Entonces una mujer cananea,
saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarles: Ten compasión de mí,
Señor, Hijo de David. También nosotros empezamos
la celebración de la Eucaristía casi con el mismo grito ¡Señor, ten piedad! A la
cananea el grito le salía del alma, y no sé si sucede lo mismo con nosotros
pues la rutina es capaz de vaciar de sentido todo, incluso lo más sagrado.
Aquel grito era la gran plegaria de una madre que siente como propio –porque
lo es- el dolor de su hija…
Hoy podríamos preguntarnos si nuestro grito, tan parecido
al suyo por lo menos externamente, intenta expresar toda la realidad de nuestra
vida, una vida marcada y ensanchada por todas las otras vidas, empezando por
las más próximas, las de aquellos que conocemos y amamos. Sólo así la Eucaristía
adquiere pleno sentido. Sólo así puede llegar a ser un verdadero intercambio
entre la gran riqueza del Señor y
nuestra gran pobreza ¡Señor ten
piedad! Una fórmula que arranca
del Antiguo Testamento, atraviesa todo el Nuevo y llena la liturgia de las
iglesias cristianas, ¡Ojalá fuera siempre una expresión llena de sentido, una
auténtica plegaria!..
El domingo pasado escuchamos en el evangelio cómo la fe
de Pedro flaquea, se asusta ante la fuerza del viento, siente miedo y comienza
a hundirse ¡hombre de poca fe! le
dice el Señor. Este domingo es una mujer pagana la que tenemos delante, con una
fe fuerte, firme y humilde. Muy humilde. Ni siquiera un reproche –que raya en
el insulto- pone a prueba su fe y su sencillez, virtudes que terminan por ¡ay!
arrancar un piropo al Señor: Mujer ¡qué
grande es tu fe! Quedando curada su hija en aquel momento…
Cuando el
evangelista escribe este texto, quizá la comunidad cristiana vive en
tensión y por eso le recuerda la importancia de la universalidad de la fe. El
testimonio de aquella mujer es una invitación a abrirnos a todos; a superar las fronteras de la sinagoga, de la
capillita y de los prejuicios, a dejar de lado tonterías y separatismos, a no
ir por la vida con complejo de “aristócratas del amor y la santidad”.
Y es que todos somos cananeos, porque somos un poco
extranjeros. Y también porque todos,
como esa mujer llevamos dentro algo que nos preocupa. Algo de qué hablar con Jesús. Hagamos, pues, de cada
Eucaristía una verdadera vivencia de fe, empezándola con ese ¡Señor ten piedad! que tan bien puede
preparar nuestros corazones. Celebrémosla gozosos y agradecidos, porque no
estamos invitados a comer las migajas que caen de la mesa, sino a sentarnos,
con toda comodidad, a compartir el Cuerpo y la Sangre del Hijo de Dios que se
nos entrega como alimento eterno[1] ■
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