Los cuatro evangelistas narran
el bautismo del Señor pero solo san Mateo nos cuenta el amistoso forcejeo entre bautizador y bautizado.
Jesús que está decidido a cumplir en todo su rigor cada paso, y el Bautista está
a punto de negarse por completo. El texto de San Marcos que escuchamos este
domingo (estamos en el ciclo B) insiste en la humilde lucidez del Bautista ante
el Mesías, pero la realidad es que ambos adoptan una postura de humildad que es
la lección del día de hoy. Distinta humildad en cada caso: Jesús quiere dejar
clara su misión de cargar sobre sí el pecado del mundo, de hacerse uno más
entre los pecadores. Juan se muestra inferior a Jesús, manifiesta su condición
de mero precursor. Humildad por humildad, lucidez por lucidez. La salvación
viene de Arriba pero sus administradores terrestres –Juan y Jesús- evitan aparecer
luminosos e impositivos, ¡Ay cuánto tenemos qué aprenderles al Señor y a su
precursor, cuánto!
El
bautismo de Jesús es un acontecimiento tan desconcertante como su nacimiento,
su pertenencia a una familia modesta y su vida esforzada y, digámoslo, vulgar, apenas rota por algunos milagros,
y su muerte violenta. Todo forma parte de la opción humana escogida por el Hijo
de Dios. Vino a salvar a la humanidad desde la misma humanidad. La salvación
viene de Arriba pero ¡ay! Él quiso hacerla abajo, con todas las consecuencias,
excepto el pecado[1]. Esto
justamente es la Encarnación del Hijo de Dios[2].
Y
este modo de administrar la salvación resulta sorprendente todavía hoy. Muchos cristianos
seguimos sin entenderla y, desde luego, sin practicarla. Si el Salvador divino
se hizo hombre para ponerla en práctica, muchos pseudosalvadores humanos
parecen querer hacerse dioses para continuarla. Y claro, viene el fracaso,
rápido y contundente.
Así
es la economía de Dios. A veces llena de silencio. Pero el silencio de Dios no
es sino la prolongación del misterio de la Encarnación. Dios está donde estuvo:
en la oscuridad del bautismo compartido, del pecado echado sobre sus espaldas
como si de un pecador más se tratara. ¿Quién entendió la vida oscura de Jesús?
Sabemos que ni sus discípulos[3].
Juan Bautista se negaba cuando se le acercó Jesús para ser bautizado. Hubo de
inclinarse ante la cariñosa pero firme voluntad del Señor que, en realidad, era
el único y gran Bautizador. Probablemente no entendió nada…
Hay
que decir que la actitud de Jesús es un duro misterio, sobre todo para quienes suelen
actuar exactamente al revés de como Jesús hace. Quieren salvar desde arriba,
autorizándose primero ellos para facilitar las cosas. Se presentan con gran
autoridad, con mucha seguridad y dominio. Obsesionados por repetir de memoria
las enseñanzas teóricas de Jesús, palabra por palabra, parece que olvidamos la
práctica vital de Jesús, suspiro a suspiro. Su presencia, su compañía, su modo
de hacer, su afán humano… En menos palabras: cuando se repiten las palabras de
Jesús sin tener también su estilo de vida, se corre el peligro de parecer un
actor, un ventrílocuo –como don Neto y Titino- o un disco rayado[4].
El
Bautismo del Señor que hoy celebramos es la fiesta del silencio de Dios. Es la
fiesta del misterio, la humildad y la esperanza. Una esperanza que viene de
Arriba pero que convive alegremente con nuestras miserias y limitaciones ¡un
Dios más cercano y más maravilloso no podríamos haber encontrado!
Nada
nos dice el evangelio sobre María, ¿estaba la Virgen ahí presente, contemplando
la escena desde algún sitio discreto? Nada sabemos, pero como donde está María
está Jesús, a ella hoy le pedimos que nos ayude a adentrarnos en el misterio
del Bautismo del Señor y que lo contemplemos en silencio y con provecho ■
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