III Domingo de Pascua (B)

Ustedes son testigos de esto, dice Jesús a los discípulos reunidos aquella tarde en el cenáculo. Y Pedro, el primero de los apóstoles, cuando el pueblo se encuentra congregado a su alrededor en la explanada del Templo, sorprendidos porque él y Juan curaron a aquel hombre inválido que se sentaba allí pidiendo limosna, explica el por qué de aquella curación y les recuerda (¡nos recuerda!) quién es aquel Jesús en nombre del cual ellos liberan de su mal a aquel hombre. Pedro, recogiendo el encargo de Jesús, afirmando: y de ello nosotros somos testigos.

Nosotros somos testigos. Nosotros somos testigos del camino de Jesús, de su entrega, de su palabra capaz de renovar los corazones y levantar los espíritus abatidos, de su firmeza en combatir todo lo que daña al hombre, de su atención constante a los pobres, a los débiles, a los enfermos, de su llamada decidida a cambiar de manera de vivir y pensar, de su confianza en el Padre. Nosotros somos testigos de su fidelidad hasta la muerte, y somos testigos de la dureza de aquellos momentos. Lo escupieron y maltrataron, lo torturaron, prefirieron dejar libre a un asesino y matarle a él. Y lo clavaron en la cruz.

Nosotros somos testigos. De todo eso, nosotros somos testigos, dicen los apóstoles. Pero somos testigos, ahora, por encima de todo, de una experiencia que nos ha transformado y nos ha hecho revivir. Nosotros somos testigos de que Dios lo ha resucitado de entre los muertos. Nosotros somos testigos de que Jesús, el crucificado, vive ahora por siempre. Y vive aquí, con nosotros, en nosotros. Y nos ha dado su mismo Espíritu. Y nos ha empujado a andar su mismo camino, porque su camino es el camino de Dios.

Así empezaron los apóstoles a cumplir el encargo que Jesús les había hecho.

Al principio, todo consistió en darse a conocer, dar a conocer aquella llamada de vida nueva que ellos habían sentido y que no podían dejar de compartir. En Jerusalén, y en todo el mundo. Pero no únicamente se trató de hacer oír la llamada. Los apóstoles, los primeros discípulos, ofrecían algo más. Ofrecían añadirse al grupo que ellos formaban, entrar a formar parte de aquella comunidad de gente que quería vivir de verdad el seguimiento de Jesús y que mostraba, más con sus obras que con sus palabras, que Jesús realmente les había transformado, que valía la pena seguir su camino.

Y así fue extendiéndose el testimonio de Jesús. Con el empuje inicial de los primeros evangelizadores, y después, sobre todo, con el estímulo y el atractivo que tenían aquellas primeras comunidades, y la amistad que cada creyente tenia con sus familiares y amigos, a los que transmitía la fuerza y el gozo que para él significaba seguir el camino de Jesús, a pesar incluso de las persecuciones.

Nosotros, como los apóstoles, también somos testigos de la llamada que hemos recibido, de la Buena Nueva que nos ha transformado. Nosotros, como los apóstoles, también somos testigos de Jesús, de su palabra, de su manera de vivir, de su muerte por amor, de la certeza que Dios nos ha dado, con su resurrección, de que su camino es el camino que da vida.

¿Y cómo hemos de ser, nosotros, testigos de Jesús? Estamos en un mundo que ya ha oído muchas palabras, un mundo en el que el mismo anuncio de Jesús se da como algo ya sabido, como algo de poco interés, como algo que tiene muy poco que aportar: agua pasada. Nosotros mismos, cristianos, a veces resultamos muy aburridos

Por eso, en este momento, lo único que puede constituir una llamada interesante, fuerte, viva, al seguimiento de Jesucristo, es nuestro propio testimonio. Si nosotros estamos realmente convencidos de que Jesús es nuestra vida, si nosotros vivimos sin límites (así: sin límites) el amor a los demás y nos ponemos al servicio de los más necesitados sin miedo y sin preocuparnos por nuestros intereses, si nuestra comunidad de creyentes es una comunidad de gente que realmente se ama en la fidelidad al Evangelio y en la confianza en el Padre, entonces sí que cumpliremos de verdad el encargo de Jesús, y nuestra fe será realmente un testimonio. Si por el contrario nos quedamos en nuestra torre, aislados, o en nuestra salita de estar, monísima pero vacía, viviendo de teorías pero no de prácticas –la práctica del amor- entonces seremos cristianos de nombre, de polvo, de ése que se lleva el viento.

Que esta Eucaristía de Pascua nos haga sentir como nunca ese deseo de compartir y transmitir la fe y el amor que vivimos, de ser testigos. Ser testigos no significa ser inmaculados (eso solo la Santísima Virgen), ser testigos significa confianza y acción. Servicio y amor. Testimonio y fe. Que Ella, la reina de los apóstoles y Madre de la Iglesia, interceda por nosotros para que el Señor nos encienda  más y más en su amor[1]



[1] J. Lligadas, Misa Dominical 2001, n. 7.

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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