El evangelio de este
domingo presenta un cuadro dramático y terrible: Fuera de la ciudad sagrada,
junto al camino, a la vista de la mucha gente que pasaba por allí, cuelga de
una cruz el mismo que pocos días antes había sido recibido y aclamado triunfalmente
por el pueblo como el Rey y Mesías. El letrero en lo alto de la cruz explica la
causa de la condena: El rey de los judíos[1].
Todos
se ríen de él, ridiculizando las palabras que había pronunciado cuando
predicaba: los que pasaban por ahí, la gente del pueblo que quizá lo había
aclamado el domingo de Ramos y que ya había perdido toda esperanza en él; los
sumos sacerdotes que habían vuelto a engañar al pueblo para que rechazara a
Jesús y que ahora celebraban lo que creían que era su triunfo, y hasta los que
estaban crucificados con él. Todos de acuerdo en que ése no es modo de salvar
al mundo: si el salvador no es capaz de salvarse a sí mismo..., ¿a quién podrá
salvar? Todos de acuerdo en que si Dios estuviera con él la suerte de aquel
condenado no sería la que estaban viendo. Si aquel hombre fuera de verdad el
Hijo de Dios, ¿qué clase de Padre sería ese Dios? Y, al final, parece que hasta
el mismo condenado les da la razón: ¡Eloi,
eloi, lema sabaktani", que significa Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?[2]
La
liturgia de este domingo nos pone delante a un Dios sin poder. Justo esto es lo
que se ve en el crucificado. Creo en un
solo Dios, Padre todopoderoso, decimos domingo tras domingo al profesar la
fe, pero ¿en qué consiste su poder? Ciertamente, el poder de Dios no es como el
de los poderosos de la tierra. El Padre no cambia el curso de los
acontecimientos que los hombres, en el uso de su libertad, han decidido; no
fuerza nuestra libertad. Dios es amor, dice San Juan[3].
Y ése, el amor, es su poder. Y de ese poder sí que está lleno el crucificado. Los
hombres y mujeres que veían aquello no fueron capaces de descubrirlo, y quizá
también a nosotros nos resulta difícil creer que el amor puede transformar el
mundo. Sin embargo, conocemos por experiencia la fuerza del amor: si se apodera
de nosotros nos cambia la vida.
Como
Jesús, hay que poner en juego la vida. El Señor tuvo que afrontar la muerte
solo, como un simple hombre. La confianza que él tenía en Dios no alivió ni el
dolor de verse rechazado por su pueblo ni la angustia, tan humana, de
enfrentarse a la muerte. Pero así manifestó el poder del amor de Dios[4].
Sólo un forastero, un –pagano, por cierto- supo verlo y expresarlo: verdaderamente este hombre era Hijo de Dios[5].
Cuenta
la historia –y cada quién es libre de creerlo o no, o incluso de arquear la
ceja, dudoso- que Clodoveo, cuando escuchó por primera vez el relato de
la pasión lloraba a gritos mientras se la leía, y echándose mano a la
espada, decía: "¡Ah! si
hubiese estado yo allí con mis francos"[6].
Lo estremecedor en realidad es que en la
pasión de Cristo estábamos todos, seguimos estando todos. La Pasión no
es historia, es verdad de cada
día. Y sin acudir a sentimentalismos, podemos vernos cada uno de nosotros: o traicionando, negando o
ayudando a llevar la cruz; o abofeteando o limpiando el rostro de Jesús; o jugando distraídos a los
dados o reconociendo a Jesús como
Salvador ■
[1]
Cfr. Jn 19, 19.
[2]
Mc 15, 34.
[3]
1 Juan 4:7-21
[4]
R. García Avilés, Llamados a ser libres.
Ciclo B. Edic. El Almendro, Madrid 1990, p. 76 ss.
[5]
Cfr. Mc 15, 39.
[6]
Clodoveo I (en francés Clovis) fue el rey de todos los francos del año 481 al
511. Clodoveo recibió el bautizo con unos 3000 guerreros de las manos de San
Remigio, en Reims, el 25 de diciembre del 496. Este bautizo se convirtió en un
evento significativo en la historia de Francia, casi todos los reyes franceses
fueron a partir de entonces consagrados en la catedral de Reims, hasta 1825,
fecha en la cual el rey Carlos X de Francia accedió al trono.
No hay comentarios:
Publicar un comentario