Ustedes son testigos de
esto, dice Jesús a los discípulos reunidos aquella tarde
en el cenáculo. Y Pedro, el primero de los apóstoles, cuando el pueblo se
encuentra congregado a su alrededor en la explanada del Templo, sorprendidos porque
él y Juan curaron a aquel hombre inválido que se sentaba allí pidiendo limosna,
explica el por qué de aquella curación y les recuerda (¡nos recuerda!) quién es
aquel Jesús en nombre del cual ellos liberan de su mal a aquel hombre. Pedro,
recogiendo el encargo de Jesús, afirmando: y
de ello nosotros somos testigos.
Nosotros somos testigos. Nosotros somos testigos del camino de Jesús, de su entrega, de su
palabra capaz de renovar los corazones y levantar los espíritus abatidos, de su
firmeza en combatir todo lo que daña al hombre, de su atención constante a los
pobres, a los débiles, a los enfermos, de su llamada decidida a cambiar de
manera de vivir y pensar, de su confianza en el Padre. Nosotros somos testigos
de su fidelidad hasta la muerte, y somos testigos de la dureza de aquellos
momentos. Lo escupieron y maltrataron, lo torturaron, prefirieron dejar libre a
un asesino y matarle a él. Y lo clavaron en la cruz.
Nosotros somos testigos. De todo eso, nosotros somos testigos, dicen los
apóstoles. Pero somos testigos, ahora, por encima de todo, de una experiencia
que nos ha transformado y nos ha hecho revivir. Nosotros somos testigos de que
Dios lo ha resucitado de entre los muertos. Nosotros somos testigos de que Jesús,
el crucificado, vive ahora por siempre. Y vive aquí, con nosotros, en nosotros.
Y nos ha dado su mismo Espíritu. Y nos ha empujado a andar su mismo camino,
porque su camino es el camino de Dios.
Así empezaron los apóstoles a cumplir el encargo que Jesús les había
hecho.
Al principio, todo consistió en darse a conocer, dar a conocer aquella
llamada de vida nueva que ellos habían sentido y que no podían dejar de
compartir. En Jerusalén, y en todo el mundo. Pero no únicamente se trató de
hacer oír la llamada. Los apóstoles, los primeros discípulos, ofrecían algo más.
Ofrecían añadirse al grupo que ellos formaban, entrar a formar parte de aquella
comunidad de gente que quería vivir de verdad el seguimiento de Jesús y que
mostraba, más con sus obras que con sus palabras, que Jesús realmente les había
transformado, que valía la pena seguir su camino.
Y así fue extendiéndose el testimonio de Jesús. Con el empuje inicial de
los primeros evangelizadores, y después, sobre todo, con el estímulo y el
atractivo que tenían aquellas primeras comunidades, y la amistad que cada creyente
tenia con sus familiares y amigos, a los que transmitía la fuerza y el gozo que
para él significaba seguir el camino de Jesús, a pesar incluso de las
persecuciones.
Nosotros, como los apóstoles, también somos testigos de la llamada que
hemos recibido, de la Buena Nueva que nos ha transformado. Nosotros, como los
apóstoles, también somos testigos de Jesús, de su palabra, de su manera de
vivir, de su muerte por amor, de la certeza que Dios nos ha dado, con su
resurrección, de que su camino es el camino que da vida.
¿Y cómo hemos de ser, nosotros, testigos de Jesús? Estamos en un mundo
que ya ha oído muchas palabras, un mundo en el que el mismo anuncio de Jesús se
da como algo ya sabido, como algo de poco interés, como algo que tiene muy poco
que aportar: agua pasada. Nosotros mismos, cristianos, a veces resultamos muy
aburridos
Por eso, en este momento, lo único que puede constituir una llamada
interesante, fuerte, viva, al seguimiento de Jesucristo, es nuestro propio testimonio. Si nosotros estamos realmente convencidos
de que Jesús es nuestra vida, si nosotros vivimos sin límites (así: sin límites)
el amor a los demás y nos ponemos al servicio de los más necesitados sin miedo
y sin preocuparnos por nuestros intereses, si nuestra comunidad de creyentes es
una comunidad de gente que realmente se ama en la fidelidad al Evangelio y en
la confianza en el Padre, entonces sí que cumpliremos de verdad el encargo de
Jesús, y nuestra fe será realmente un testimonio. Si por el contrario nos
quedamos en nuestra torre, aislados, o en nuestra salita de estar, monísima
pero vacía, viviendo de teorías pero no de prácticas –la práctica del amor-
entonces seremos cristianos de nombre, de polvo, de ése que se lleva el viento.
Que esta Eucaristía de Pascua nos haga sentir como nunca ese deseo de
compartir y transmitir la fe y el amor que vivimos, de ser testigos. Ser
testigos no significa ser inmaculados (eso solo la Santísima Virgen), ser
testigos significa confianza y acción. Servicio y amor.
Testimonio y fe. Que Ella, la reina de los apóstoles
y Madre de la Iglesia, interceda por nosotros para que el Señor nos
encienda más y más en su amor[1]
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