En la época del Señor, y como
herencia de la Ley y de prácticamente todo el Antiguo Testamento, el leproso debía
estar lejos de la comunidad, no sólo por motivos higiénicos, sino también, en
términos religiosos, en realidad era considerado "herido por Dios", y
por tanto acercarse a él, tocarlo, significaba contraer impureza, tanto como si
se hubiera tocado un cadáver. Son significativas –y dolorosas- las
prescripciones del libro del Levítico: El
afectado por la lepra llevará los vestidos rasgados y desgreñada la cabeza, se
cubrirá hasta el bigote e irá gritando: ‘¡Impuro, impuro!’ Todo el tiempo que
dure la llaga, quedará impuro. Es impuro y habitará solo; fuera del campamento
tendrá su morada[1].
Hoy,
en el Evangelio, vemos al Señor que se acerca a un leproso que, en lugar de
mantener la debida distancia como le ordenaba la ley, se pone delante, de
rodillas, y en vez de gritar “¡impuro, impuro!”, le suplica: “Si quieres,
puedes limpiarme”. El Señor, “Compadecido de él...”, lo sana. Algunos códices
antiguos usan un verbo muy distinto: airado, y es probable que sea el término
original, precisamente porque es el más difícil de entender. Algunos copistas,
que tropezaban con un Cristo "airado" y no logrando conciliar la ira
con la postura de misericordia expresada en el milagro, tuvieron la feliz idea
de corregirlo y cambiarlo por "compadecido", sin embargo, la
irritación, el enojo no están fuera de lugar: el Señor se encuentra ante algo
escandaloso, que no está en el plan de Dios, que busca la salvación y desea la
felicidad de todos los hombres. El Señor se encuentra, en aquel y en otros
muchos enfermos, con una parte de la creación presa de la corrupción y del mal,
devastada por el pecado. Es lo contrario de lo "bello", de lo "bueno"
salido de las manos del Creador. Y empieza a curar, a sanar a aquellos que se
acercan. Sea como fuere –airado o compadecido, es igual; quizá las dos cosas a
la vez- Jesús toca lo intocable, se acerca a lo despreciable, y lo mira con
ternura y amor. Esta vez no es ya sólo la palabra. Tenemos también el gesto.
Algo que recuerda el sacramento. Tocar, además de dar la curación, expresa el
contacto humano restablecido con quien debía ser echado fuera. O como dice
Radermaker: «En vez de ser contaminado por él, le comunica su propia santidad»[2].
Al instante, le desapareció la lepra,
termina diciendo el evangelio.
Al
escribir esto pienso en tantos leprosos en nuestra sociedad, y me gustaría
invitarlos que voltearan a ver al Señor: los despreciados, a los marginados, a
los que sienten la vergüenza de su cuerpo, de su corazón, de su vida. Los que
han vivido, por ejemplo, el drama del divorcio y se encuentran, a veces, con
una Iglesia rígida y lejana que los mira con desconfianza. Y también me dirijo
a mí mismo. ¿Acaso estoy yo tan sano? Muchos de mis encuentros con Jesús han
sido inútiles porque nada me impulsaba a suplicarle: Si quieres, puedes curarme. Y para decir esto es necesario sentir
la lepra, es decir, este doble despertar de nuestra vergüenza y de nuestra fe
es la mejor preparación para un encuentro. Como cuando al comienzo de la
Eucaristía decimos: "Para celebrar dignamente éstos sagrados misterios, reconozcamos
nuestros pecados".
La
invitación de este domingo –el sexto del tiempo ordinario, el ultimo antes del
comienzo de la Cuaresma- es a prepararnos para nuestros encuentros con Jesús, reconociendo
que somos leprosos y que necesitamos su cercanía, su amor y su misericordia ■
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