. Cuaresma y Pascua. 1990, p. 119-124.
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