A espaldas de Jesús los fariseos llegan a un acuerdo para prepararle una trampa
decisiva. Esto es lo que narra el evangelio éste domingo. No vienen ellos
mismos a encontrarse con él. Le envían a unos discípulos acompañados por unos partidarios
de Herodes Antipas. Tal vez, no faltan entre estos algunos poderosos
recaudadores de los tributos para Roma. Y la trampa está bien pensada: ¿Es lícito pagar impuestos al César o no?, preguntan.
Si el Señor responde negativamente, le podrán acusar de rebelión contra Roma,
pero si hace legítimo el pago de tributos quedará desprestigiado ante aquellos
que viven oprimidos por los impuestos, y a los que él ama y defiende con todas
sus fuerzas.
La respuesta de Jesús ha sido resumida de manera lapidaria
a lo largo de los siglos: Al César lo que
es del César y a Dios lo que es de Dios. Pocas palabras de Jesús habrán
sido citadas tanto como éstas. Y ninguna más distorsionada y manipulada desde
intereses muy ajenos a Jesús, que verdaderamente defendía a los más desposeídos.
El Señor no está pensando en Dios y en el César de Roma
como dos poderes que pueden exigir cada uno de ellos, en su propio campo, sus
derechos a sus súbditos. Como todo judío fiel, Jesús sabe que a Dios le pertenece la tierra y todo lo que
contiene, el orbe y todos sus habitantes[1].
¿Qué puede ser del César que no sea de Dios? Acaso los súbditos del emperador,
¿no son hijos e hijas, antes, de Dios?
El Señor no se detiene en las diferentes posiciones que
enfrentan en aquella sociedad a herodianos, saduceos o fariseos sobre los
tributos a Roma y su significado: si llevan “la moneda del impuesto” en sus
bolsas, que cumplan sus obligaciones. Pero él no vive al servicio del Imperio
de Roma, sino abriendo caminos al reino de Dios y su justicia. Por eso, les
recuerda algo que nadie le ha preguntado: “Dad a Dios lo que es de Dios”. Es
decir, no den a ningún César lo que solo es de Dios: la vida de sus hijos e
hijas. Como ha repetido tantas veces a sus seguidores, los pequeños son sus
predilectos, el reino de Dios les pertenece. Nadie ha de abusar de ellos.
En menos palabras: no debemos sacrificar la vida, la
dignidad o la felicidad de las personas a ningún poder. Y, sin duda, ningún
poder sacrifica hoy más vidas y causa más sufrimiento, hambre y destrucción que
esa “dictadura de una economía sin rostro y sin un objetivo verdaderamente
humano” que, según papa Francisco, han logrado imponer los poderosos de la
Tierra[2].
No podemos permanecer pasivos e indiferentes acallando la voz de nuestra
conciencia en la práctica religiosa[3] ■
[1] Sal
24.
[2] El
texto completo en la exhortación apostólica Evangelii
Gaudium dice así: «Creamos nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro
de oro (ver Éxodo 32,1-35) encontró una nueva y cruel versión en el fetichismo
del dinero y en la dictadura de una economía sin rostro y sin un objetivo
verdaderamente humano. La crisis mundial, que envuelve las finanzas y la
economía, pone al descubierto sus propios desequilibrios y, sobre todo, la
grave carencia de una orientación antropológica que reduce al ser humano a
apenas una de sus necesidades, el consumo». (55)
[3] J.
A. Pagola, Los pobres son de Dios en http://blogs.periodistadigital.com
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