XXII Domingo del Tiempo Ordinario (A)

Para ninguno es fácil ser cristiano. Nunca lo ha sido, pero ahora, tal vez, menos. Nos gustaría un cristianismo cómodo, consolador, compaginable con lo que practica y aconseja sociedad de hoy. La liturgia de la Palabra de hoy habla de cruz y renuncia.

En la primera lectura escuchamos a Jeremías. La misión que Dios le encomendaba resultó muy difícil. Era muy joven –unos 19 años, quizá- cuando fue llamado a ser profeta, portavoz de Dios, lo cual le valió la enemistad, la burla, la persecución. Por tanto no es extraño que le asaltase la duda: ¿no será que Dios le ha "seducido", o sea, que le ha engañado y luego abandonado? ¿No será mejor que se niegue a seguir hablando en nombre de Dios? En él triunfó la obediencia: no podía negarse a lo que le pedía Dios. Seguirá dando testimonio, seguirá siendo su profeta, aunque nadie le hiciera caso.

Lo mismo sucede con Jesús. También a él le asaltará la duda y el cansancio. Él sabe que camina hacia la muerte.

La reacción de Pedro es, en cierto modo, explicable. De su amor a Cristo no se puede dudar. El domingo pasado escuchábamos la profesión de fe que hace a nombre propio y como portavoz del grupo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios[1]. Pero todavía no había entendido que el camino de Cristo es camino de renuncia y sacrificio, antes de ser de salvación y de gloria. A Pedro, como a nosotros, le gustaban los aspectos amables del seguimiento de Jesús. Pero el sacrificio, no. Le gustaba el monte Tabor, el de la transfiguración. Pero no el monte del Gólgota, el de la cruz. Algo parecido nos sucede. La historia de Jeremías y de Jesús es la historia de tantos y tantos cristianos que, a lo largo de los siglos, han experimentado la dificultad de vivir su fe en medio de una sociedad indiferente o incluso hostil. La historia de un cristiano de hoy, que quiere vivir su cristianismo con coherencia.

Vamos a ser honestos: ser cristiano se va convirtiendo cada vez más en una opción explícita por Cristo y por su estilo de vida, por su mentalidad y criterios de actuación. Pero supone que se acepta a la vez el riesgo y la dificultad, porque la escala de valores de Cristo no coincide con la de ese mundo.

Sigue habiendo cristianos perseguidos por su fe, por querer practicarla en medio de sociedades paganas u hostiles, pero también perseguidos porque denuncian injusticias y situaciones que no se pueden compaginar con el evangelio. Hay cristianos que tienen que librar en sus vidas la diaria opción entre los criterios de este mundo –el placer, el dinero, el poder- y los criterios de Cristo: entrega a los demás renuncia a lo no ético, apertura hacia lo espiritual. Cada uno sabemos bien qué significa ese “tomar su cruz y seguirle”, o a qué cosas debemos renunciar para poder llamarnos cristianos en el más verdadero sentido del término.

No se trata de buscar el sufrimiento por el sufrimiento con cilicios y disciplinas, sino de aceptar el seguimiento de Cristo con coherencia. San Pablo lo explica a los cristianos de Roma, en la segunda lectura: no se ajusten a este mundo, sino que sepan discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto[2]. Ese es el mejor culto a Dios. Este discernimiento cuesta, y conduce a decisiones que pueden resultar difíciles. Porque lo cómodo es acomodarse al mundo.

Jeremías también pensó en abandonar el encargo profético, pero la Palabra de Dios le ardía dentro y escogió el camino difícil. A Jesús sin duda le hubiera gustado más que el cáliz hubiera pasado de largo, pero eligió el camino difícil: No se haga mi voluntad, sino la tuya[3]. A Pedro, que al principio pensaba como los hombres y no como Dios[4], también le vendrá el tiempo en que, madurado en su fe cristiana, dé valiente testimonio de su fe en Cristo ante el pueblo, ante las autoridades y, finalmente, ante Nerón en Roma, en su martirio.

También a nosotros el mundo de hoy nos ofrece caminos mucho más fáciles, pero Cristo nos dice que si queremos seguirle tenemos que tomar la cruz. No podemos hacer una selección de lo que nos gusta y se acomoda, a lo que cuesta y escuece. La Eucaristía que celebramos domingo a domingo nos da la fuerza para poder seguir por ese camino, exigente pero coherente. Comulgar con Cristo, en la eucaristía, es comulgar también con él a lo largo de la jornada y de la semana. Con todas las consecuencias, aunque a veces eso suponga dificultad y renuncia. Pero, a la larga, es lo que nos dará la más profunda alegría y felicidad[5]



[1] Cfr. Mt 16, 18.
[2] Cfr. Rom, 12, 2.
[3] Cfr. Lc 22. 42.
[4] Cfr. Mt 16, 23.
[5] Cfr. Misa Dominical 1999, 11.

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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