Hay algo alarmante en
nuestra sociedad que nunca denunciaremos lo suficiente: Vivimos en una
civilización que tiene como eje de pensamiento y criterio de actuación convicción
de que lo importante y decisivo no es lo que uno es sino lo que tiene. Decía Delibes
que el dinero es «el símbolo e ídolo de nuestra civilización», ¡cuántos
sacrificios hacemos por tener un poco más de billetes en el bolsillo! J.
Galbraith, el gran teórico del capitalismo moderno, describe así el poder del
dinero: «El dinero trae consigo tres ventajas fundamentales: primero, el goce
del poder que presta al hombre; segundo, la posesión real de todas las cosas
que pueden comprarse con dinero; tercero, el prestigio o respeto de que goza el
rico gracias a su riqueza»[1].
Esta
es una de las heridas por las que más sangra nuestra civilización. Nos hemos
vuelto materialistas y, a pesar de las grandes proclamas sobre la libertad, la
justicia o la solidaridad, creemos mucho en el poder del dinero. Con él –con el
dinero- se puede montar una casa agradable, pero no crear un hogar cálido. Con
dinero se puede comprar una cama cómoda, pero no un sueño tranquilo. Con dinero
se puede adquirir nuevas relaciones pero no despertar una verdadera amistad.
Con dinero se puede comprar placer pero no felicidad.
Los
creyentes hemos de recordar algo más. El dinero abre todas las puertas, pero
nunca abre la puerta de nuestro corazón a Dios.
A
los cristianos nos parece, digámoslo así, un poco violenta a la imagen de Jesús
fustigando (esa es la palabra) a los vendedores del templo. Y, sin embargo, ésa
es la reacción de Jesús al encontrarse con hombres que, incluso en el templo,
no saben buscar otra cosa sino su propio negocio.
Hermano
mío, hermana mía: el templo –la parroquia, el grupo de apostolado, etc.- deja
de ser lugar de encuentro con el Padre cuando nuestra vida es un mercado donde
sólo se rinde culto al dinero o a la fama, o al prestigio o a los intereses personales y se deja de lado el servicio a los demás. Y no puede haber una
relación filial con Dios Padre cuando nuestras relaciones con los demás están
mediatizadas sólo por intereses o peor aún, por el dinero. Resulta Imposible
entender algo del amor, la ternura y la acogida de Dios a los hombres cuando
uno vive comprando o vendiéndolo todo, movido únicamente por el deseo de «negociar»
su propio bienestar[2].
Andamos
distraídos, descentrados y quizá estamos dejando que la Iglesia se vaya
convirtiendo en una agencia de servicios religiosos. Tengo para mí que algo no
va bien en nuestra Iglesia si las personas más solas y maltratadas no se
sienten escuchadas y acogidas por los que decimos seguir a Jesús. ¿Cómo vamos
a introducir en el mundo su evangelio sin «sentarnos» a escuchar el
sufrimiento, la desesperanza y la soledad de tantos y tantas?
Algo
no va bien en nuestra Iglesia si la gente nos ve casi siempre a los
eclesiásticos como representantes de la ley y la moral, y no como profetas de
la misericordia de Dios. ¿Cómo van a «adivinar» en nosotros a aquel Jesús que
atraía a las personas hacia la voluntad del Padre revelándoles su amor
compasivo?
Algo
no va bien en nuestra Iglesia cuando la gente, perdida en una oscura crisis de
fe, pregunta por Dios, y nosotros le hablamos del control de natalidad, el
divorcio, los preservativos o las relaciones prematrimoniales. ¿De qué
hablaría hoy aquel que dialogaba con la samaritana tratando de mostrarle el
mejor camino para saciar su sed de felicidad?
Algo
va mal en nuestra Iglesia si la gente no se siente querida por quienes somos
sus miembros. Lo decía san Agustín: «Si quieres conocer a una persona, no
preguntes por lo que piensa, pregunta por lo que ama». Oímos hablar mucho de lo que piensa la
Iglesia, pero los que sufren se preguntan qué ama la Iglesia, a quiénes ama y
cómo los ama. ¿Qué les podemos responder desde nuestras comunidades
cristianas?[3]
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