La cruz y la muerte
habían llenado de tristeza, desánimo y sobre todo de miedo los corazones de los
discípulos. Estaban allí, paralizados por el temor, con las puertas cerradas, bloqueando
sus ilusiones. Que el sepulcro estuviera resolvía nada, a pesar de que Juan vio y creyó. Lo que realmente iba a
transformar la vida de los discípulos es eso que tan fácilmente nos pasa
desapercibido: la experiencia pascual, es decir, sentirse resucitados con la fuerza del Resucitado.
Y
el Señor llega deseándoles la paz. Nada mejor podían recibir aquellos corazones
atribulados y con un profundo complejo de culpa. Pero Jesús no viene Jesús a
echarles en cara su traición. Viene a hablarles –a hablarnos- del perdón de los
pecados y del Espíritu Consolador: Como
el Padre me envió, así os envío yo: Recibid mi propio Espíritu y salid al mundo
a hacer presente el perdón de los pecados[1].
El
evangelio de este domingo, llamado de la misericordia, nos cuenta dos
apariciones de Jesús, y la primera tiene todo el perfume de la celebración de
un sacramento: el domingo, al atardecer, los discípulos perdonados y llenos del
Espíritu Santo, que son enviados a llevar a los hombres el amor y el perdón de
que han sido testigos.
Tres
años de intimidad habían tenido con el Señor: palabras escuchadas y comentadas;
signos y prodigios vistos con todo detalle… Todo pudo haberse quedado en la experiencia
de haber conocido de cerca un gran Maestro y Profeta suscitador de esperanzas,
que había acabado –como acaba todo- con la muerte, pero ¡pero! La experiencia
pascual, contra lo que no caben argumentos, los hace cristianos, los hace testigos
de la Resurrección, que proclaman que Jesús de Nazaret es el Cristo Señor. Y
tan lo proclaman que todos dan su vida por Él.
Aquellos
hombres que reciben la visita y presencia del Señor aquella tarde eran como tú
y como yo: cristianos de nombre, zarandeados por todo viento de doctrina,
víctimas de la decepción y la duda, y lo que los confirma es la celebración
festiva del perdón de los pecados y del poder del Espíritu creador de unidad. Hoy,
veinte siglos después, podemos hacer lo mismo. Hermano mío, hermana mía: no es
preciso, para confirmar la fe, tocar físicamente a Jesús. Él ha dejado, al
alcance y servicio de todas las generaciones, la experiencia pascual y el
testimonio –sangriento y elocuente- de millones de personas, si esto no te
mueve a pensar y replantearnos las cosas ¡entonces qué!
Tomás,
uno de los doce, no estaba con sus hermanos comulgando con su miedo y su
decepción. Se había ido a hacer la guerra por su cuenta. Pero ¿qué podría
llevar Tomás al mundo sin ser testigo de la Resurrección? ¿Qué podemos llevar
los cristianos de hoy si no tenemos esta experiencia del perdón y la ternura
del Señor?
Hoy
podemos vivir con alegría la experiencia pascual. Si nos quedamos solamente con
si el sacerdote predica bien o mal, si corremos a San Rapidito para corretear (sic) la Eucaristía, si acudimos a la
liturgia llenos de prejuicios y de trabas ¡nos marcharemos sin haber sentido
esa maravillosa experiencia pascual!
Vamos
a detenernos un momento y a pensarlo bien: los sacramentos que el Señor dejó
–hoy nos detenemos particularmente en el sacramento de la Confesión- celebrados con alegría como
acontecimiento salvador ponen al alcance de la mano el poder exclamar hoy como
ayer lo hizo Tomás: Señor mío y Dios mío[2],
es decir, un acto de fe –sencillo pero muy profundo- el la vida y el poder de
Jesucristo, ¿nos atrevemos a experimentarlo? ■
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