Dios se hizo hombre en Cristo.
Al convertirse en lo que yo soy, Él me unió a sí mismo e hizo de mí su
epifanía, de manera que ahora se supone que yo lo revelo a Él. Mi existencia misma como hombre depende
de esto: que en virtud de mi libertad yo obedezca su luz, permitiéndole así
revelarse a sí mismo en mí. Y el primero en ver esta revelación es mi propio
yo. Yo soy su misión a mí mismo y, a través de mí, a todos los hombres. ¿Cómo
podré yo verlo o recibirlo si desprecio o temo lo que soy: un hombre? ¿Cómo
puedo yo amar lo que soy, un hombre, si odio al hombre en los demás? El simple
hecho de mi humanidad debería ser una fuente inagotable de gozo y placer. Al
alegrarme por aquello que mi Creador ha hecho de mí, estoy abriendo mi corazón
a la salvación que me ofrece mi Redentor. El gozo de ser hombre es tan puro que
quienes tienen una comprensión cristiana débil pueden incluso llegar a
confundirlo con el gozo de ser algo distinto del hombre, por ejemplo, un ángel
o algo por el estilo. Pero Dios no se hizo ángel, se hizo hombre ■ T. Merton,
Diarios.
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