Porque eres tú el
Esposo sin pecado,
tú solo puedes hasta
mí acercarte,
posar en mi tu mano
sanadora,
mirarme con dulzura y
abrazarme.
Y así has venido, Cristo Nazareno,
uniendo cielo y
tierra en este instante:
mi corazón es puro en
tu pureza,
mis ojos luz, mirando
tu semblante.
Qué dulce es el
perdón que me regalas,
sin cuentas, sin
reproche, sin rescate:
la luz de tu mirada
toca el alma,
y todo lo hace nuevo,
dulce y suave.
Moriste en cruz; ya
nadie nos acusa,
que todos mis pecados
tú pagaste,
y el loco amor de
Dios, de Dios mendigo,
amando hasta la
muerte nos mostraste.
Esposo de la Iglesia
perdonada,
ya bella y sin arruga
por tu sangre;
Esposo, intimidad,
que te derramas,
y solo, amor, me
pides que te ame.
En esta Comunión, que
es tu alianza,
mi corazón, cual puede,
a ti se abre;
a ti suplico, Dios de
toda gracia,
que nunca ya, Jesús,
de ti me aparte.
Estrecha tus amores
fuertemente
en esta vida mía, en
mi combate;
traspásame de ti, de
tu ternura,
y habítame, mi Dios,
divina carne.
¡A Dios sea la gloria
eternamente,
porque es perdón y
gozo interminable,
oh Dios del
Evangelio, el trino y santo:
a ti todo el amor, oh
Dios amable! Amén ■
P. Rufino María
Grández, ofmcap.
Tres Ojitos
(Chihuahua), 24 marzo 2007.
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